El problema de la desinformación compromete seriamente la democracia, pues su funcionamiento requiere, por un lado, ciudadanos con capacidades adecuadas para deliberar sobre ideas y discutir con razones para llegar a acuerdos y, por otro lado, que esas capacidades se ejerzan sobre conocimientos verídicos sobre el mundo acerca del cuál se tomarán decisiones a través de los acuerdos.
La democracia requiere ambas cosas, pues ni personas bien informadas pero poco capaces, ni muy capaces pero mal informadas, podrán llegar a las decisiones que solucionen de la mejor manera los problemas colectivos. En este sentido, la desinformación amenaza el funcionamiento de la democracia como un sistema orientado a encontrar las mejores soluciones a problemas colectivos que un grupo social pueda encontrar a través de la discusión y los acuerdos.
Muestra de ello han sido los numerosos casos en los que la desinformación ha obstaculizado el ejercicio de la democracia. Por ejemplo, en las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016, rumores falsos como que el Papa Francisco avalaba las aspiraciones presidenciales de Donald Trump o que la campaña de Hillary Clinton estaba salpicada de casos de explotación sexual infantil fueron determinantes en los resultados que se dieron finalmente en la contienda electoral. En ese mismo año en Colombia, antes de que se celebrara el plebiscito por la paz, una ola de desinformación con rumores tan descabellados como que los pensionados tendrían que aportar el 7 % de sus ingresos para pagar el salario de los desmovilizados inundaron las redes sociales y, probablemente, marcaron el destino del Proceso de Paz.
Sin embargo, el problema de la desinformación no parece depender tanto de que estos contenidos abunden y sean ampliamente difundidos, sino de las disposiciones cognitivas de las personas a creerlos y compartirlos. Por esta razón, conviene revisar qué dicen las ciencias cognitivas acerca de la desinformación y tratar de entender por qué las personas creen y comparten información falsa.
En primer lugar, hay que decir que las personas no suelen leer información de una manera muy reflexiva. El razonamiento crítico es fundamental para poder discriminar cuál información es falsa y cuál otra verdadera. Sin embargo, analizar la fuente de la información, la forma como está redactada, las evidencias presentadas, las conclusiones extraídas de los hechos, las implicaciones de los eventos y la relación con otras piezas de información es una tarea sumamente exigente que no todas las personas hacen, y no siempre.
Para tratar de entender a qué se debe esto, conviene traer a colación una teoría muy respetada en la psicología que señala que la mente funciona bajo un principio de economía cognitiva, según el cual trata de invertir la menor cantidad de esfuerzo para resolver problemas o tomar decisiones. De modo que, en lugar de razonar de manera detenida y minuciosa, en la mayoría de los casos las personas suelen hacer uso de heurísticos; atajos mentales que permiten resolver problemas y tomar decisiones sin invertir mucho esfuerzo.
Esta teoría permite entender por qué las personas creen y comparten contenidos falsos. En un experimento se pidió a un grupo de personas que, en un lapso de 7 segundos, juzgaran la veracidad de unos titulares mientras trataban de recordar un patrón de cinco puntos en una matriz visual. La presión de tiempo y la tarea de memoria era una estrategia para evitar que las personas se concentraran en las noticias que leían y pudieran razonar sobre ellas.
Los investigadores compararon a este grupo de personas con otros participantes que no tuvieron que hacer la tarea de memoria ni tenían límite de tiempo y, por tanto, tenían todos sus recursos cognitivos libres y todo el tiempo que quisieran para razonar acerca de la información.
Los resultados revelaron que los participantes que tuvieron que hacer la tarea de memoria presentaron más dificultades para discriminar titulares falsos de verdaderos que el otro grupo de participantes.
En otro trabajo, Pennycook y Rand encontraron que las personas más analíticas son menos susceptibles de creer en titulares falsos que las personas con menos habilidades de razonamiento. En resumen, estos estudios indican que la concentración y razonamiento crítico son fundamentales para poder discriminar la veracidad de la información, y que cuando no pueden hacer uso de estas facultades las personas se vuelven vulnerables a los contenidos falsos.
