Por primera vez concurre ante un tribunal en Colombia la cúpula de un grupo insurgente para rendir cuentas por las atrocidades cometidas durante la guerra y lo hacen cara a cara con las víctimas de secuestro (personas civiles y miembros de la Fuerza Pública), que con el poder de la palabra y la mirada interpelan a los victimarios para recalcar la inhumanidad del secuestro, poner en tela de juicio con sus testimonios cualquier proyecto político que base su acción en la violencia y recabar responsabilidades y reparación por este crimen de guerra y por crímenes de lesa humanidad a él asociados.
No es posible abarcar la barbarie transitando sólo por memoriales escritos y archivos judiciales a los que casi nadie puede acceder. La escenificación pública y oral es crucial para comprender los distintos rostros del horror y abordar las verdades que se viven y se atestiguan como experiencia de lo que son capaces de hacer unos seres humanos a otros en nombre de una bandera política y de una ideología. La experiencia del secuestro es de las víctimas, no nuestra, porque los ilesos nos hacemos una idea, pero no la idea de lo que fue padecer el cautiverio o tener a la madre, al padre, al esposo, al hijo, a la hermana en cautiverio.
Durante décadas las víctimas de secuestro fueron acalladas, apabulladas y atemorizadas por las Farc y sentían indignación tanto por los daños que les causaron, como por la ofensa agregada de ver cómo los victimarios aparecían en público, daban entrevistas, emitían leyes desde la selva, escribían diarios y libros diciendo que lo que hacían era correcto y haciendo apología del secuestro, al que llamaban “retención”.
Esa ha sido la lógica de la violencia en esta prolongada guerra civil, tejida de enemistades, antagonismos, odios históricos y de una cultura que considera que el uso de la violencia es válido para obtener fines políticos. Las ideologías violentas (visiones utópicas o visiones autoritarias, revolucionarias o contrarrevolucionarias) han servido para racionalizar la violencia en el nivel de los signos, significados y representaciones y justificar el recurso a las armas para librar batallas políticas y militares.
El mal y los daños están tanto en los actos como en la forma inhumana de valorar esos actos, que los presenta como “buenos” en tanto medio para un fin político en nombre del cual resulta justificada la producción de víctimas como precio a pagar por alcanzar ese fin; en este caso, la revolución y una guerra popular para derrocar la desigualdad social y material e instaurar la justicia perfecta.
La ideología violenta se convierte en anteojos para ver el mundo e interpretar las propias acciones, desactiva las inhibiciones morales frente a la violencia y el sentimiento de culpa y crea la buena conciencia: “el secuestro es un método revolucionario”, “un acto heroico”, “un medio legítimo para arribar al reino de la libertad, la igualdad y el progreso”, se dijeron muchas generaciones de guerrilleros que planificaron, ordenaron y cometieron estos delitos con el tono de voz de una conversación coloquial como parte del giro de las actividades en nombre de ideas y una causa común defendida con las armas. Era posible plagiar a alguien, maltratarlo y matarlo y luego conversar con los compañeros al respecto, liberándose de “la piedad meramente instintiva que todo hombre normal experimenta ante el espectáculo del sufrimiento físico” –para usar palabras de Hannah Arendt–.
Esta guerra tiene entre sus aspectos trágicos la asimetría ética, política y jurídica entre victimarios y víctimas de secuestro, pues unos y otros miran el secuestro y ven cosas distintas: aquellos ven el secuestro como un método de guerra legítimo, una “retención” útil para los propósitos militares y políticos y, por lo tanto, justificada; mientras que las víctimas perciben en él una experiencia extrema de injusticia e inhumanidad, de daño, sufrimiento y cosificación que atenta contra la autonomía personal y la dignidad humana.
El sentido último del modelo de justicia transicional pactado en el Acuerdo Final de Paz entre el Estado y las Farc es poner fin a esas asimetrías mediante una justicia alternativa que tiene como fin la transición a la paz, una justicia especial que permite poner fin por medios incruentos a la guerra, atender el pasado traumático y dar paso a un futuro mejor. Se requiere combinar hábilmente valores como paz y justicia, indulgencia y responsabilidad, aceptando pérdidas y ganancias parciales para librar a los seres humanos y a la sociedad del peor de todos los males, la guerra.
Se puede (y se debe) ceder en materia de castigo, exigiendo en contrapartida el reconocimiento de responsabilidades por crímenes de guerra y de lesa humanidad, la revelación integral de la verdad y la reparación (moral y material) de los daños. El Acuerdo apuesta por un enfoque reparador que se oriente hacia a las víctimas, antes que a darles su merecido a los victimarios.
