¿Tiene algún sentido la Historia? Me pregunto en estos días en que, por una feliz coincidencia, mis ojos se posan en el anaquel en el que descansan los libros de Eric Hobsbawm. Me llama especialmente la atención “Entrevista sobre el siglo XXI”, en el cual, en vez de mirar hacia atrás, lo hace hacia el futuro. Su respuesta es clara y convincente. No hay un destino inexorable, ni leyes que regulen el curso de los acontecimientos, tal como muchos historiadores ilustres, Marx entre ellos, lo creyeron. Gran parte de lo que habrá de suceder está indeterminado, lo cual no obsta para que sea posible discernir “una estructura y una regularidad, que es el relato de la evolución de la sociedad humana en el tiempo”.

Dentro de esos confines, es posible hacer pronósticos, como los realiza  el gran historiador inglés en este espléndido texto. Con este propósito, parte de una caracterización singular del siglo pasado, el cual, para efectos históricos, habría comenzado en 1914, con el colapso, derivado de la Primera Guerra Mundial, de los actores que dominaron la escena en el siglo XIX: Gran Bretaña y los Imperios Otomano y Austro-Húngaro.  En 1991, cuando la Unión Soviética se desintegra, se pondría el hito que marca  el fin histórico de la centuria.

La primera fecha es, sin duda, correcta; la segunda también a pesar de que el desmantelamiento del sistema comunista, no condujo a la disolución del que fuera el imperio de los zares.  Escribiendo hace casi tres lustros, nuestro autor no pudo avizorar el surgimiento de una figura excepcional -Vladimir Putin-, quien tuvo la capacidad devolver a Rusia un sentido de fuerte unidad nacional, en torno a un régimen autoritario y al que se acusa de corrupto, pero de incuestionable eficacia. Su importancia es tan grande -me parece- como la de Stalin, a quien suele considerarse, con razón, un ángel del mal; no obstante, fue capaz de galvanizar a su país en la resistencia contra la invasión Hitleriana.

No obstante lo anterior, es evidente que el hundimiento de la URSS puso fin a la guerra fría y al mundo bipolar.  Estaríamos desde entonces sometidos a la hegemonía de los Estados Unidos, como antes estuvo el mundo dominado por Roma, durante un largo periodo, o por la Gran Bretaña, digamos desde la derrota de Napoleón hasta los albores del pasado siglo.

El auge económico de China, de un lado, y la profunda crisis de los Estados Unidos, son acontecimientos que Hobsbawm no alcanzó a tener en cuenta a plenitud. ¿Son ellos suficientes para asumir que ha surgido una nueva polaridad? No, al menos en el corto plazo. La distancia en términos de poder militar y capacidad tecnológica es enorme.

El momento en que la economía China pase a ser la primera del mundo deberá ocurrir pronto, pero el dominio de los Estados Unidos en los otros dos elementos del tríptico se mantendrá en el largo plazo. La capacidad de innovación de China es limitada, de un lado. De otro, como tiene un territorio enorme, no le interesa expandirlo; le resulta mejor invertir fuera de su territorio para asegurarse el control de materias primas, tal como lo ha venido haciendo en África. Desde la  óptica militar, la China de hoy no se parece en nada al Japón o la Alemania de 1930.

Lo anterior no significa que el poder de los Estados Unidos sea omnímodo. No pudo ganar, a fines de la pasada centuria, las guerras del Golfo Pérsico contra Saddam Hussein; y aunque logró finalmente derrotarlo, todavía no ha sido posible lograr que Irak funcione sin el soporte militar estadounidense. La operación de los Estados Unidos en Afganistán se parece mucho a la debacle de Vietnam, lo cual explica que a pesar de todo su poder militar, y el respaldo político de Naciones Unidas y la OTAN,  los Estados Unidos no se hayan atrevido a desembarcar sus tropas en Libia.

Esta debilidad de la gran potencia en parte obedece a que las guerras formales de la pasada centuria, que comenzaban con una declaración formal y finalizaban con otra, son fenómeno obsoleto. Hoy buena parte de las amenazas contra la seguridad mundial provienen de actores no estatales cuya enorme capacidad de daño está asociada al terrorismo. Bin Laden, es el ejemplo por excelencia. El operativo para darle muerte deterioró las relaciones de Estados Unidos con Pakistán, pero ni siquiera dio lugar a una queja del país ofendido en Naciones Unidas.

Durante el periodo de la “guerra fría”, como Hobsbawm lo rememora, el mundo estuvo aterrorizado por la posibilidad de una confrontación nuclear; en la actualidad, el riesgo es diferente pero no menos grave: la proliferación de armas nucleares en poder de países que son adversarios entre si: India y Pakistán; Irán e Israel.  O que están gobernados por autócratas, como es el caso de Corea del Norte.

Escapó, por el contrario, a su ojo avizor, porque es fenómeno nuevo, el riesgo de confrontación bélica derivado del cambio climático. Si los sombríos vaticinios sobre el calentamiento planetario se materializan, probablemente se producirían flujos migratorios de dimensiones gigantescas de los pueblos asentados en el trópico hacia las zonas templadas.  Estos desplazamientos podrían dar lugar a  guerras horripilantes entre ricos y pobres.

Respecto de Colombia nuestro autor señala que “el gobierno ha perdido el control, en la práctica, de amplia zonas del país, porque las bandas que las dominan disponen de la financiación suficiente como para resistir y combatir”. Contrista el ánimo constatar que entre 1999, cuando esta frase fue escrita, y hoy, los progresos sean insuficientes. Infortunadamente, los principales países consumidores no están dispuestos a cambiar el enfoque imperante sobre el problema de drogadicción que es, ante todo, de salud pública. Para mal de nuestro país seguiremos poniendo los muertos en la fallida “guerra” contra las drogas.