En lugar de leer de forma crítica, las personas suelen hacer uso de atajos mentales que les permiten decidir rápidamente si una pieza de información es real o falsa.
Algunos ejemplos de estos atajos son creer en información que sea compatible con las creencias personales, que esté en consonancia con los hechos más recientes, que sea creída por la mayoría o por miembros del grupo, o que venga de una fuente que parezca confiable, entre muchos otros. En muchas ocasiones estos atajos pueden ser útiles para tomar decisiones de forma rápida y fácil. Sin embargo, en muchas otras circunstancias terminan llevando a sesgos cognitivos. Y una de dichas circunstancias en un medio contaminado de desinformación, donde los atajos mentales son explotados por creadores de contenidos falsos para que las personas crean en la información que les presentan y sus publicaciones ganen difusión.
Un conocido sesgo cognitivo es el sesgo de confirmación, la tendencia a buscar información que valide las propias creencias y a desestimar información que las contradiga. En el contexto de la desinformación en el ámbito político, el sesgo de confirmación se puede manifestar por medio del sesgo partidista, en el que las personas están más dispuestas a creer noticias falsas que sean consistentes con sus creencias políticas.
En un par de estudios se encontró que las personas están más dispuestas a creer en noticias consonantes con sus creencias políticas que en noticias no concordantes, especialmente si presentan bajas habilidades de razonamiento crítico. Otra forma por medio de la cual se puede expresar el sesgo de confirmación es el efecto fake news; un sesgo en el cual se desestiman como noticias falsas aquellos medios de comunicación afines a la orilla política opuesta. En un estudio en Estados Unidos, van der Linden et al. encontraron que los demócratas asocian a los medios afines a las ideas republicanas como fake news, y viceversa.
En segundo lugar, a pesar de que hay numerosos recursos para ayudar a verificar noticias, las personas no hacen tanto uso de ellas debido a que suelen sobreestimar sus habilidades para escrutar la veracidad de la información. Varios estudios en psicología han revelado evidencia que indica que las personas presentan un sesgo de superioridad ilusoria; suelen creer que están por encima de la media y que tienen mejores habilidades de las que en realidad poseen, y la capacidad para discriminar la veracidad de la información no es la excepción. En un estudio se le pidió a un grupo de participantes reportar qué tan probable era que ellos mismos y otras personas en general identificaran noticias falsas. Los investigadores encontraron que los participantes solían pensar que era mucho más probable que ellos mismos identificaran noticias falsas a que lo hicieran las demás personas. Es decir, pensaban que los problemas para discriminar noticias falsas de verdaderas eran de los demás y no de ellos. Si las personas no reconocen que son susceptibles de creer en publicaciones falsas, difícilmente mejorarán las estrategias que emplean para leer y compartir información en medios digitales.
En tercer lugar, hay que tener en cuenta que las publicaciones falsas suelen captar más la atención que otro tipo de información. A diferencia de las noticias reales, las noticias fabricadas tienen la ventaja de poder contar con cuantos elementos se quiera para llamar la atención del público, pues no tienen un límite ético y su objetivo en primera instancia es justamente ese; captar la atención de las personas. De modo que sus creadores explotan los intereses de las personas en aras de ganar visitas, likes y difusión. Por esta razón, los contenidos falsos suelen tratar sobre temas que generan fuertes emociones, sobre chismes de personas importantes y sobre aspectos relacionados con coyunturas actuales de gran relevancia. Si una publicación hablara acerca de temas aburridos, estadísticas ininteligibles o personas poco conocidas difícilmente alguien se animaría a leerla o compartirla.
Finalmente, las razones por las cuales las personas creen y comparten noticias falsas no siempre se relacionan con la transmisión de información, en algunos casos estos problemas pueden estar anudados a razones más simbólicas. James Carey plantea que, además de la función transmisiva, la comunicación tiene una función ritualista, en la que las personas comparten información, no para informarse unas a otras, sino como una forma de representación de creencias compartidas en la que se describe y confirma una manera particular de ver el mundo.
