Le seguimos dando la espalda a nuestra historia más reciente y a la más distante; y la educación sigue marcada por políticas internacionales que no se acercan a la comprensión de nuestras diversas realidades locales.

Las universidades tienen el deber de formar profesionales con responsabilidad con su entorno y generar transformación social. Esta es una de las máximas de donde debería partir el debate acerca del papel de la universidad en el contexto en el que se encuentra Colombia. Sobre todo en el momento que vive la construcción de la paz luego de la firma de los acuerdos de La Habana y para pensar en la construcción del futuro inmediato. Sin embargo, el rumbo de la educación en Colombia no parece estar tan alineado hacia ese fin.

Los lineamientos que el Ministerio de Educación Nacional (MEN) dispone para el mejoramiento de la calidad educativa, reducen las posibilidades de actuación de las instituciones, asimismo la autonomía de la que en la realidad deberían disponer para generar procesos pertinentes, contextualizados y relevantes. Las instituciones pierden capacidad de actuación en tanto concentran grandes esfuerzos e inversiones de tiempo, económicas y de capital humano en la consecución de los indicadores para los procesos de Registro Calificado y de Acreditación de programas, y aún más complejo el panorama si es Acreditación Institucional.

El punto es que el modelo organizacional de las universidades está diseñado para satisfacer las exigencias del MEN, pero eso en la práctica no garantiza que realmente estén generando procesos educativos de calidad; que generen impacto y transformación social. Los procesos de autoevaluación se diseñan para tener una idea cercana de lo que se está haciendo en los programas en términos de percepción de la comunidad académica y de empresarios, sin embargo, esto se queda en una mera labor cuantitativa de recabar indicadores. En la práctica, los indicadores se pueden conseguir sin pensar en el impacto real que las universidades están llamadas a generar desde el aula hacia afuera de ella. Las funciones misionales deben verse articuladas en programas y microcurrículos o syllabus que se nutran de las necesidades reales del contexto, en todas sus dimensiones.

Se piensa en formar glocalmente, pero solo se habla de la globalización como un local externo que debemos asumir, y no de lo local que debe competir en lo global. Esto limita cualquier propuesta que oriente la tarea de formar personas -más allá de profesionales- que miren su contexto, sus necesidades inmediatas. Por el contrario, obligamos a los estudiantes a mirar siempre hacia afuera, en el sentido geográfico. Nos movemos según las tendencias que se establecen en universidades de gran prestigio y bien rankeadas. Pero no les damos la opción de mirarnos y mirar hacia el sur, hacia los paradigmas que desde la región latinoamericana se vienen gestando. Propuestas interesantes que responden muy concretamente a lo que el medio local demanda.

La diversidad étnica, entre otros rasgos característicos, debe ser uno de los elementos explícitos en los planes de estudios. La diversidad de universos de sentido que se encuentran en un punto geográfico, como el Caribe colombiano, es sin lugar a duda un diferenciador que debería identificar las epistemologías de las universidades en esta región. Sin embargo, parece que aún nos avergonzamos del pasado pluriétnico. Lo cual demuestra claramente que no hemos entrado en un proceso de decolonización; que seguimos dando la espalda a la historia reciente y la más distante; y que nuestra educación sigue marcada por políticas internacionales que no se acercan a la comprensión de nuestras diversas realidades locales.

La propuesta no es destruir lo que se ha logrado, pero si a pensarlo desde paradigmas propios, no desde una perspectiva funcionalista ni estructuralista, sino desde los problemas que nos rodean, los cuales, no sabemos enfrentar.

Antropólogo. Doctor en Ciencias sociales. Interesado en el ejercicio académico de la comprensión de los sistemas culturales, a nivel local, regional y nacional.