La pobreza se ha reducido y han aumentado los grupos de ingresos medios en el país, pero la educación superior y tener una ocupación calificada siguen siendo un lujo. Es lo que muestra el reportaje de 10 estudiantes que se graduaron en 2015 y el análisis de tres académicos.
La clase del León de Soacha 5 años después le da razón al paro
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La clase 1101 de 2015 de
"El León XIII” de Soacha
*Fotos por Marcela Becerra y Fabián Eraso
El día del grado de la promoción del 2015 del colegio León XIII, de Soacha, los estudiantes no hicieron fiesta. La celebración se limitó a un desayuno improvisado en la sala del video beam.
La mayoría se conocía bien: habían estudiado juntos toda la vida; al lado del León XIII quedaba su jardín; y al lado de éste, la Iglesia donde los bautizaron.
La promoción del 1101 tenía 38 estudiantes. Algunos nerds, algunos vagos, algunos invisibles, ninguno play. Lo que en el último año terminó uniéndolos a todos fue la emoción por el nacimiento de “chinga junior”, como llamaban desde antes de que naciera el hijo de uno de ellos -“chinga” (su apellido es Chingate)- con otra compañera del curso. Era como el hijo del salón.
“El León XIII” es un colegio público de estratos 1, 2 y 3 con poco más de 3.500 estudiantes, de calidad promedio, como son la mayoría de los colegios públicos en el país.
Tiene doble jornada y en el 2015 se graduaron cerca de 240 estudiantes de seis cursos 11. La Silla Vacía le hizo seguimiento a la promoción 1101 para entender qué había sido de las vidas de estos jóvenes, que se parecen a los que desde noviembre han estado marchando.
Entrevistamos a diez de los 38 graduandos y a través de sus historias tratamos de entender por qué la movilidad social en Colombia sigue siendo un cuello de botella, pese a que los pobres hoy son menos de un tercio y la clase media los supera.
La reducción de la pobreza es un cambio social grande que se ha dado en el país pero que está lleno de complejidades que han venido estudiando desde diferentes perspectivas María José Álvarez y Javier Corredor, profesores de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Los Andes y de la Universidad Nacional, respectivamente, así como, Roberto Angulo, profesor de Cátedra de la Uninorte, con quienes realizamos este reportaje a partir de los resultados de sus investigaciones.
La movilidad social ascendente, según Álvarez, es la posibilidad que una persona tiene de mejorar de clase social durante su vida o en relación con la clase social de sus papás, más allá del movimiento que haya hecho la sociedad en su conjunto. Colombia hoy, según la investigadora, tiene más trabajos no manuales que manuales porque pasó de ser rural a ser más urbana, pero eso es algo que toca a todo el mundo y no implica por sí mismo movilidad.
“Es difícil evaluar quién estaba mejor entre un papá que fue campesino y el hijo que trabaja en un call center: ambos son trabajos de baja productividad y lo que pueden adquirir es similar en términos relativos".
Lo que más genera movilidad en una sociedad, dice Álvarez, es que la gente pueda acceder a educación de calidad, no que unos pocos puedan ir a universidades buenas y el resto no pueda ir a la universidad o tenga que ir a universidades regulares o malas; así como que la gente pueda acceder a ocupaciones calificadas y con buenas condiciones de pago y estabilidad. Sin embargo, la movilidad social que prima en Colombia hoy es la que se da por el acceso a servicios básicos de educación y salud y a bienes como comprar casa o carro.
La casa propia es el colchón de los “vulnerables”
Las familias de los entrevistados de la clase 1101 del León XIII parecen estar mejor ahora que hace 10 años y en lo que más lo notan es en que sus papás han podido ahorrar y comprar casa; solo uno vive en arriendo y eso justamente le ha dificultado las cosas.
“Tener casa propia es uno de los factores que te constituye como clase media, lo que te da la estabilidad si fuiste trabajador informal durante toda tu vida. Es una vía de ascenso, pero sobre todo de seguridad”, afirma la investigadora Álvarez.
