Entre enero y agosto de este año, más de 102.000 personas han cruzado el Tapón del Darién, un área selvática y pantanosa de cinco mil kilómetros cuadrados que separa a América del Sur de América Central. La mayoría de ellas lo han hecho caminando por la ruta más ardua e insegura, desde Capurganá (Colombia) hasta los territorios indígenas embera de Canáan Membrillo (Panamá), lo que puede tardar entre 7 y 10 días. Durante el trayecto se exponen a los múltiples peligros del terreno y a la violencia, incluso sexual, de grupos criminales presentes en la zona.

Este flujo migratorio está protagonizado por personas de Haití y Venezuela, principalmente, aunque también de países de África y Asia como Senegal, Camerún, Angola, Bangladesh, Ghana, Somalia, india y Nepal. Médicos Sin Fronteras (MSF) estableció un punto de atención en la Estación de Recepción de Migrantes de San Vicente, Panamá, donde en lo que va de año se han realizado más de 22.000 consultas médicas y más de 1.500 consultas de salud mental. Estos dos testimonios dan cuenta de lo que ocurre en ese lugar.

Ana Caridad Barrios, 32 años, venezolana, tres meses de embarazo

Salí de Venezuela 25 días atrás porque estaba pasando hambre, a veces comía solo una vez al día. Comencé entonces a escuchar sobre la vida en Estados Unidos y “el sueño americano” y pensé: “Yo me voy también y así ayudo a mi mamá que sufre de los riñones y no tiene para comprar su tratamiento”.

Cuando dije en mi casa que iba a cruzar el Darién (selva que separa a Colombia de Panamá), me preguntaron que si estaba loca. El papá de mi bebé se quedó en Venezuela. Yo le dije: “Vámonos a Estados Unidos”. Y él: “Espera, espera”. No quise esperar más y aquí estoy. Voy vía al norte. Cuando llegue allá tengo que buscar la manera de aprender a hablar inglés para buscar trabajo, y así poder ayudar a mi familia que se quedó en Venezuela.

Por mi casa yo vendía café, pan, dulce. Me decían “la turca”, porque vendía de todo. Iba guardando cualquier moneda que podía, hasta que completé 30 dólares para el primer pasaje, que era de Barquisimeto a San Antonio del Táchira. De ahí comencé a caminar. Caminé y caminé y pasé hasta Cúcuta, en Colombia.

Ahí empecé a pedir dinero para poder moverme: me daban aventones, una frutica, cualquier cosita… así fue hasta que llegué a Necoclí. Allá seguí pidiendo y logré juntar 120.000 pesos colombianos nada más. Le rogué a los de las lanchas que me rebajaran el pasaje y ellos me ayudaron a llegar hasta Capurganá.

En Capurganá, si usted tiene plata, paga un guía y empieza a caminar con él. Yo no tenía plata, así que caminé varias horas hasta que llegué a un refugio de donde salía la gente hacia Panamá. Cuando vi que estaban todos los grupos de personas migrantes listas para salir con los guías, me les fui detrás.

Pasé ocho días caminando. Esa selva es fea. Había momentos en que andábamos y andábamos y llegábamos al mismo sitio. Caminábamos dos horas y cuando volvíamos a ver nos encontrábamos con la misma bolsa negra que estaba en un palo en el punto de salida. Llegábamos al mismo lugar. Estábamos mal. El calor me tenía desesperada, me daban ganas de vomitar. Me hice una herida en el pie, pero era por el cansancio. Yo no dormí bien ahí, quién va a dormir bien ahí. Eso fue una pesadilla.

Esa selva es fea. Eso es horrible. Uno ve muchas cosas, escucha muchas cosas. Ahí violan, ahí matan. Yo vi un muerto tirado en el río. Vi el cuerpo sin cabeza, sin piel, ya estaba deshaciéndose. Son muchas cosas feas las que uno ve y oye. A unas mujeres las querían violar y entonces el marido se puso a pelear con los encapuchados y lo mataron. A él lo mataron y a las mujeres igual las violaron. Gracias a Dios en ese momento yo iba adelantada en la vía y me enteré cuando llegaron después y me contaron.

