Cali confinada entre el racismo y la injusticia social

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Columna escrita en colaboración con Lizeth Sinisterra1.
“La sucursal del cielo” como se conoce a Cali, es una ciudad dividida social y racialmente. Cali es la segunda ciudad en América Latina con mayor cantidad de población negra o afrodescendiente, después de Salvador de Bahía en Brasil. El 70 por ciento de la población afrodescendiente de Cali se concentra en el Oriente de la ciudad, especialmente en el Distrito de Aguablanca.
El Distrito de Aguablanca, lo constituyen las comunas 13, 14, 15, 16 y 21, y, actualmente, muchos de los contagios por covid-19 están focalizados en algunas de estas comunas ¿Cómo ha afectado la pandemia este territorio y a su población? ¿Cuáles son las narrativas sobre el Distrito que se han construido durante el confinamiento?
Lo que queremos mostrar en este artículo, es que una vez más, situaciones excepcionales como la pandemia y el confinamiento, demuestran el racismo que siempre ha estado presente en esta ciudad. Aquí el derecho a la ciudad es negado a una población afrodescendiente, no solo en términos del acceso a los recursos colectivos y servicios básicos que las urbes producen, sino también en su expresión más fundamental: el derecho a la vida y a la dignidad.
Distrito de Aguablanca: el continuum de la injusticia social y las violencias
El distrito, desafortunadamente, emerge como un lugar donde converge una injusticia social, espacial y racial del resto de la ciudad; aquí se concentran unas violencias múltiples y sistemáticas que no solo conllevan a la muerte física, sino que también propicia una “muerte social”, a través del empobrecimiento, la segregación espacial, la exclusión y la marginalización social, política y económica que están inscritos en las y los habitantes de este territorio.
En este lugar, la población vive en condiciones precarizadas y adversas: Las comunas 13, 14, 15 y 16 de la ciudad, concentran indicadores de pobreza extrema como lo vemos en el mapa 1, el trabajo informal es una posibilidad de empleo para más del 60 por ciento de la población, y la tasa de mortalidad infantil y materna inciden de manera preferencial sobre la población de este lugar (Plan de Desarrollo Municipal de Cali, 2011-2012; Análisis de Situación Integrado de Salud, 2017). Según el Dane, la tasa de desempleo juvenil en 2017 fue de 15,9 por ciento (Instituto Nacional de Contadores Públicos, 2017), mientras que en Cali fue del 19,4 por ciento.
Mapa 1. Fuente Alves y Vergara, Necropolítica espacial en Cali. 2014. Universidad Icesi.
Con respecto a la distribución de la población en edad de trabajar (PET) en las cinco zonas de Cali, en la Gráfica 1 se observa que en general el Distrito de Aguablanca concentra el mayor número de inactivos (31,39 por ciento) y desocupados (30,75 por ciento) En comparación con las otras zonas.
Respecto a la calidad del empleo, en las cinco zonas de Cali se evidencia en la Gráfica 2 que los empleos de baja calidad se concentran en el nororiente (25,29 por ciento) y en el Distrito de Aguablanca (23,36 por ciento), mientras que los empleos de buena calidad corresponden a personas que viven en el sur (50,6 por ciento) y noroccidente (23,96 por ciento). Esta situación nos permite comprender el grado de discriminación laboral que ha enfrentado históricamente la población que habita este lugar; en la cual un gran porcentaje son mano de obra precarizada y deben enfrentar condiciones laborales no dignas.
Gráfica 1. Fuente: José Santiago Arroyo Mina, et al., (2016).
A ello hay que sumar que la mayoría de la población afrodescendiente que habita este territorio, son en su gran mayoría habitantes que llegaron huyendo de la violencia y el destierro de la región del Pacífico colombiano. A la combinación explosiva de distintas formas de violencias (económica y simbólica) se suma la violencia homicida juvenil que se focaliza también en las comunas 13, 14, 15 y 16 como se ve en el mapa 2. De esta manera, el Distrito ha sido el foco de la injusticia espacial, de la marginalidad y de la muerte en la ciudad de Cali.
Mapa 2. Concentración de homicidios en Cali. Fuente: Juan Guillermo Albarracín y Juan Pablo Milanese, 2020.