Viajar más por Colombia, salir a comer por fuera los fines de semana o haber comprado carro también les hace sentir que han evolucionado.
Esto coincide con que la pobreza, según las cifras del investigador Angulo, se redujo en los últimos 15 años en Colombia en un 23 por ciento y fue superada por la clase media, que es mayoría en ciudades como Bogotá, Medellín o Bucaramanga.
Sin embargo, la mayoría de gente en el país está en la categoría de “vulnerables”, que es un reto de acuerdo con Angulo. Se llaman así porque ya no son pobres, pero en cualquier momento, ante las “cosas normales de la vida”, como dice Álvarez (enfermarse, perder el trabajo, que se muera una familiar cercano) pueden volver a serlo.

Eddy Pérez, 20 años
"Mis papás hace seis meses terminaron de pagar su casa en Soacha, son músicos -mi papá toca el saxofón y el bajo y mi mamá la flauta traversa- y parte del ahorro lo hicieron tocando en un hotel en Emiratos Árabes durante cinco años. Llevaban un año aquí y se volvieron a ir: su meta ahora es comprar una segunda casa y arrendarla"
Los papás de Eddy también trataron de que entrara a la universidad:
"Me presenté cuatro veces a la Nacional con ayuda de mis papás que me pagaron los preuniversitarios -que duran dos meses y pueden costar entre quinientos mil y un millón de pesos-, además de los pines que valen 90 mil pesos cada uno, pero no pasé".
Entonces hizo un técnico en sistemas y entró a trabajar en un call center que atiende problemas técnicos de los clientes que llaman.
Con lo que trabajó ahí ahorró para pagarse el curso de inglés que ya casi termina y con el que aspira a entrar a un call center semibilingüe o bilingüe donde pagan más que un mínimo: un millón doscientos o un millón ochocientos mil pesos, respectivamente.
“Quiero poder ahorrar para estudiar ingeniería de sonido y, a mediano plazo, estudiar ingeniería audiovisual, que es lo que más me gusta, en una universidad privada de calidad como la Javeriana”.
El hermano de Eddy tiene 23 años y recién salió del colegio tuvo un hijo por lo que tuvo que conseguir trabajo como mesero en un restaurante en Chapinero. Ahora que su hijo creció, comenzó un tecnólogo en mecatrónica en el Sena.

Natalia Bonilla, 21 años
"No pude entrar a la Policía pero como tuve que sacar la licencia de conducción para aplicar, lo bueno fue que mi mamá se animó a comprar carro, un Spark GT modelo 2011, y ya hemos ido a Melgar, a Mesitas del Colegio y a Piscilago. También vamos a almorzar a las afueras de Bogotá algunos fines de semana y llevamos la ropa que mi mamá comercializa a domicilio"
Natalia prefirió estudiar criminalística en un instituto, que estudiar psicología en la Uniminuto pese a que sus papás estaban dispuestos a pagar la carrera, aunque fuera más cara. El semestre costaba dos millones trescientos mientras el del instituto costaba un millón quinientos mil pesos. Eso era lo que le gustaba y cuando terminó trató de entrar a la Policía: “siempre me ha gustado la idea de portar un uniforme, de seguir un régimen y de ayudar a la comunidad”.
Tras gastarse tres millones de pesos en formularios, pruebas y una licencia de conducción, no logró pasar: no tenía la estatura requerida para manejar las motos de la Escuela a la que aplicó.
Se presentó después a la carrera militar pero tampoco pasó. El problema esta vez fue que tiene pie plano y un grado alto de astigmatismo: “otro bajonazo, estoy negada para el trabajo, no he conseguido ni en eso ni en nada”. Por eso, hace tres meses comenzó un técnico en gestión bancaria en el Sena y su idea es meterse por el lado del sistema de prevención del lavado de activos y la financiación del terrorismo, para combinar la criminalística.