De modo que la comunicación permite validar la identidad personal y pertenencia a un grupo. Wardle y Derakhshan señalan que la identidad y los grupos a los cuales pertenecen las personas impactan en la información que consumen y en la forma cómo le dan sentido. Por ejemplo, se ha encontrado que la identidad política de las personas determina la manera en que juzgan la información .
Si bien esta teoría ha sido poco explorada en las ciencias cognitivas, se puede especular su aplicación al problema de la desinformación. Muy probablemente, muchas personas comparten contenidos, falsos y verdaderos, no tanto con el objetivo de informar a otras personas, sino de señalizar que hacen parte de un grupo, que piensan de una manera particular y que dicha información les genera unas emociones puntuales, ya sea alegría, temor, tristeza, o indignación. Dentro de esta perspectiva, poner en duda información que es ampliamente aceptada por el grupo puede ir en contravía de este ritual y generar asperezas con los demás miembros.
La participación en este ritual comunicacional podría verse exacerbada por otros elementos como las burbujas de filtro. Lamentablemente, la forma como están construidas algunas plataformas digitales parece favorecer el sesgo de confirmación. Las grandes compañías digitales emplean algoritmos que identifican las preferencias de las personas a partir de sus likes, las personalidades a quienes siguen y las anteriores búsquedas que han realizado, para presentarles información personalizada, es decir, que sea consistente con sus intereses y creencias. De modo que cuando las personas navegan o hacen una búsqueda en la web es bastante probable que encuentren información que confirme sus creencias políticas y personales. Este “aislamiento intelectual” debido a los algoritmos que personalizan los resultados de búsqueda recibe el nombre de burbujas de filtro, y tiene la desastrosa consecuencia de hacer creer a las personas que tienen la razón y hacer aun más extremas y sólidas sus posturas, incluso aunque estén fundadas en contenidos de dudosa veracidad.
Pero las personas no solo confirman sus creencias en sus búsquedas en la web, sino también en su grupo de contactos y seguidores. Cuando alguien hace una publicación relacionada con sus posturas políticas, las personas con las cuales interactúa en sus redes sociales, quienes generalmente comparten los mismos puntos de vista, reaccionan de manera positiva y comparten la publicación u otras similares, causando un efecto de cámara de eco en el cual la persona cree que la mayoría comparte su postura y que, por lo tanto, puede sentirse mucho más segura de ella.
De esta manera, las personas encuentran siempre un lugar (internet), un grupo (sus contactos) y una sintonía mental (el sesgo de confirmación) para llevar a cabo su ritual comunicacional de manera exitosa. El problema es cuando la información que se comparte es falsa y creerla se convierte en una demostración de identidad y lealtad al grupo.
¿Qué hacer con la desinformación?
La desinformación es una amenaza real para el funcionamiento adecuado de las democracias. Y sus verdaderos peligros van más allá del hecho de que internet y las redes sociales permiten su difusión masiva de una manera fácil, rápida y económica. Los verdaderos peligros de la desinformación parecen radicar en que hay varias estructuras de la mente que hacen a las personas muy proclives a creerla y usarla para construir juicios y tomar decisiones. En este sentido, enfrentar como sociedad el reto de la desinformación requiere al menos dos cosas: por un lado, controlar los sesgos cognitivos que hacen susceptibles a las personas de creer y compartir información falsa; y, por otro lado, entender que lo que está detrás de la desinformación no es solo un problema relacionado con la verdad – el cual puede ser intervenido entrenando a las personas para ser mejores evaluadores de la información – puesto que las identidades, el reconocimiento como parte de un cierto grupo y la motivación a mostrarse ante los demás como un miembro leal podría motivar mucho más que el querer buscar la verdad a la hora de evaluar contenidos y noticias. Así pues, el deber de la ciudadanía con la democracia no se limita a salir a votar el próximo 29 de mayo, sino que exige además un manejo responsable y crítico de la información, incluso aunque esta no sea la que más guste o aunque no favorezca al candidato de preferencia.