Como muchos sabemos, hace ya varios años Cali ha sido definida como una de las ciudades más violentas de Latinoamérica, e incluso del mundo, debido a la alta tasa de homicidios por cada cien mil habitantes que registra anualmente. Para 2019 su tasa fue de 45,1, la cual a pesar de ser la más baja en los últimos 35 años, continua siendo significativamente alta si se compara con el promedio colombiano el cual es de 25 y el regional suramericano que está en 24,2.
Una de las explicaciones para entender las altas cifras de violencia, se relaciona con la presencia de grupos organizados que tienen un especial interés en el control de zonas periféricas (como el Distrito) debido a las posibilidades que representan en rentas de extorsión, microtráfico, y contrabando de otras mercancías. Dada la proximidad que tiene Cali con regiones como el Pacífico o el Norte del Cauca, que se han constituido en importantes lugares para la realización de actividades ligadas al narcotráfico, se puede entender la expresión de la violencia en tanto su conexión territorial.
Esta situación nos lleva a plantear, que la diversidad en las formas de relación con la violencia, están relacionados con patrones históricos de racismo, desigualdad, marginalidad y segregación y, también por la manera en que se configura el orden social a nivel local y regional.
Ahora con la llegada del covid-19 a Cali, y en particular al distrito, ya se empieza a sentir la desolación, la angustia y el hambre entre sus habitantes, aumentando la vulnerabilidad preexistente de las y los pobladores de este territorio. La pandemia ha afectado negativamente a una mayoría de personas en la ciudad, ya que es dificil contener o poner en cuarentena una población que, debido a la precariedad de sus ingresos, y al no contar con empleo formal necesita salir a trabajar y rebuscar su día a día para sobrevivir.
Por otro lado, la alta presencia de población afrodescendiente que habita este sector, ha servido para crear un discurso que asocia raza y pobreza como factores explicativos de la violencia y la enfermedad en la ciudad, estigmatizando a sus habitantes y que suelen patologizar sus territorios como espacios de delincuencia.
Vale la pena decir que esta población racializada está sometida a condiciones de vida que reproduce su vulnerabilidad y que les niega el derecho a la ciudad y a tener una vida digna. No es gratuito entonces, que en las comunas de mayor vulnerabilidad como lo son la 13, 14, 15 y 16 es donde se concentran los indicadores de pobreza de la ciudad, y donde se están presentando el mayor número de contagios como lo muestra el mapa 3. De acuerdo al último boletin emitido por la alcaldía de Cali, para el 22 de junio, se dieron 5631 casos confirmados en Cali, con un alto porcentaje de ellos concentrados tanto en contagio como en muertes, en las comunas 11, 12, 14, 15.
Así entonces podemos plantear que existe una relación entre la precariedad económica, la imposibilidad de acceder a una salud digna, o a servicios básicos como agua potable, y no solamente a situaciones que tienen que ver con la “indisciplina social”, como razones para entender porque los contagios sobre covid-19 están focalizados en ciertos lugares de la ciudad. Así que además de enfrentar la pobreza, la exclusión social y la violencia homicida, las y los habitantes del distrito deben enfrentar la pandemia, las dinámicas de un confinamiento en condiciones de vulnerabilidad preexistentes, además de una terrible estigmatización por otros sectores de la ciudad.
Mapa 3. Distribución de muertes y contagios por comunas, Cali. Boletín 105, Junio 22 de 2020, Alcaldía de Cali
Como vemos el mapa 3, son esas comunas las que estan poniendo el mayor número de muertes por homicidio, y ahora estan aportando el mayor número de contagios y muertes asociadas al covid-19. Entonces tres situaciones emergen aquí cuando hacemos evidente la relación entre vulnerabilidad, violencias, contagios y racialización: la primera es que la violencia homicida afecta principalmente a jóvenes afrodescendientes.
Sin embargo, este parece no ser un problema exclusivo de nuestro contexto, ya que, la violencia juvenil es considerada un problema de salud pública según la OMS: “cada año se cometen en todo el mundo 200.000 homicidios entre jóvenes de 10 a 29 años, lo que supone un 43 por ciento del total mundial anual de homicidios”, y en países como Brasil y Estados Unidos, sabemos que la esperanza de vida de jóvenes negros o afrodescendientes, es mucho menor, cuando se compara con la población blanca. Una muerte también asociada a la violencia y represión policial.
