Captar teóricamente el proceso colectivo que desembocó en el triunfo presidencial de Gustavo Petro, Francia Márquez y el Pacto Histórico puede ser aún prematuro. Más difícil aún es teorizar acerca de la forma que ese modo de gobierno está adquiriendo. Recientemente La Silla Vacía Académica publicó una interesante entrevista con el filósofo Oscar Mejía Quintana titulada “La democracia deliberativa para Petro pasa por hablar con el Clan del Golfo”. Allí, a propósito de algunas declaraciones de Petro en torno a la represión ejercida contra los manifestantes por parte del gobierno de Iván Duque, Oscar Mejía entiende el proceso de gobierno del actual presidente a la luz de la idea de “democracia deliberativa”. Esto lo hace a partir de dos apuestas teóricas: la del filósofo y teórico social alemán Jürgen Habermas (1929- ) y la del filósofo norteamericano —que no inglés, como dice, en un lapso, la entrevista— John Rawls (1921-2002). En el caso de Habermas sería un “modelo normativo de democracia dialógica”; en el de Rawls, el de un “modelo consensual” abierto a la posibilidad de la desobediencia civil.
Es más que saludable, por fin, estar discutiendo públicamente este tipo de cuestiones. Y por eso, queremos proseguir la conversación abierta por Oscar Mejía en lo referente a Habermas, sólo que con otros matices y acentos. Dos salvedades son importantes desde el comienzo. La primera es que una cosa es el uso que ha hecho Petro de algunos autores—Michel Foucault, Antonio Negri y, en este caso, Habermas—, y otra la interpretación que propone Oscar Mejía. Dicho esto, discutiremos la interpretación que Mejía hace de Habermas y de su uso para el caso colombiano. La segunda salvedad es que Habermas es claro en afirmar que su modelo deliberativo surge y está pensado para sociedades altamente complejas y diferenciadas, establecidas básicamente el sistema de Estados Europeos (La inclusión del otro, p. 240). Esto último impide una aplicación sin más de su modelo al contexto colombiano y, en cambio, demanda una serie de matices y preguntas en torno al uso de Habermas para analizar el proceso de Petro, Márquez y el Pacto Histórico.
Como bien anota el profesor Mejía, Habermas distingue tres paradigmas para pensar y vivir la democracia: el liberal, el republicano o comunitario, y el deliberativo. Este último, que es la propuesta del filósofo alemán, se sitúa a medio camino de los otros dos, tomando elementos de ambos a través de lo que Habermas llama reconstrucción: en la deliberación se renuncia tanto a un “sujeto social global” o nacional (el pueblo, la multitud, la masa) como a una dispersión de individuos privados compitiendo cada cual por su interés. Es decir que no se trata para Habermas de constituir a la sociedad como comunidad política—donde el Estado es expresión de un ethos—. Tampoco simplemente de una “lucha de posiciones” para ocupar cargos administrativos o de legitimar decisiones a través de las elecciones como el caso del liberalismo. Razonabilidad, entonces, en un espacio anárquico como el espacio público, a cambio de acción o elección racional individual, por un lado, y de la autodeterminación colectiva de la soberanía popular, por el otro.
El matiz que queremos resaltar sin embargo es acerca del alcance del modelo deliberativo. Dice el profesor Mejía refiriéndose a la dualidad que existe entre “los sectores formales del Gobierno de Petro (la izquierda partidista constituida) y los sectores sociales que apoyaron su llegada a la Presidencia”. Mejía ve allí una falta de puentes entre ambos sectores, y en esa dirección de tender puentes anota: “Para ello tendría que recordar precisamente lo que plantea Habermas con su modelo de deliberación: encontrar espacios para formar voluntad pública recogiendo las voces de la periferia, en los múltiples canales formales e informales para hacerlo. Incluso dándole cabida a la protesta social”. La pregunta con Habermas aquí es si es tarea del Estado establecer esos puentes —sin cooptar la fuerza del movimiento social—, o si esa es una tarea que pueda darse en el espacio de la opinión pública. Es decir, la pregunta es si el Estado debe llegar a encarnar esas voces —como sería la propuesta republicana—, o más bien asegurar las condiciones mínimas de esos diálogos. Fiel a su herencia del marxismo crítico, Habermas platea no sólo la necesidad de la participación en igualdad de condiciones de todos aquellos afectados por los diálogos y decisiones, sino que hace énfasis en las asimetrías de poder y recursos. También muestra como tantas veces los diálogos o conversaciones razonadas no informan (en el doble sentido de la palabra) las decisiones políticas o económicas. Escribe en Facticidad y Validez: “Solo sobre una base que haya escapado de las barreras de clase y se haya sacudido las cadenas milenarias de la estratificación social y la explotación social, puede desarrollarse plenamente el potencial de un pluralismo cultural capaz de funcionar conforme a su propia lógica” (p.385). Hacer confluir el movimiento social con el Estado, sería tal vez propio de otro tipo de apuestas teóricas como las de Ernesto Laclau (donde el movimiento social deviene Estado).
Más adelante en la entrevista Mejía dice: “La actitud de la democracia deliberativa pasa para Petro por no cerrarse a hablar con el Clan del Golfo”. Pero, dialogar no es negociar, y deliberar implica sobre todo la aceptación de las reglas mínimas o procedimientos por parte de todos los actores involucrados. En el modelo deliberativo de Habermas cabe el disenso y, como dice Guillermo Hoyos, la “perspectividad” o “multiplicidad de las culturas” experimentada en el mundo de la vida. Pero no es un modelo construido para pensar condiciones de protesta social —y menos de insurgencia o contrainsurgencia—. Si bien el modelo de Habermas aparece por momentos como “contra-fáctico” —esto es, una y otra vez desmentido por los hechos—, la propuesta de este pensador lúcido y siempre polémico ofrece diversas posibilidades críticas. De hecho, Habermas dirá que no por el hecho de que algo sea fáctico se vuelve válido. Y que más bien se trata de buscar mediaciones entre planteamientos que corran el riesgo de despegarse de la realidad y la simple asunción de los hechos brutos. No pierde tampoco actualidad su brillante diagnóstico de la crisis de legitimidad en las condiciones del capitalismo, regidas por coordenadas de ganancia infinita y sustracción de los poderes económicos al control político. Asimismo, es sugerente la separación que establece entre derecho y moral —y lo que eso implica para fundamentar y ejercer derechos—. Y, especialmente, su distinción entre política y ética para moverse de forma práctica en este mundo moralizado por doquier.
Esto no es obstáculo para discutir la reticencia de Habermas a dar cabida suficiente a los medios de comunicación y las redes sociales en su modelo deliberativo. O para señalar los límites de su teoría a la hora de captar los diversos procesos plebeyos y mestizos que suceden en el país. Es decir, más que aplicar el modelo de Habermas a nuestro país, se trata de pensar sus usos posibles en nuestro contexto. Al final, más allá de un debate entre teóricos, quizás lo que hay es una especie de rivalidad entre tres figuras de lo colectivo: el pueblo, la multitud y, finalmente, la opinión (o voluntad) pública. Es en esa disputa entre ellas tres donde se está jugando el porvenir de formas innovadoras de lo social. Así como los teóricos se disputan los modos de nombrar la forma de organización social, esas tres figuras parecen disputarse el suelo común que habitamos todos y todas.