Por lo tanto, no podría haber ni justicia ni reparación a las víctimas de secuestro si los victimarios, en este caso el viejo Secretariado de las Farc, se mantenían en la defensa de su ideología violenta y en el discurso justificador del secuestro.
En el marco del Caso 01 se habían manifestado las víctimas formulando exigencias sobre la superación de la mencionada asimetría: “las víctimas comparten la exigencia a los comparecientes de que desistan de los discursos justificatorios o exculpatorios que acompañan con frecuencia el reconocimiento de los hechos” (JEP, Auto No. 19 de 2021, párr. 64).
Las intervenciones desgarradoras de las víctimas en las tres audiencias públicas mirando de frente a los miembros del último Secretariado de las extintas Farc y las respuestas y profundizaciones de estos dan cuenta de que han roto con la ideología violenta que los alentó a tomar las armas y a derramar sangre en nombre de un ideal.
Hoy interpretan sus actos presentes y pasados bajo otra gramática moral y jurídica: reconocen el mal perpetrado y llaman crimen de guerra al secuestro, reconocen a sus miles de víctimas, se declaran culpables, sienten vergüenza y asumen la obligación (individual y colectiva) de reparar a las víctimas, ofrecen un lugar a los desaparecidos y a los muertos en cautiverio (de cuyas muertes no se sentían responsables) y se comprometen a trabajar hasta el final de sus días por la no repetición del horror.
En palabras de Rodrigo Londoño Echeverry, último comandante máximo de las Farc: “Venimos ante ustedes a reconocer la ceguera política que tuvimos en el desarrollo del conflicto y la insensibilidad que tuvimos frente a este acto tan cruel", “a asumir nuestra responsabilidad individual y colectiva frente a uno de los más abominables crímenes cometidos por nuestra organización, fruto de una política que desembocó en crímenes de lesa humanidad y en crímenes de guerra…”.
“¿Cómo es posible reivindicar ante la humanidad como un hecho válido el cosificar a una persona, el convertirla en mercancía en función de financiar un proyecto que reivindicaba la dignidad humana, cuando la estábamos cosificando? Y lo más grave aún, generando en su entorno familiar una situación de angustia, incertidumbre que la mayor de las veces llevó a terminar con proyectos de vida, destrucción de capitales, vínculos familiares y de truncar vidas que hubieran podido dar una contribución muy valiosa a la sociedad colombiana”.
Han dado el paso más significativo ante las víctimas presentes y ausentes, ante los magistrados, abogados, observadores, periodistas, ante Colombia y ante la comunidad internacional. Pero este camino es arduo, por la inhumanidad ínsita al secuestro, los niveles de crueldad aplicados por los guerrilleros en una especie de ingenio del mal y las urgentes y clamorosas las demandas de las víctimas.
1) En cuanto a reconocimiento de los hechos por los miembros del Secretariado, es decir, los hechos que las víctimas conocen y que los jefes guerrilleros y subalternos han negado (“no sucedió”), trivializado (“eso no es tan grave; las víctimas exageran”), atribuido a fuerzas ajenas e impersonales (“eso es por la guerra, era inevitable”, como si la guerra tuviese vida propia y no fuera obra de acciones y decisiones de seres humanos) y, por ende, han pretendido que no tienen que responder ni moral, ni jurídicamente.
Por ejemplo, las caminatas largas y extenuantes al límite del aguante humano, la simulación de ejecuciones, los vendajes sobre los ojos y las manos atadas, las amenazas de asesinarlos si no se llegaba a un pronto acuerdo con la familia o con el Gobierno; la vigilancia constante y la falta de intimidad; la negativa a suministrarles medicamentos y alimentación suficiente y adecuada, la falta de lugares adecuados para pasar los días y la falta de higiene, por ejemplo, impedirles bañarse durante días en una región surcada de riachuelos; los hacinamientos, los encierros, silencios y aislamientos impuestos como castigo; la incomunicación con sus familiares y las noticias falsas; los maltratos físicos y verbales; la decisión intencional de negarles que sus familiares estaban haciendo todo lo posible por su liberación o la negativa de dar información a los familiares sobre la muerte de la persona cautiva; la presión psicológica, el acoso y el sufrimiento causado a los familiares.