La segunda situación que comienza a evidenciarse es que al igual que en países como Brasil y Estados Unidos, tanto la violencia homicida como las muertes por coronavirus están afectando mucho más a la población afrodescendiente, lo cual evidencia un patrón de desigualdad estructural y racismo que asocia la vulnerabilidad con la no posibilidad de acceso a condiciones básicas (salud, acceso a agua potable, atención médica) como al derecho a la vida. Esto nos muestra una preocupante incertidumbre sobre la esperanza de vida de los y las habitantes del distrito, sobretodo de jóvenes afrodescendientes, y de todo lo que puede significar las proyecciones asociadas a su reproducción social.
Finalmente, la tercera situación que se deriva de las cifras anteriores, es que estos indicadores (homicidios, aumento de contagios) terminan por justificar cierta estigmatización y señalamiento ante la población joven, reforzando así discursos de polarización, racismo, clasismo y exclusión.
Es importante resaltar que, como dice el antropólogo brasileño Jaime Alves, aunque “raza” no aparezca explicita en los discursos de violencia y ahora de la pandemia, el lenguaje de “clase” y “pobreza” tiene todo que ver con raza en una sociedad donde las zonas de pobreza son predominantemente territorios negros”. Esto pone en evidencia que las violencias, la vulnerabilidad y el confinamiento que se vive en ciertas comunas de la ciudad, son una demostración de la exclusión y racismo estructural que se sigue viviendo en nuestra ciudad y en nuestra sociedad.
Cali: Seguimos sin superar el racismo y el clasismo
Hoy, a 3 meses del confinamiento, la población del distrito, y sobre todo las y los jóvenes afrodescendientes siguen siendo objeto de señalamientos constantes en redes sociales. Como ya se expresado antes, una parte de la ciudadanía caleña expone que los que viven en el distrito “son el virus andante”, “que se debe militarizar esta parte de la ciudad”, que la gente que viene del Pacífico es una “población ignorante e incomprensible”, además que “se debe separar el Distrito de Aguablanca de Cali”, sumado a que se empieza a sentir ese pánico colectivo, el miedo al otro, al diferente, que revive lo sucedido en la marcha del 21N. Hemos hecho una selección de twitters que muestran ese discurso de estigmatización y odio hacia la población del distrito, para evidenciar el discurso racista, xenófobo y clasista que se refuerza hacia las y los habitantes de este territorio.
Si bien, hay que hacer un llamado de atención sobre las aglomeraciones y evitar encuentros colectivos, como son fiestas, no debemos acusar al distrito únicamente de una “indisciplina social” en tiempos de pandemia. Quizá lo que no se comprende es que las prácticas de esparcimiento en este lugar, son menos individuales, más comunitarias, y es muy dificil hacerlo virtual dada la precariedad. Al igual que el distrito, en varios barrios de la ciudad, como en la zona Sur, se generan este tipo de dinámicas de realización de fiestas, pero la narrativa que se circula frente a la población que habita allí, difiere. Pero ante este escenario de reproducción del racismo, los mensajes de odio abundan las redes sociales.
Frente a estas acciones, muchos ciudadanos tratan de justificar el uso de discursos de odio social hacia las personas del distrito, que además muestran el racismo que sigue existiendo en la ciudad. Como lo mencionamos antes, lo que parece que la mayoría de la ciudadanía caleña no comprende es que el distrito está inmerso en una violencia y racismo estructural, en el cual la población no puede gozar en su mayoría del “teletrabajo” o “trabajo en casa”, porque muchos de los que habitan este territorio, son en su mayoría trabajadores informales u operarios, vendedores ambulantes, albañiles, corteros de caña; también muchas mujeres negras o afrodescendientes del distrito son empleadas domésticas, quienes muchas han sido retiradas de sus empleos sin garantías, aumentando su precarización.
Entonces como ya se ha dicho antes, poder cumplir el confinamiento con responsabilidad y disciplina también tiene que ver con los privilegios que muchas personas tienen en la ciudad y que evidencian, por un lado, la vulnerabilidad preexistente de los y las habitantes del distrito y por otro lado, la profunda ruptura, donde raza y clase son marcadores para expresar el profundo conflicto que vivimos en nuestra ciudad.
Para el caso de Colombia, vemos que la condición étnico-racial es fundamental para definir las experiencias de vida de muchos jóvenes afectados por el conflicto armado y la violencia en las ciudades. Tanto porque el ser negro está asociado a la continuidad de afrontar un patrón histórico de desigualdad debido al despojo continuo (Urrea y Barbary, 2005), y porque también se relaciona con las experiencias de violencia que se viven en muchos territorios. Y en el caso de la pandemia en Cali, veremos que la población negra y jóven de la ciudad es la que sigue siendo estigmatizada, adjundicandole ese lugar de enemigo dentro de la propia ciudad. Una narrativa de poder que busca desde el miedo y las violencias, establecer un enemigo que se debe eliminar.