El hermano de Natalia que tiene 26 años empezó a estudiar en la Uniminuto y se salió porque perdió unas materias, trabaja en cualquier cosa que la salga, aunque lleva tres meses desempleado. Su pasión son los graffitis, pero no quiere lucrarse de eso ni estudiar algo que se relacione. Su papá trabaja como independiente decorando interiores y su mamá trabajó llevando la contabilidad de una empresa hasta que renunció para pasar más tiempo con sus hijos. Ninguno de los dos terminó el bachillerato.

Jhon Ávila, 23 años
"Si mi papá estuviera bien, yo estaría estudiando. Manejaba maquinaria pesada hasta que hace ocho años lo hirieron por atracarlo y desde eso no puede mover la mano derecha, ha puesto varias demandas para que le reconozcan una pensión de invalidez, sin suerte. A veces consigue trabajo en una obra, pero nos ayuda más haciéndonos la comida y hasta cocina rico. El accidente nos cambió la vida y los arriendos se empezaron a atrasar"
La mamá de Jhon, que era ama de casa, tuvo que buscar trabajo: "como “auxiliar de aseo”, dizque “auxiliar de aseo, se ríe,¡aseadora! en el Hospital San José".
Sus papás solo estudiaron hasta quinto de primaria y aunque él sí terminó el bachillerato, su suerte no ha sido muy distinta. A penas se graduó tuvo que arrancar a trabajar al igual que su hermano. Su aspiración es que su hermana de 17 años que está en 11, sí pueda entrar a la universidad, pero sabe que la vida es azarosa: “Si me quedo mañana sin trabajo, hasta ahí llegan los sueños de Michel”
Él mismo aspira a estudiar y tener un mejor trabajo que el que tiene ahora fabricando tanques en Eternit: “a ver si no tengo que seguir quemándome las manos y chupando polvo todo el día”. Sus compañeros son todos viejos y él cree que entraron a la empresa de su misma edad, pero a diferencia de ellos, Jhon no se quiere quedar ahí.
Los jóvenes no están mucho mejor ocupados que sus padres
La mayoría de los que jóvenes entrevistados de la clase 1101 del León XIII que están trabajando tienen empleos que no requieren conocimientos especializados y la mayoría gana un mínimo.
Todos están ahorrando además para pagarse una carrera o ayudarle a un hermano menor, y el Icetex no parece ser una opción, es como “el coco”: tienen la idea de que los créditos son impagables o, sencillamente, no tienen las condiciones para que les presten.
La profesora Álvarez cree es muy difícil para quienes han empezado a recibir plata y ser independientes, devolverse a estudiar: la mayoría de universidades de calidad en Colombia no están diseñadas para que la gente pueda trabajar y estudiar.
Más preocupante aún es la confianza que tienen en que la educación les va a dar movilidad. Según la investigadora, un título de una universidad de baja calidad o “de garaje”, vale poco a la hora de conseguir empleo, aunque sí cuesta mucho pagarlo: cerca de 2.5 millones el semestre.
En general, según Angulo, no hemos mejorado el acceso a trabajos calificados. La pobreza multidimensional que depende más de política social: acceso a educación básica secundaria, a salud, a vivienda, se ha reducido, pero la pobreza monetaria ha empeorado, que es aquella que depende de que se distribuyan las ganancias del crecimiento a través de la generación de empleo. El sesenta por ciento de los colombianos tiene inclusión social pero no inclusión productiva cuando el ideal es que haya un equilibrio entre las dos.

Andrés Monroy, 22 años
"Cuando me gradué hice un tecnólogo en contabilidad en el Sena, pero no conseguí trabajo ahí mismo en lo que estudié porque me pedían experiencia, así empecé trabajando en carpintería y después vendí cuadros puerta a puerta en Soacha: bodegones, paisajes, arte abstracto. En promedio valían 280 mil pesos y eran hechos por artistas de Kennedy"
Andrés ya lleva poco más de un año trabajando en un call center que se encarga de cobrarle a clientes de una empresa grande de muebles de la Costa, se gana un mínimo y algunos meses recibe comisiones de 150 mil mensuales por el recaudo. De lo que recibe aporta 300 mil a la casa y ahorra 150 mil mensuales para poder estudiar contaduría en la Corporación Unificada Nacional -Cun-, donde le pueden homologar el título, aunque lo que realmente le gustaría estudiar es ingeniería industrial.
