Un nuevo estudio del Banco Mundial, difundido en estos días, alerta sobre el impacto del cambio climático en Colombia. Los récords de temperatura y las noticias de tragedias son cosa común aquí y en otros países de Latinoamérica y el Caribe. 

En momentos en que la región hace frente a un aumento significativo de los desastres, una transformación de las estrategias de reducción de riesgo y de adaptación es necesaria.

La mayoría de las estrategias actuales para la prevención de desastres y respuesta al cambio climático están basadas en la idea del miedo. Según este enfoque, las personas tienen (o deberían tener) miedo a la subida del nivel del mar, las inundaciones, las fuertes lluvias, los deslizamientos de tierra y otras amenazas.

En esta visión resulta ilógico que las poblaciones se asienten en lugares peligrosos, y es necesario reubicarlas o construir barreras que protejan a los habitantes y sus viviendas.

Sin embargo, estudios recientes demuestran que esta es una visión incompleta de como dar respuesta a las amenazas y a la destrucción que la crisis climática puede llegar a causar.

Para entender esto, hay que recordar que los desastres y los impactos del calentamiento global no nos afectan a todos por igual. Los estudios demuestran, y es fácil intuir, que las poblaciones marginalizadas y de bajos recursos, los habitantes de barrios informales, los refugiados y desplazados son los más vulnerables a los efectos de las actuales amenazas. 

Dentro de estos grupos, las mujeres, quienes son frecuentes víctimas de abusos y violencia y suelen asumir pesadas responsabilidades familiares, tienen más probabilidades de ser afectadas.

Sin embargo, tres investigaciones recientes muestran que estas mujeres y sus comunidades crean respuestas que pueden (y deberían) inspirar las estrategias de ayuda de agencias, organizaciones y gobiernos.

Dos de estos estudios, llamados “Adapto” y “Sustento”, son financiados por el Centro canadiense de investigaciones para el desarrollo (Idrc por sus siglas en inglés). Un tercero, llamado “Grripp” es financiado por el gobierno británico y fue presentado el ocho y nueve de agosto en Bogotá. 

Estos tres trabajos concentran a los mejores investigadores e investigadoras del riesgo y los desastres de Centroamérica, Suramérica, el Caribe, Canadá y el Reino Unido. Los investigadores le han hecho seguimiento a cerca de 50 iniciativas locales de respuesta al riesgo y al cambio climático en Colombia, Chile, Cuba, Ecuador, Perú, Argentina, República Dominicana, entre otros países.

Una constante aparece en los resultados de estas tres investigaciones: líderes y lideresas locales buscan reducir el riesgo con estrategias de activismo y acciones basadas en múltiples emociones, tradiciones y conocimientos locales.

Sus acciones y su militancia tienen mucho más que ver con el cuidado del territorio, los animales y las personas, la confianza, la compasión, el amor y la tristeza que con el miedo a las acciones de la naturaleza.

Según estas visiones (y las de estudios similares), el cambio climático no es una crisis atmosférica, sino un problema de injusticia social y ambiental. 

El verdadero problema nace en la corrupción, la violencia, el machismo, el racismo y varias formas de opresión, tales como las políticas neoliberales que tanto han afectado a las poblaciones campesinas, pesqueras y a los sectores productivos. Esto tiene tres consecuencias fundamentales. 

Primero, no hay poblaciones vulnerables sino vulnerabilizadas. Las personas sufren los efectos de los incendios, inundaciones, o sequías porque en ellas mismas se acumulan diferentes vulnerabilidades causadas, o toleradas, por las élites políticas y el sistema económico.

Segundo, las soluciones raramente se encuentran donde los políticos y los dirigentes las buscan. Para las lideresas que participan en estos estudios, la solución pocas veces pasa por la construcción de muros de contención, barreras de protección, represas y otros grandes proyectos de infraestructura e ingeniería.

Más frecuentemente la solución al cambio climático pasa por la cultura, el arte, el deporte, el cuidado de los adultos mayores, el respeto de los derechos de la mujer, de los indígenas y de las poblaciones negras, la educación de los niños y el cultivo de alimentos, flores y plantas.

Muchas de sus propias acciones parecieran no tener nada que ver con el desarrollo sostenible o la resiliencia. ¿Qué tiene que ver un festival artístico o un huerto, por ejemplo, con evitar una catástrofe?

Resulta que la relación es más fuerte de lo que parece a primera vista. Muchas de estas lideresas y comunidades buscan ante todo reducir los factores que las vulnerabilizan. Crear un huerto o fomentar tradiciones culturales son generalmente formas de combatir la violencia, se puede cuidar a los más frágiles, educar a los niños, integrar a los adultos mayores, a la población Lgbtiq+ y reforzar las relaciones sociales que son fundamentales para actuar en contextos de marginalización.

La lucha pasa por la militancia, la denuncia de la ausencia del Estado, el desmote de estructuras patriarcales, la identificación de formas de masculinidad no violentas y la reivindicación de derechos fundamentales.

Tercero, la lucha contra las sequías, inundaciones, deslizamientos, incendios forestales y otras amenazas no se resume en escribir políticas públicas.

En Colombia, y en los países de la región, existen leyes y normas suficientes sobre la reducción de gases de efecto invernadero, la participación de comunidades, la protección mujeres y transexuales, el cuidado del medio ambiente y la reducción de la deforestación y la contaminación. Abundan los reportes redactados por consultantes internacionales, pero estas políticas raramente se aplican.

El problema radica en la implementación. Ciudadanas y miembros de comunidades son invitadas a participar en consultaciones y procesos de socialización. Pero los proyectos pocas veces son modificados o abandonados cuando ellas los critican.

“Participamos en la creación de tantas mesas de trabajo que ya pareciera que fuéramos carpinteras”, me decía hace poco, con cinismo, una lideresa de Perú.   

Los políticos y dirigentes las invitan a participar, pero rara vez escuchan realmente lo que ellas quieren decir. “Lo que sí necesitamos es que se considere nuestro conocimiento local y los saberes ancestrales”, resume un líder de Brasil.

Para muchas instituciones el problema sigue siendo las fuerzas de la naturaleza: el fenómeno del Niño estuvo muy fuerte, el de la Niña va a estar peor, las lluvias o las sequías han sido excepcionales.

Por lo tanto, la mayoría de ingenieros, urbanistas, arquitectos, funcionarios y financiadores de proyectos aún considera que las soluciones deben ser prioritariamente técnicas: los desagües deben ser de tal diámetro, el concreto de ciertas características, el muro de contención de tales dimensiones, etc. Obviamente, estas son consideraciones importantes. 

Pero estos profesionales y funcionarios raramente recuerdan que el arraigo al territorio, el amor por los conocimientos ancestrales, la conexión con la naturaleza, la desilusión ante la falta de atención del Estado, la tristeza ante la falta de oportunidades para los jóvenes y la espiritualidad son los verdaderos motores de la acción de las comunidades y sus líderes (ver artículo). 

Ignorar estas dimensiones sociales, humanas y culturales es la clave para el fracaso.

La verdadera capacidad de implementación existe en estos líderes y lideresas locales. Mientras los responsables de proyectos y políticas no escuchen lo que realmente quieren decir los miembros de sectores vulnerabilizados, seguiremos viviendo los devastadores impactos de los eventos atmosféricos y meteorológicos. 

Gonzalo Lizarralde es profesor de arquitectura de la Universidad de Montreal, Canadá. Es además profesor invitado en universidades en Colombia, Cuba y España. Gonzalo dirige la Chaire Fayolle-Magil Construction de la Universidad de Montreal y el Observatorio universitario de la vulnerabilidad, la...