Esa selva es fea. Ahí el que no puede, se muere. En el camino vimos a un chino que ya no podía más, tenía esos pies hinchadísimos, grandísimos, rotos. Estaba en la orilla del río. Mi grupo llegó y trató de ayudarlo, pero no podían con él, era muy pesado. Entonces lo que hicieron fue que lo levantaron y lo pusieron más arriba por si crecía el río. Le dejaron una carpa, una cocinita, comida y medicamentos para que cuando él se sintiera bien, pudiera continuar.

A alguien que quiere cruzar, yo le diría que uno tiene que ser muy valiente porque esto es muy feo. Cuando andas por el pantano, crees que no vas a salir. Si te desesperas, es peor. Yo antes de pasar veía videos, los buscaba en Tik Tok, ahí salen muchas cosas. Yo pensaba que el que quiere, puede. Pero la verdad es que lo que uno vive ahí es feo. Cuando uno va caminando y ve un cuerpo ahí tirado, piensa en que sus familiares lo están esperando también, uno siente una tristeza muy grande, a uno se le arruga el corazón. Ahí es cuando tienes que ser más valiente.

Yo venía con alguna ropita y con alguna comidita, pero no traía tantas cosas. La comida no me alcanzó para todo el camino, pero siempre hay alguien que Dios manda y que te ayuda con algo, aunque sea un paquetico de dulce. Cuando logré cruzar, los de migración me dieron comida. Luego, en el puesto de Médicos Sin Fronteras, los médicos me examinaron, para ver que todo estuviese bien con mi bebé. Ahora voy a continuar mi camino.

En Venezuela yo sentía que no tenía futuro. El dinero se me iba todo en comida. Si tenía, por ejemplo, 20 dólares, eran para comprar comida. Pero uno necesitaba también que si para unos zapatos, para un desodorante o para una medicina. Si uno en el momento no tiene para comprar una pastilla, se muere del dolor. Yo sé que en Estados Unidos uno gana y uno gasta, pero si me queda algo de dinero, será de gran ayuda para mandarle a la familia. Cuando llegue tengo que buscar quién me ayude, siempre hay alguien que lo ayuda a uno. Cada día me doy ánimo y no me permito deprimirme. Mientras uno tenga vida y salud, hay que seguir.

Jhon*, 25 años, camerunés. Tomado en San Vicente, Panamá

Vengo de Camerún y estoy cruzando América para llegar a Estados Unidos. Mi familia no sabe que estoy aquí.

Pasé seis días en la selva del Darién. Para mí esto ha sido muy doloroso porque yo crecí en un sistema en el que tienes que ayudar a la gente para poder sobrevivir, y ahora en el camino vi a gente muriendo y no pude ayudar. Esto ha sido lo más difícil para mí. A veces encuentras a alguien llorando que no puede seguir, no puede levantarse y está tan cansada que no quiere seguir intentándolo. Si tuviera que darle consejo a alguien, le diría que no vea esta selva como una simple aventura.

En la selva, a mi alrededor, veía por lo menos a unas 500 personas. Comencé a caminar estando solo y luego me uní a un grupo de haitianos que me ayudó mucho. Hice todo el camino con ellos. Éramos un grupo de casi 100 personas, no caminábamos todo el tiempo juntos porque algunos eran más rápidos y otros más lentos, pero en ciertos puntos nos deteníamos hasta ver a todas las caras conocidas y así poder continuar. En el camino ayudamos a una mujer keniana que venía de Eritrea y tenía dificultades físicas para seguir el camino.

Llegué a pasar hasta tres días sin comer bien, solo comía maní. Sabía que no moriría porque el maní da energía y porque siempre encontré a alguien que compartiera conmigo, así que yo también compartía lo poco que tenía. En mi caso, creo que fue clave haber caminado en grupo y habernos apoyado unos a otros. Cuando conseguimos finalmente cruzar a Panamá, me hizo feliz saber que después de tanto dolor y esfuerzo al menos lo logramos, incluso la mujer keniana a la que ayudamos.

Ahora me toca continuar solo. Vine al puesto de salud de Médicos Sin Fronteras para un chequeo general. Tengo algunas picaduras de mosquitos y malestar en el cuerpo, pasé varios días con la ropa mojada y tuve que beber agua de río. Aún queda mucho camino por delante, pero estoy seguro de que vendrán tiempos mejores.

*Nombre modificado por razones de seguridad.

Trabaja en el área de coordinación médica de Medicos Sin Frontera, Colombia. Estudió enfermería y se especializó en administración en salud. Sus área de interés principal es la medicina con énfasis en migrantes y víctimas del conflicto armado.