Sus padres se fueron a vivir a Soacha porque compraron apartamento en Ciudad Verde, donde su hermano, de 24 años, trabaja como celador en un conjunto, aunque estudió un técnico en asistencia administrativa en el Sena. Su otro hermano tiene 26 años, hizo un técnico en costos y auditorías en la Uniminuto y está a cargo de las licitaciones de una empresa que repara cámaras. El hermano menor tiene 17 años y está estudiando inglés, su plan es aplicar a Ingeniería Ambiental en la Distrital el próximo semestre. Su papá no estudió y es operario de maquinaria pesada. Su mamá sólo terminó la primaria y es auxiliar de dietas en el Hospital de la Policía en Bogotá.

Laura Herrera, 21 años
"Acabo de entrar a trabajar en Alpina como impulsadora. Me da muy duro no poder pasar tiempo con mi hijo, pero mi idea es ahorrar para entrar a estudiar pedagogía infantil en la Universidad del Tolima el semestre que viene, no es tan caro -vale un salario mínimo- y puedo estudiar los fines de semana"
Laura llevaba seis meses del técnico en auxiliar de cocina cuando quedó en embarazo del que fue su novio desde que estaban en el colegio. "Hubiera pensado bien las cosas", dice.
Tenía dos amigas en el salón que también quedaron embarazadas, una cuando estaban en 11, de un compañero de la clase, y la otra después de que se graduaron.
El papá de Felipe, su hijo, lo cuida a veces, pero no le ayuda económicamente porque ha buscado trabajo como vigilante y no ha conseguido. Laura pudo trabajar hasta el octavo mes de embarazo y después, en el supermercado que tiene su abuelita en Sibaté y en la tienda de flores de su mamá y su padrastro, allá mismo. Ahora que su hijo ya cumplió un año y medio entró a trabajar en Alpina donde puede tener un mejor salario: el mínimo y prestaciones.
Laura tiene dos hermanas menores de 13 y 15 años, que todavía están en el colegio. Su mamá terminó el bachillerato y no siguió estudiando porque la tuvo a ella. Su papá nunca se hizo cargo.

Carolinne Venera, 21 años
"Con lo que me gano en el casino estoy ahorrando para irme a Chile donde la familia de una amiga que está allá hace dos años. Aquí no hay oportunidades: el estudio no es bueno, es costoso y no voy a poder hacer lo que quiero, además, el trabajo me queda lejísimos y no tengo chance de vivir más cerca de una estación de Transmilenio"
Caroline quería ser auxiliar de vuelo cuando se graduó, pero dice que ya renunció a ese sueño. Cuanto terminó el colegio averiguó en la Universidad Indoamericana y el semestre costaba 2 millones y medio: "'no tengo como pagárselo’ me dijo mi mamá; yo sabía que le quedaba difícil con lo que se gana en el salón de belleza que tiene en la casa (la compró hace unos años y la está pagando), y haciendo costuras”.
Su mamá y su papá están reportados además en datacrédito, por lo que el Icetex no era una opción. Lo más parecido que había en el Sena era “gestión hotelera”, así que hizo el tecnólogo y trabajó primero en Oma y ahora es barman en un casino.
Su hermano mayor tiene 35 años. Alcanzó a pagarse solo un semestre de sistemas y ahora trabaja con su papá, que se independizó hace tres años. Ambos están desempleados porque no les ha salido un nuevo contrato: ensamblan las cabinas donde se compran las tarjetas de Transmilenio.
Samir, el hijo del medio, tiene 30 años y es sordomudo. A veces trabaja en supermercados ayudando a organizar los carros de mercado y los productos. Su mamá estudió hasta sexto de bachillerato y su papá hasta tercero de primaria.