2) En cuanto a la revelación de la verdad, es decir, los miembros del viejo Secretariado de las Farc deben atender y satisfacer las demandas de las víctimas sobre los hechos que ellas desconocen y que sí conocen guerrilleros de las Farc y sobre los que esperan aportes concretos. Principalmente, acerca de si hubo personas conocidas que participaron en el secuestro entregando información sobre la familia y su patrimonio, haciendo señalamientos, cobrando deudas privadas o por motivos como la envidia, el odio o el deseo de quitarse de por medio a un rival (en el caso del secuestro de líderes sociales, sindicales o políticos). Sobre la suerte y destino final de las personas muertas en cautiverio: si fue por enfermedad, accidente, enfermedad o asesinato; cómo fueron sus últimos días, de qué hablaban, qué decían de su familia y de sus afectos; en qué lugar se hallan sus restos y por qué los guerrilleros se adueñaron del secreto último y guardaron silencio extendiendo de manera ilimitada la angustia y el sufrimiento de sus seres queridos.
Les falta mucho para el reconocimiento de sus responsabilidades por los crímenes de guerra y de lesa humanidad y para la revelación integral de la verdad a las víctimas, evidente en sus reacciones ante las intervenciones de 29 víctimas en las audiencias. Gran parte de estas respuestas no las tienen los máximos jefes porque no eran autores directos, sino los mandos medios y los guerrilleros que estaban en los campamentos y cometían directamente los plagios, vigilaban a los cautivos, decidían a su leal saber y entender el régimen de vida diaria, los vigilaban, los castigaban a discreción y hacían las negociaciones por la liberación, según la división de funciones. De ahí la importancia de las audiencias territoriales que se realizarán en la segunda parte de este año en Medellín, Popayán, Florencia, Villavicencio, Bucaramanga y Valledupar.
Mientras más arriba en la estructura de la organización armada, mayor era el desentendimiento y la displicencia de los superiores sobre el trato que daban los subalternos a las personas secuestradas, a los familiares y personas que ayudaban en las gestiones por la liberación. La cruda verdad es que en las Farc había férreas prohibiciones y castigos que se dirigían sobre todo a reprimir a guerrilleros que incumplían los deberes como combatiente respecto de la organización insurgente, de manera que para las infracciones menores se preveían castigos como construir trincheras, abrir trochas y caminos o cortar y transportar grandes cargas de leña durante meses, mientras que para las infracciones consideradas graves como la deserción, la delación y el derrotismo (“las tres D”), la pena era el fusilamiento, después de un consejo revolucionario de guerra, acorde con el carácter autoritario de ese grupo armado.
Sin embargo, no había previas y estrictas instrucciones, pautas y prohibiciones para proteger a las personas secuestradas, ni sanciones por los abusos, humillaciones, violencias y malos tratos, orientadas al menos a que el secuestro fuera lo menos lesivo posible y no se llegara a los extremos de bestialidad que narraron las víctimas en las audiencias.
La impresión general es que los jefes máximos de las Farc ni siquiera se preguntaron ni percibieron la inhumanidad del secuestro y, en consecuencia, no ejercieron los deberes de instrucción, supervigilancia y sanción que impone el derecho internacional humanitario (convencional y consuetudinario) que incluyen en cuanto a los miembros de las fuerzas armadas que están a sus órdenes: 1) instruir en el acatamiento a los preceptos del derecho internacional humanitario; 2) prevenir las infracciones y, en caso contrario, averiguar y sancionar a los autores, respetando las garantías sobre el debido proceso; 3) todo jefe que tenga conocimiento de que sus subordinados van a cometer o han cometido una infracción debe tomar las medidas necesarias para impedir tales violaciones.
El incumplimiento de estos deberes de derecho internacional humanitario les genera responsabilidad penal como jefes máximos de las Farc por omisión, por los graves crímenes cometidos por sus subordinados a título de toma de rehenes en concurso con asesinato, desaparición forzada, violencia sexual, tratos crueles e inhumanos, esclavitud, entre otros.
Sobre todo, deben tomar consciencia radical de que todas estas atrocidades fueron cometidas, fundamentalmente, por su desatención sobre la gravedad de lo que ocurría en los territorios bajo su control, por no ver y por no querer ver la barbarie del cautiverio, por su desinterés sobre la suerte de las personas secuestradas, por su incapacidad de comprender el mal que ellos mismos habían convertido en práctica rutinaria, organizada y sofisticada.
Esta toma de consciencia es crucial para la plena asunción de responsabilidades por la adopción y ejecución de la política de secuestros y por las atrocidades cometidas por sus subalternos en cumplimiento de esta política, y para que emprendan un trabajo más minucioso y ágil con todos los exguerrilleros para responder integralmente a las víctimas por los daños morales y materiales. De ello depende el que sean acreedores a los beneficios penales de la justicia transicional.
Es mucho lo que hay en juego; ojalá sean conscientes de ello y se comprometan a resolver las legítimas necesidades, demandas y expectativas de las víctimas que han acudido ante la JEP con todo su dolor y su decencia. Es por ellas y por la reconciliación de esta sociedad.