Como lo planteó recientemente Francisco Gutiérrez, el retorno de las discusiones redistributivas sobre la tierra no es solo deseable, sino necesario para consolidar la paz y garantizar una vida digna al campesinado, a los pueblos indígenas y afrocolombianos. En Colombia, la disputa por la tierra ha estado en el corazón del conflicto social y armado. Durante el siglo XX, cada vez que las élites moderadas del centro del país intentaron una reforma agraria con rasgos redistributivos, las élites locales se alinearon efectivamente para cooptar las instituciones encargadas de implementar esas promesas de cambio e, incluso, revertir a sangre y fuego los logros que, de facto, los movimientos sociales habían alcanzado para reajustar el balance de poder y riqueza en la ruralidad colombiana. Uno de los legados del fracaso de la reforma agraria es la alta concentración de la tierra. De acuerdo con la Unidad de Planificación Rural Agropecuaria (Upra), el Gini de tierras alcanza el 0,86, lo que representa casi la desigualdad absoluta. Según la Encuesta Nacional de Calidad de Vida, en 2011 solo el 36,4% de los hogares del campo tenían tierra y, en 2017, el 10% de quienes más tierra tienen ocupan 7 veces más área de la que tendrían en un escenario de absoluta igualdad.
En el país, las tierras públicas (o baldíos) se han convertido en el insumo principal de la reforma agraria. Mientras otros países latinoamericanos como México o Bolivia adoptaron reformas dirigidas a desconcentrar la tierra poseída por pocas manos y entregarla al campesinado, Colombia paulatinamente ha abandonado la vía redistributiva y, en su lugar, ha privilegiado la entrega de tierras que carecen de propietario particular para promover una mayor participación del campesinado en la propiedad rural. Hoy, la Corte Constitucional está a punto de tomar una decisión trascendental sobre los baldíos que definirá, en buena medida, la disponibilidad de esas tierras públicas para la reforma agraria a favor del campesinado. El caso reúne varias tutelas contra procesos judiciales llamados prescripción de dominio, a través de las cuales se privatizaron baldíos a particulares, a pesar de que esa tarea le corresponde a la autoridad agraria (antes el Incoder y hoy la Agencia Nacional de Tierras). Es esta entidad la encargada de constatar que las tierras públicas quedan en manos de sus legítimos destinatarios, esto es, el campesino, el indígena o afrocolombiano empobrecido. Como lo constató la misma Corte en 2014 (T-488), particulares han obtenido tierras públicas a través de jueces civiles y, en varias ocasiones, por fuera de los lineamientos de la reforma agraria.
El meollo de la discusión
La reforma agraria asigna a la Agencia Nacional de Tierras (ANT) la tarea de administrar y entregar los baldíos a quienes no tienen tierra. Para ello, los particulares deben presentar una solicitud a la ANT de adjudicación de tierras, la cual es analizada por la autoridad agraria para verificar que la tierra sea un baldío y que su extensión respete los límites de la Unidad Agrícola Familiar (la cantidad de tierra que una familia campesina necesita para subsistir), y que el peticionario no tenga otra propiedad rural y sus ingresos sean bajos. Sin embargo, los jueces civiles han utilizado la prescripción para entregar baldíos a particulares por fuera de la ruta creada por la reforma agraria y contra la prohibición de conceder la propiedad sobre baldíos por medio de esos procesos judiciales. El centro del debate gira en torno a los canales con que cuentan los particulares para adquirir la propiedad sobre tierras públicas.
Desde finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, la legislación es clara en prohibir que los baldíos sean entregados a particulares a través de procesos de prescripción (en especial, los artículos 3 de la Ley 48 de 1882, 61 de la Ley 110 de 1912 y 63, 102 y 150-18 de la Constitución del 91, y el Código General del Proceso). Contrariamente a lo sostenido por algunos analistas, la Ley 160 de 1994 no es la primera norma que estableció la imprescriptibilidad de los baldíos. Esa regla tiene claro sustento constitucional y ha estado en el ordenamiento jurídico colombiano desde finales del siglo XIX. En ninguna circunstancia, los jueces civiles pueden conceder las tierras públicas en procesos de prescripción y esas sentencias no tienen efectos ante la Agencia Nacional de Tierras para probar la propiedad. Así lo ha reconocido la Corte Constitucional, en especial, en un caso de 1995 (C-595).
Ahora bien, ¿cómo sabemos si un predio es baldío? La actual ley de reforma agraria establece que una tierra salió del dominio del Estado cuando fue adjudicada por la autoridad agraria o cuando tiene títulos que comprueban la propiedad desde el 5 de agosto de 1974 (artículo 48 de la ley 160 de 1994). Las tierras que no cumplan esas condiciones son consideradas baldías y solo pueden salir del dominio estatal a través de la adjudicación que haga la autoridad agraria. Esa regla no es nueva, sino que proviene de la reforma agraria de 1936 (artículo 3 de la ley 200).
Si las reglas son tan precisas, ¿por qué hay controversia sobre la posibilidad de adquirir baldíos a través de la prescripción? La discusión parece sustentarse en una lectura errada de la reforma agraria de 1936. Esa reforma buscaba resolver los conflictos entre “la ley del machete y el papel sellado”, esto es, las disputas entre terratenientes que contaban con títulos (muchas veces dudosos) para probar la propiedad rural y los colonos que habían explotado por años tierras que consideraban públicas ante la falta de títulos claros y resistían a ser desalojados por los terratenientes. Para solucionar esos conflictos, la reforma de 1936 fijó las reglas para probar la propiedad (artículo 3) y creó una garantía a favor de los colonos para resistir a los desalojos (artículo 1). Dicha protección presume que una tierra no es baldía si es explotada económicamente por particulares, lo cual ha permitido que los colonos continúen viviendo en las tierras que trabajan aún si no cuentan con títulos. Con todo, esa presunción no es definitiva y puede ser controvertida con pruebas que determinen claramente la propiedad rural (así se establecía de manera expresa en el Decreto 59 de 1938, artículo 1).
Una lectura errada de esa presunción ha llevado a concluir que la explotación económica permite comprobar la propiedad de la tierra y no es necesario contar con títulos. Ese entendimiento desconoce las reglas para probar la propiedad y extiende una garantía prevista para proteger a colonos frente a desalojos a otros escenarios que beneficiarían en no pocos casos a terratenientes con títulos dudosos.
La dimensión del problema
Un estudio que realizamos en la Universidad Nacional de Colombia y Dejusticia investiga las dimensiones de este fenómeno desde 1991 hasta 2018, a partir de bases de datos entregadas por la Superintendencia de Notariado y Registro y la Upra a la Corte Constitucional, en el seguimiento del caso de 2014. Como lo hemos indicado antes en este portal, los datos sugieren que, en algunas circunstancias, la prescripción de baldíos ha facilitado la concentración de la tierra en manos de particulares en lugar de promover la propiedad rural a favor del campesinado.
Nuestro análisis evidencia que la entrega de baldíos por parte de jueces civiles ha ocurrido en 29 departamentos y 672 municipios. A pesar de la dispersión, algunos lugares concentran la mayoría de casos. Tan solo 5 departamentos concentran el 67,9% de los casos: Córdoba ocupa el primer lugar con el 27,9% de los predios, seguido por Boyacá con el 20,35%; Tolima con el 8,8%; Nariño con el 5,62%; y Cauca con el 5,04%.
Gráfico 1. Número de casos y extensión del fenómeno (1991-2018)