Acceder a educación de calidad sigue siendo un privilegio
La mayoría de la clase 1101 del León XIII que entrevistamos no ha podido entrar a la universidad y uno de los que sí lo logró fue porque paradójicamente lo becó más fácil otro país.
El sueño de casi todos era entrar a la Nacional porque es prestigiosa y barata, pero es prácticamente imposible: para el primer semestre de este año sólo admitieron el siete por ciento de los que se presentaron y las dos instituciones con más estudiantes en Colombia según cifras de 2016 son el Sena con 430 mil estudiantes y la Uniminuto con 108 mil. “Hay una correlación muy clara entre el estrato socioeconómico y sacar un mal Icfes que es, a su vez, un predictor de no poder entrar a una universidad de calidad”, dice la investigadora Álvarez.
Aunque la movilidad social a través del estudio mejoró algo en Colombia es peor que en Chile y México, es decir, que aquí tenemos una mayor relación entre el nivel de estudio de los hijos con respecto al de los padres según cifras de 2013 de Angulo que no han cambiado. De hecho datos recientes del Foro Económico Mundial muestran que Colombia está en el puesto 65 de 82, en condiciones que posibilitan la movilidad. Acceder a educación de calidad es un lujo que muy pocos se pueden dar todavía en el país.

Ángel Romero, 21 años
"Mi sueño es estudiar medicina. Intenté entrar a la Juan N. Corpas donde el semestre valía 6.5 millones, pero no tenía la plata y en el Icetex me exigían un fiador con finca raíz, que no fuera familiar, y tampoco lo tenía. Una amiga que vive en Brasil me animó a aplicar a una beca en la Universidad Federal de Integración Latinoamericana, que fundó Lula Da Silva, donde el 80 por ciento son extranjeros"
Angel ya va en quinto semestre de ocho, de salud colectiva -una especie de seguridad ocupacional aquí-. Allá tampoco le alcanzó para entrar a medicina, aunque estuvo a tres puestos de entrar. Tiene una beca de 400 reales mensuales y trabaja en proyectos de investigación por los que le pagan 200 reales mensuales más (500 mil pesos colombianos en total). Asegura que le alcanza para el arriendo y la alimentación y le dan además una tarjeta con los pasajes de todo el mes.
La universidad en teoría es bilingüe, por lo que los estudiantes tienen derecho a hablar español, aunque en la práctica todas las clases son en portugués:
“Cuando llegué solo sabía decir los días de la semana, pero aprendí con las clases que da la misma universidad los primeros tres semestres y a punta de leerle los labios a los profesores; para lo que no me sirvió esta técnica fue para matemáticas que perdí el primer semestre. Hoy estoy en un 70 por ciento”.
Angel es el menor de tres hermanos: el mayor tiene 30 e hizo un técnico en diseño gráfico, el que le sigue, de 26, hizo uno en mecánica automotriz. Su papá y sus dos hermanos son carpinteros, Ángel, en cambio, es alérgico al polvo por lo que decidió seguir los pasos de su hermana de 32 años, que es auxiliar de enfermería y trabaja con la Secretaría de Salud de Soacha. Su papá y su mamá pudieron estudiar hasta quinto de primaria. Ella tuvo una tienda esotérica un tiempo y trabajó en casas de familia.
“Quería devolverme a Colombia cuando terminara, pero con mi título puedo conseguir algo mejor en Brasil”.

Karen Cabrera, 19 años
"Estoy en cuarto año de derecho en La Libre. Muchos profesores del Externado, también dan clase aquí. El semestre cuesta ocho millones de pesos así que pedí crédito en el Icetex: es fácil que a los policías les presten y mi papá es Intendente, lo ascendieron hace cinco años"
Karen el próximo semestre se quiere ir a terminar la carrera a Francia con un convenio que tiene la universidad. Para eso ha estado tomando clases de francés y su abuelita le regaló parte de una herencia que le sirve para demostrar que tiene 600 euros mensuales para sostenerse: “‘esa china va a ser muy exitosa y me va a devolver esa inversión con creces’ dice mi abuelita. Quiero tener mi bufete de abogados en derecho penal y darle trabajo a jóvenes que lo necesiten”.
