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Acaso esta escritura sea, también, un intento por acortar esas distancias que nos separan de una sociedad más equitativa para todas las personas.

El pasado 24 de marzo se cumplieron 45 años del golpe militar que puso al general Rafael Videla en la presidencia de Argentina. Se estima que aquella dictadura cívico-militar dejó cerca de 30 mil personas desaparecidas en ese país. En medio de aquel contexto, las madres de estas personas a las que el Estado argentino torturaba, asesinaba y desaparecía representaron una de las resistencias más grandes al silencio, al terror y a la inmovilidad que la dictadura quería instaurar.

Muchas mujeres salieron de sus hogares, aquel espacio en el que las convenciones sociales dominantes han pretendido confinarlas, y se tomaron la Plaza de Mayo en Buenos Aires para exigir respuestas a la Junta Militar sobre el paradero de sus seres queridos. Desde entonces son conocidas como las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, y su lucha es –porque aún hoy siguen buscando y encontrando a personas desaparecidas– un ejemplo de movilización, resistencia, dignidad y capacidad de incidencia. 

Aquellas mujeres transgredieron los límites del espacio doméstico y colectivizaron sus problemas para tejer redes de solidaridad y poner sus denuncias en el centro del escenario público. La presencia e insistencia de sus voces en ese lugar, del que históricamente las mujeres hemos sido relegadas y marginadas, hizo posible que muchas de las atrocidades de aquella dictadura no pasaran al olvido y que, en muchos casos, fueran reconocidas en procesos judiciales contra militares y civiles. 

Las acciones colectivas de las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo revelan algo de lo que las mujeres podemos lograr cuando accedemos a los espacios que tradicionalmente no hemos ocupado: transformar radicalmente la realidad y abrir nuevos horizontes; y pronunciar una nueva palabra cuando parecía que todo ya estaba dicho. Y es precisamente allí, en la apertura de esa posibilidad de que cada vez más mujeres ocupemos posiciones y roles a los que generalmente los hombres han tenido mayor acceso, donde parecen abrirse nuevos caminos para la construcción de realidades más diversas, incluyentes, justas y menos desiguales. 

La pandemia por el covid ha conmovido las bases en las que se sostenía nuestra cultura, nuestra economía y nuestra sociedad en general. Si las crisis son puntos de inflexión que nos obligan a cambiar el rumbo, quizá la reconstrucción de lo que será nuestra sociedad luego de este virus deba empezar por reconocer que sin la superación de la desigualdad de género en los distintos ámbitos de nuestras vidas no será posible avanzar hacia transformaciones reales y duraderas capaces de humanizar nuestras realidades.

Sin embargo, lejos de estas expectativas, la pandemia parece solo haber acrecentado, al menos en Colombia, las brechas de género que ponen en relación de desigualdad a hombres y mujeres. Solo por traer un ejemplo, según el Dane, desde que empezó la pandemia, muchas mujeres tuvieron que abandonar sus trabajos remunerados para dedicarse a trabajos domésticos no pagos. Eso explica que, aunque las mujeres representamos el 51 por ciento de la población en edad para trabajar, solo somos el 39,3 por ciento de las personas ocupadas. Y también eso explica que en el país, para enero de este año, la tasa de desempleo en mujeres sea del 22,7 por ciento, mientras que en hombres es del 13,4 por ciento. Todo esto sin mencionar que el confinamiento ha terminado de demostrar –si es que hacía falta– que ni siquiera el hogar es un espacio seguro para nosotras: ¡allí también somos víctimas de violencia!

En buena medida, estas realidades desiguales y violentas se sostienen y justifican a partir de los prejuicios y estereotipos que, con base a nuestro género, nos ridiculizan, minimizan o nos representan como personas incompetentes para asumir ciertas posiciones dentro de la sociedad. Cada una de esas expresiones tiene efectos concretos en la realidad y hacen que se nos cierren muchas puertas. Está demostrado, por ejemplo, que las mujeres que somos directoras ejecutivas (CEO) tenemos muchas más dificultades que los hombres en nuestros mismos cargos para conseguir financiación. Como directora ejecutiva y fundadora de Movilizatorio, un laboratorio de participación ciudadana e innovación social cuyo campo de acción está atravesado de forma transversal por temas como el emprendimiento social, la tecnología y la incidencia en asuntos públicos, lo he vivido en carne propia. 

Para mí y las otras dos socias de Movilizatorio –Mariana Díaz Kraus y Lina Torres–, así como para cada una de las mujeres que hacen parte de los equipos de trabajo de la organización (casi el 70 por ciento de nuestro equipo de trabajo está conformado por mujeres), no ha sido sencillo abrirnos espacio y darles visibilidad a nuestras voces en espacios que son generalmente dominados por hombres: han sido necesarios años de trabajo y consecución de grandes logros para conseguirlo. Según la Asociación Colombiana de Emprendedores, por ejemplo, solo 3 de cada 10 emprendimientos son fundados por mujeres. Y de acuerdo a los datos del Observatorio Colombiano de Ciencia y Tecnología, en las carreras de ciencia, tecnología, matemáticas e ingeniería, solo el 20 por ciento de quienes ejercen la docencia son mujeres. En medio de este panorama, hemos tenidos que desafiar muchos prejuicios y mantenernos en nuestra convicción de que desde cada uno de nuestros lugares –que sin duda están condicionados, entre muchos otros factores, por nuestro género– podemos aportar a la construcción de una sociedad capaz de dialogar, soñar, crear y caminar hacia realidades menos desiguales.

Estas son algunas de las lecciones que podemos tomar de experiencias como las de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Su empoderamiento y capacidad de estar juntas les permitió vencer el miedo y movilizarse por la defensa de sus derechos. Son testimonio vivo de que cuando trabajamos de forma colectiva somos capaces de transformar realidades injustas. Con la inspiración que ofrecen historias como la de estas mujeres, por ejemplo, fue posible que naciera una organización como Movilizatorio: un espacio desde el que hemos pretendido empoderar y crear redes de movilización en las que las mujeres sean verdaderas agentes de cambio y ocupen posiciones de liderazgo. 

Sin duda, desde nuestro lugar como mujeres, que históricamente la mayoría de nosotras hemos vivido la experiencia de la marginación, el aislamiento y el silenciamiento, podemos ser más sensibles y conscientes sobre la importancia de colectivizar, articular y tejer comunidad para alcanzar las transformaciones que nuestras realidades necesitan.

Quizá, precisamente, la ausencia de nuestras miradas, voces, saberes y sentires en la construcción de lo común es lo que ha hecho que muchos problemas estructurales de nuestras sociedades no hayan podido ser resueltos. Por eso, desde cada una de nuestras luchas por distintas causas sociales, no se puede perder de vista la necesidad de seguir abriendo y democratizando esos espacios de los que las mujeres hemos sido excluidas. Tenemos el compromiso de tender puentes y abrir caminos que, al ser andados, puedan reducir las brechas de género que producen desigualdades en todos los ámbitos de nuestras vidas. Solo así podremos, como sociedad, avanzar hacia otras realidades posibles. Acaso esta escritura sea, también, un intento por acortar esas distancias que nos separan de una sociedad más equitativa para todas las personas.

Es la fundadora y directora ejecutiva de Movilizatorio. Estudió economía en la Universidad de los Andes, una maestría en relaciones internacionales de la Universidad de Barcelona y una maestría en administración pública en la Universidad de Harvard. Sus áreas de interés son la innovación social,...