Pandemia y Seguridad
Finalmente, una situación que queremos resaltar aquí es la solictud de políticas de mano dura por parte de algunos sectores de la ciudadanía para lograr cumplir el confinamiento. En varios de los twitters que retomamos, se pide al alcalde militarizar territorios, aumentar el pie de fuerza, incluso apelar a la utilización del Esmad, para controlar fiestas y espacios de encuentro social, como sucedió el pasado 21 de Junio en la colonia nariñense, un barrio ubicado en el oriente de la ciudad.
De esta forma, estos imaginarios además de reproducir los estigmas y odios hacia los otros, legitiman el “diseñar y disponer justificadamente de acciones, leyes, instituciones, presupuestos y mecanismos de emergencia para acabar, evitar, detener, contener o controlar a dicho peligro” (Treviño, 2016, p. 261), resultando usualmente en situaciones de militarización en estos territorios, que pueden terminar por generar mayor violencia. El uso tanto de las fuerzas militares, como de la policia, nos muestra la apuesta que han tenido muchos gobiernos locales, por utilizar mecanismos y políticas de seguridad para tratar de resolver situaciones problemáticas que tienen que ver con la pandemia, es decir, se ha hecho una apuesta por securitizar una pandemia racializada.
La securitización puede entenderse como lo ha dicho Jenny Hyndman, como “un proyecto político y cultural de hipervigilancia y exclusión de poblaciones, espacios particulares y formas de ciudadanía, usualmente basado en la militarización y la movilización del miedo”.
Un proyecto de estas características hace que el miedo (generado en gran medida por las olas de violencia producto de las disputas por el territorio y los mecanismos de control entre actores armados legales e ilegales), se convierta en un recurso político, a través del cual se puede explotar las continuas sensaciones de amenaza y vulnerabilidad, para justificar mecanismos de control social y medidas de seguridad extraordinarias bajo la premisa de proteger a la población.
Siguiendo la lógica del argumento de Hyndman, las amenazas generan miedo, el cual a su vez produce la voluntad política para el consentimiento de prácticas y políticas basadas en la seguridad y la violencia. Dentro de tales medidas, sobresale la exclusión violenta del territorio que sufren las personas que pueden ser vistas como amenazas (bien sea por pertenencia a pandillas o su colaboración con algunos actores) o como amenazadas (por los embates del narcotráfico, condiciones de miseria, ahora condiciones de enfermedad etc.).
Entonces es común, frente a la amenaza, en este caso de una enfermedad, la respuesta por un lado sea contener a través de la fuerza y la violencia, antes de privilegiar con mayor fuerza enfoques relacionados a la prevención, brindar garantías para el autocuidado y evitar situaciones de riesgo.
Por otro lado, vemos que otra consecuencia predecible ha sido continuar con un discurso de estigmatización tanto de exclusión, hacia el territorio del distrito, como de sus habitantes (las y los jóvenes afrodescendientes). No obstante, a pesar de este panorama, aun emergen organizaciones y grupos que establecen redes de apoyo y solidaridad para aliviar esta situación en algunos hogares.
Se empiezan también con dificultad a fortalecer redes solidarias que siempre han estado en el distrito, porque al final sabemos que, si entre nosotros no nos ayudamos, difícilmente los que pertenecen al otro lado de la ciudad y más la institucionalidad logren hacerlo.
Finalmente, queremos dejar algunas preguntas abiertas alrededor de las discusiones que se han generado con la pandemia en Cali: ¿Qué acciones debemos emprender para garantizar la justicia social, espacial y racial a tantos habitantes de nuestra ciudad? ¿Cómo garantizar un futuro con derecho y condiciones de vida digna a las y los jovenes que son el futuro de nuestra sociedad? ¿Cómo lograr que la única respuesta a problemas sociales, que ahora nos trae la pandemia no sea solo a través de la reproducción de un discurso de “seguridad”? ¿Cómo lograr un cambio en el paradigma de seguridad; una seguridad que reconozca las vulnerabilidades de la condición étnica, el género y la case, y que se encamine por la búsqueda de bienestar social, ¿más que de un enfoque puramente policial?
1Ceaf - Estudios Sociales - U. Icesi
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