Por ahora no le preocupa cómo va a pagar el 90 por ciento del crédito del Icetex que empezará a correr después de que termine la carrera.
Karen tiene un hermano de 16 años que acaba de graduarse del colegio. Se va a presentar a la Nacional para estudiar Ingeniería Mecatrónica, pero es difícil que pase pues no le fue muy bien en el Icfes, sacó 318/500. Sus papás le quieren ayudar para que se vaya a estudiar a Japón robótica, que es lo más quiere y en Colombia no hay.
Su mamá hizo un técnico en talento humano en el Sena, es estilista y trabaja con aplicaciones como “Efy” y “La Manicurista” haciendo servicios en el norte de Bogotá, con lo que se gana cerca de dos millones mensuales.

Andrés Castro, 22 años
"Perdí once y mi papá me dijo ‘hasta aquí llegó conmigo’, mi idea era salir de 11 y meterme de una a la universidad. Entonces hice un tecnólogo en sistemas en el Sena y tuve suerte porque la empresa donde hice la práctica me contrató y me financió por un año la carrera de ingeniería de software en la Uniminuto (donde me homologaban hasta quinto semestre)"
La empresa además llevó a Andrés a capacitarse tres meses en Perú: "¡fue lo máximo, yo solo conocía Melgar!. Después hizo un recorte de personal y lo sacó, algo que no veía venir dado el apoyo que había recibido y por eso le dio muy duro.
Estuvo buscando un empleo similar durante un año y mientras tanto haciendo oficios varios y trabajando en un call center un mes hasta que encontró trabajo en una multinacional uruguaya llamada Escandinavia, que produce el famoso jarabe “Abrilar”, y ya lleva un año y medio.
Es coordinador de desarrollo e hizo una aplicación para que los vendedores desde cualquier parte puedan hacer sus pedidos, por lo que dice que lo adoran. Se gana tres millones de pesos mensuales con lo que ha podido seguir pagando la universidad y ascendiendo: "compré apartamento en Ciudad Verde y un carro. Mi felicidad es sacar a pasear a mi mamá: hace poco mi hermana y yo la llevamos a conocer el mar”.
Su hermana, de 24 años, está haciendo un tecnólogo en contabilidad, aunque su papá estaba dispuesto a pagarle una carrera, y trabaja como auxiliar de cartera en una empresa. Su mamá también hizo un tecnólogo en contabilidad y es ama de casa. Su papá se pensionó como Sargento del Ejército.
Las clases sociales en Colombia se definen por mucho más que los ingresos
Muy pocos de quienes entrevistamos de la clase 1101 del León XIII interactúan en el día a día con personas de otros estratos en un plano de igualdad. Como pasa en general en Colombia las clases sociales están segregadas y sus relaciones son en su mayoría de subordinación, de patrono a empleado.
Las diferencias en la forma de hablar, de vestirse, las experiencias vividas, y las credenciales como el colegio o la universidad a que una persona fue o el tipo de ocupación que tiene (capital cultural), marcan unas brechas que son difíciles de cerrar aún si una persona mejora el nivel de sus ingresos.
Álvarez y Corredor explican que si bien es un hecho y es una buena noticia que los grupos de ingresos medios hayan aumentado en Colombia, las clases sociales son más estables porque se rigen por esas otras condiciones, así como, por la red de contactos o capital social con que se cuenta para conseguir un trabajo y hasta para pedir un préstamo. Es lo que algunos académicos han llamado “la lotería de la cuna”.

Marcela Becerra, 21 años
"Algo que me ha dado duro en La Silla Vacía es ver que todos han podido estudiar en una universidad y a mi de nada me sirvió ser juiciosa en el colegio"
Su sueño era estudiar cine en la Nacional, pero se presentó y le fue muy mal: “es muy duro sentir que el futuro de uno depende de un examen, no me parece que me deberían evaluar así, ¿por qué eso me hace más merecedora?”. No es la única vez que le ha ido mal en ese tipo de pruebas, en esas circunstancias.
