Hace un par de meses, me enteré de que una comunidad rural a la que conozco muy bien está por primera vez prácticamente confinada. Las disidencias se “instalaron” en la comunidad, ocupan casas, la escuela, controlan negocios, transporte, vigilan quién entra y quién sale. Controlan el territorio.
El control territorial no es a punta de bala

María Alejandra Vélez, directora del CESED, UniAndes.
Hablando desde otro planeta le dije a uno de sus líderes que teníamos que llamar a la Fuerza Pública, al Ejército, alertarlo sobre la situación, exigir su intervención. El líder me contestó que eso no era viable, que a la comunidad le daba mucho miedo su llegada, su presencia. En mi ingenuidad, insistí. El líder se mantuvo. “Eso empeora las cosas, sobre todo si su presencia no es permanente”, me explicó.
¿Cómo retomar esta conversación después de lo ocurrido en Putumayo? Las investigaciones deben seguir su curso, pero lo reportado hasta hoy ya genera suficiente temor y el fantasma del falso positivo siempre nos ronda. Ese pecado cometido por el Estado nunca se olvida y, lo peor, sigue repitiéndose. ¿Cómo retomar el control de los territorios cuando la Fuerza Pública carece de legitimidad y credibilidad? El monopolio de la fuerza en Colombia parece una utopía.
El Acuerdo de Paz implementado a medias nos devolvió al pasado. Los espacios antes ocupados por las Farc, quienes también ejercían control territorial, ahora fueron retomados por otros grupos con el único objetivo de controlar las rentas de los mercados ilegales. En estas nuevas disputas ya casi nada se respeta. Los líderes comunitarios están en la mira.
Lo cierto es que, mientras que la cocaína sea ilegal, un acuerdo de paz completo también será una utopía. Siempre tendremos disidentes que prefieran la promesa del casi único negocio que funciona en la selva. Se reconfigura la presencia de nuevos grupos en el territorio una y otra vez.
Mientras el mundo reconoce la tragedia de la guerra contra las drogas, mientras el Estado llega en serio a esos territorios, lo cierto es que la población civil “convive” con el grupo armado de turno. ¿Cuál es la sorpresa? Los grupos armados establecen lo que Ana Arjona llama “órdenes locales”, los cuales, en algunos casos, implican regular la vida cotidiana, privada y comunitaria. Eso, en la mayoría de los casos, no implica apoyo ni simpatía; solo que unos hombres armados controlan ese territorio y la vida continua con su presencia: los niños van a la escuela mientras los observan, ellos saben quién entra y quién sale, las reuniones comunitarias y las actividades productivas continúan. Cuando esa presencia lleva meses, años, el reclutamiento forzado es cotidiano y al mismo tiempo los niños y jóvenes también los consideran como otra actividad posible. Ser plomero o electricista, ser técnico en sistemas o pintor, ser bachiller o soñar con la universidad no es una opción.
Lo que parece no entender el ministro de Defensa de turno, el comandante de turno, el comentarista de twitter de turno es que vivir en la misma vereda del grupo armado de turno NO convierte a los niños, jóvenes, mujeres y hombres de la comunidad en combatientes, en colaboradores, ni siquiera en simpatizantes. Y que a ellos -sí, a ellos, que viven al lado del grupo armado- el Ejército también los tiene que proteger, incluso si son cocaleros. Es más, el Estado está en deuda con ellos porque los dejó a su suerte, los dejó a merced de cualquier grupo que decida que ese territorio, ese corredor está bueno para el negocio de turno.
Es hora ya de diferenciar, las organizaciones campesinas, cocaleras, de los otros eslabones de la cadena. No es lo mismo el cultivador de coca, campesino, que el comandante del grupo armado que compra la pasta base en la vereda para venderla al intermediario. Para comenzar, el cultivador campesino NO está armado.
Increíble que la polarización del país no dé para tener una lectura un poco más compleja y completa de lo que pasa en los territorios donde el Estado no ha llegado como corresponde. Increíble que no hayamos entendido que estigmatizar a comunidades y líderes sociales no produce sino dolor. Increíble que no hayamos entendido que la Fuerza Pública lo que tiene es que reconstruir confianza en las comunidades excluidas de los servicios del Estado y protegerlas.
Las afectaciones contra la Fuerza Pública se han reducido desde la firma del Acuerdo de Paz, llegando a los niveles más bajos en las últimas dos décadas. Esta es una oportunidad para que la Fuerza Pública se vuelque a proteger a las comunidades y a sus líderes; es una oportunidad para tener un rol distinto en la política de drogas. Pero será una oportunidad perdida si no se asume en el corto plazo. Hechos fatales como los que denuncian en Putumayo, declaraciones como las que hemos tenido que oír en estos días, no construyen legitimidad; solo abonan el camino para la desconfianza.
Necesitamos un giro en la forma de hacer presencia en el territorio. El control territorial no se logra con balas indiscriminadas. Parece obvio, pero igual toca repetirlo: el fin no justifica los medios.
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