En cuatro años han violado a 69 niñas de las comunidades nükak y jiw en el Guaviare. Realmente son 378 casos que está investigando la Fiscalía. Son 378 niñas y mujeres. Vuélvalo a leer: 378.
Y estas violaciones, a diferencia de la gran mayoría de los casos en el resto del país, no fueron perpetradas por parientes o conocidos, sino por militares. Militares quienes supuestamente deben protegernos. Según algunas investigaciones son violaciones a cambio de comida.
Esto llegó a conocimiento público por una entrevista en la W Radio que conmocionó al país. Pero, esa conmoción solo duró un ratico.
Este mismo mes de enero los medios, redes sociales y noticieros han estado revelando los detalles más macabros del trágico feminicidio de Valentina Trespalacios quien fue presuntamente asesinada por su pareja Jhon Poulos.
Hace unos días también se conoció el caso del asesinato de María Camila Plazas, niña de 10 años, por un hombre que acababa de salir de la cárcel por otro feminicidio.
No quiero dar ni detalles ni obvias declaraciones de indignación, pues sobran. Sobra también reiterar que estos son solo los casos que llegan a los medios pues son miles, miles y diarios, los casos de violencia de los que nunca nos enteramos.
Cuando me llamó esta mujer del Guaviare le dije: “La solución a esto no es que metan a todos los culpables a la cárcel, eso es un pañito de agua tibia. Tampoco es que las niñas ‘se empoderen’ y conozcan sus derechos, eso es importante, sí, pero insuficiente. La solución es muchísimo más compleja pero es la única: educación para los hombres”.
Se me vendrán encima las feministas, siendo yo una, y se me vendrán encima quienes me tilden de “cómplice” de los hombres y del patriarcado. Se me vendrán encima quienes consideren que soy una “mala feminista” por no denunciar, cancelar y/o indignarme públicamente ante estos casos y en cambio ser “compasiva”.
Menos mal hay muchas maneras para enfrentar esta violencia sistémica y estructural que vivimos las mujeres por ser mujeres. Todas las formas de lucha son necesarias: el escrache -reconocido por la Corte Constitucional como herramienta legítima de justicia-, la cancelación pública de castigo y reproche social, el litigio penal ante nuestro obsoleto sistema judicial en busca de sentencia condenatoria, entre otras.
Sin embargo, ninguna de las anteriores es la mía. Mi esquina de lucha es la educación. Como educadora, incluso como abogada, y también como feminista estoy absolutamente convencida que la cancelación, la justicia retributiva, la venganza y el castigo son medidas que no solo han sido ineficientes para enfrentar la violencia contra las mujeres, sino que han generado más daño.
Ningún hombre dejó de ser violento por miedo a ser enjuiciado, ningún hombre dejó de violar porque podía ser denunciado. Un hombre viola, maltrata, mata porque así aprendió a actuar, porque estamos inmersos en un sistema permisivo que naturalizó, por demasiados años, la dominación masculina al cuerpo femenino. No solo es naturalizada sino que es celebrada. Al castigar al victimario nadie aprende y no repara a nadie.
Cuando cualquier ser humano es atacado, usualmente, reacciona de tres formas: atacar de vuelta, huir o paralizarse. Cual de estas tres opciones escogemos depende muchísimo de qué herramientas cognitivas y conductuales tenemos para reaccionar ante una amenaza como mecanismos de protección.
Estas herramientas las aprendemos desde la infancia, por referencias, por nuestra educación, por nuestro entorno. A la masculinidad –hegemónica- se le ha enseñado, indudablemente, a atacar de vuelta. Incluso atacar sin tener un verdadero ataque sino una mera posible amenaza de ataque.
La supervivencia de la masculinidad depende de demostrar que no es nada no masculino. Por tanto, está en constante demostración de fuerza. Esto explica un poco de la complejidad detrás de la violencia contra las mujeres, pero sobretodo explica la ineficiencia del punitivismo para enfrentarla.
Si ante la violencia contra las mujeres la respuesta es atacar y castigar al victimario, este naturalmente se defenderá. Los niveles de cortisol se elevan y esta instintiva reacción genera defensa, más agresividad, y es cognitivamente incapaz de reflexionar, mucho menos de aprender. Requiere de realmente superior inteligencia emocional para mantener la calma ante un ataque para bajar la guardia, reflexionar, asumir responsabilidad y reparar.
Es que la denuncia, en la mayoría de los casos en los que el victimario es alguien cercano a la víctima, termina rompiendo el tejido social y carga a la víctima con una responsabilidad injusta de denunciar, de someterse al proceso judicial -ineficaz y violento-, al escrutinio público y en muchos casos incluso tener que probar su agresión ante funcionarios incrédulos e igual de machistas que el propio sistema.
Considero que incluso libera de responsabilidad al victimario pues termina negando los hechos, defendiéndose, huyendo o asumiendo una cínica posición de “víctima” de una “falsa acusación”.
Si en vez de obsesionarnos con encarcelar a los victimarios nos enfocamos en la reparación y restauración, en encontrar y desmantelar las raíces de estas violencias, sí que nos ahorraríamos dolor.