Como se resistió a “estudiar algo por estudiar” buscó obsesivamente en otras universidades públicas (la Pedagógica, la Distrital) una carrera que le llamara la atención, sin tener éxito. Lo que más se pareció a lo que le interesa fue el tecnólogo en medios audiovisuales del Sena.
Esperó seis meses a que abrieran la convocatoria tras graduarse. Con lo que no contaba era con que tuviera que esperar tres meses más a que abrieran una nueva convocatoria porque perdió la primera vez la entrevista: el Sena se había convertido en su “Nacional”. “Es el día que más he llorado. ¿Quién no pasa en el Sena?, ¡estoy hecha para el fracaso! es todo lo que pensaba”.
Hizo el tecnólogo finalmente y consiguió la práctica en La Silla Vacía, algo que ha cambiado su percepción de las cosas y, sobre todo, sus aspiraciones.
“Me di cuenta que si quería hacer películas tenía que tener buenas historias para contar, y escuchando qué hace Daniela, que es antropóloga y con quien trabajo en La Silla, decidí que quiero estudiar esa carrera en la Javeriana”.
El semestre cuesta cerca de 9 millones y ella está ahorrando un millón mensual para entrar el segundo semestre de 2020. Frente a los retos que implica entrar a una universidad de élite, Marcela siente que ya hizo el “curso”: “Si me iba a pasar algo paila ya me hubiera pasado en La Silla. No se siente del todo parte -para la mayoría salir del país es una vaina normal, como para mí, Girardot-, pero me gusta rumbear con todos porque son de buen ambiente y porque es un mundo al que quiero pertenecer”.
El hermano que le sigue a Marcela tiene 23 años, está terminando la carrera de contabilidad por la noche en la Uniminuto y trabaja en el Banco Agrario. Su hermana mayor, que tiene 34, es contadora de la Central y se especializó en el Politécnico, ahora trabaja para el Equipo “Tigres”. Su mamá hizo un tecnólogo en modas y es profesora en varios institutos. Su papá no terminó el bachillerato y siempre ha sido conductor. Hace poco empezó a trabajar con la aplicación Beat.
Un grito contra la falta de movilidad y la desigualdad
Los estudiantes que entrevistamos de la clase 1101 del León XIII, sin excepción, hacen eco de las demandas de los jóvenes que se han estado movilizando por un acceso gratuito o en condiciones favorables a la educación superior y por mejores oportunidades de empleo.
Como dice Angulo: “Las nuevas demandas sociales no provienen únicamente de necesidades o privaciones absolutas sino que son producto de la comparación, de cómo percibo el logro de los otros, de mi vecino, frente al mío. No solo piden tener acceso a educación superior sino que eso se traduzca en una mejor posición, en mayor bienestar, por ejemplo”.
Lo que Corredor y Álvarez han encontrado en sus investigaciones es que programas como “Ser Pilo Paga” o cualquiera que resuelva el acceso haciendo que estudiantes de sectores populares entren a universidades de élite, o los que se basan en dar crédito, que ha sido en buena parte la política de educación superior del país, además de no ser suficientes, tienen que tener en cuenta los costos psicológicos altos que tienen para sus beneficiarios y que no aparecerían en una sociedad menos desigual.
Corredor en colaboración con otros académicos, determinó que sobre todo en el primer año, los beneficiarios tienen síntomas depresivos, dudan de sus capacidades; no solo les cuesta integrarse al nuevo ambiente sino que les cuesta seguirse relacionando de la misma forma con su familia y amigos.
Para los jóvenes que entrevistamos, este tipo de programas no es una solución real a sus demandas.










*Reportaje hecho en colaboración con María José Álvarez, Roberto Ángulo y Javier Alejandro Corredor