Maldita sea el daño y el dolor de la violencia. Maldita violencia, maldita violencia sutil, maldita violencia explícita, maldita violencia camuflada, maldita violencia naturalizada, minimizada, malditas medidas torpes, inútiles y dañinas que nos hemos acostumbrado a aceptar como justicia.
Maldita violencia que puede causar un hombre que fue un niño a quién nadie le enseñó a gestionar sus emociones, a llorar, a ser vulnerable, a pedir ayuda, a tomar decisiones empáticas, a ver a las mujeres como iguales.
Toda violencia es trauma para ambas partes solo que en nuestra lógica punitivista el victimario tiene un peso moral tan abrumador que no logramos comprender su compleja humanidad y lo reducimos a ‘abusador’. Así será imposible deconstruir esta violencia.
Cómo es que tantos años desde que se reconoció la violencia contra la mujer como un asunto de derechos humanos, que los Estados han adquirido compromisos para enfrentarla, que tenemos legislación explícita de feminicidio y de rechazo a esta conducta, que hay cualquier cantidad de rutas de atención, de líneas de ayuda, de políticas, de protocolos y yo no sé qué más vainas, y esta violencia no ha disminuido sino que aumentado.
Pues es que por ahí no es. Cómo es que no nos hemos diseñado formas pedagógicas más creativas para entenderla y desarmarla, para sanar, para convivir con hombres que han sido violentos y acompañar y guiar su reconocimiento de responsabilidad, enseñar a reparar, a restaurar, a construir una masculinidad distinta.
Es que seguimos cargando a las sobrevivientes, no solo a sobrepasar la violencia a la que fueron expuestas, si sobreviven, sino que también a denunciar, a buscar reparación o a dar su testimonio, una y otra vez.
Cuando el único responsable en cualquier caso de abuso o acoso es el agresor y este no tiene las herramientas para no perpetuarlo. Eso no lo logra una cárcel o un castigo social, eso lo logra la educación.
No, esto no justifica ni libra de culpa al agresor. Solo pretende intentar entender la común conducta violenta pues las medidas punitivas a las que acudimos como solución, hasta hoy, no han funcionado. Entender esto no puede tampoco victimizar al agresor.
Claro que existen violadores seriales y depredadores sexuales y traficantes de niñas, adolescentes y mujeres y miembros pederastas del clero y otros gremios que son psicópatas y requieren medidas psiquiátricas. Pero no, no todos los abusadores y violentadores son enfermos, reducirlo así es peligroso y minimiza la más común y desatendida violencia de hombres “buenos” o “normales”.
Si atacamos al victimario y, si peor aún, encasillamos al victimario como los hombres, estamos cerrando la invitación urgente a que se instruyan, a que vayan a terapia, a que busquen, incansablemente, por motivación intrínseca y genuina a tener acciones restaurativas.
Eso se aprende. Así como se aprende, se puede desaprender y, por tanto, enseñar. No, no han sido 354.832 mujeres víctimas de violencia doméstica en el país, han sido 354.832 hombres que eligieron la violencia como mecanismo de resolución de conflicto, de comunicación y de dominación.
Si dejamos de hacer campañas del falso “empoderamiento” femenino que, en últimas, libra de carga al hombre de asumir un rol activo por la equidad – y dignidad – de género y hacemos campañas de reeducación, de construir referentes masculinos vulnerables, que piden perdón, que reparan, que cuidan, si tenemos educación con enfoque de género y abrimos explícita y deliberadamente la posibilidad a nuevas masculinidades en los salones de clase, en las canchas de fútbol, en las telenovelas, en los medios de comunicación, quizás bajamos estos trágicos números.
“Sí, yo quisiera liderar un programa de educación para el ejército, para los policías” le dije a la señora del Guaviare. “Y que lleguemos al Guaviare a trabajar con las mujeres y niñas, claro que sí, pero con ellos también”. Ahora estamos buscando recursos para hacerlo.
Como aprendí del experto Fernando Angulo, quien lleva muchos años trabajando con jóvenes hombres en esto, “el ejercicio de la violencia de género y violencia sexual es un ejercicio de poder”. ¿Cómo resignificar el poder? ¿Cómo enseñar a ejercer el poder sin opresión ni dominación? ¿Cómo emancipar el poder de la violencia? De nuevo, con educación, no con más violencia.
Rechazo desde lo más profundo de mi ser la violencia sexual, la violencia hacia las mujeres y estoy convencida que hay que hablar y hablar mucho de esto, y hablar duro. Aun así, creo que todos los victimarios merecen la oportunidad de responsabilizarse de reparar.
Y también estoy convencida que, por lo menos desde mi rol como educadora, debemos exigir, inventar, abrir y buscar formas para transformar la violencia en hombres distintos, reformados, conscientes, cuidadores y vulnerables, no sacrificados. Y a ellos a asumirlo, no joda. Este es un proceso muchísimo más retador y difícil que el de cumplir una pena.