Esto no es una casualidad. Uno de los factores que los colombianos consideramos más relevantes para explicar la ocurrencia de hechos de corrupción es la percepción generalizada de impunidad. Pero, el problema no es de inexistencia de las leyes sancionatorias, sino de su débil implementación.
El Código Penal Colombiano expone las conductas que atentan contra la administración pública, y el régimen de penas a los que se somete cada delito. A pesar de existir este régimen de penas, aún persiste la ocurrencia de hechos de corrupción, lo que lleva a pensar que una reforma anticorrupción enfocada exclusivamente en el endurecimiento de penas no es suficiente incentivo para disuadir la conducta corrupta.
Ahora, tampoco es adecuado reducir el problema de la corrupción en Colombia a un problema exclusivo de ausencia de sanción. En esta medida, los instrumentos de política pública anticorrupción presentan un diagnóstico más diverso de causas por las cuales falla el control de la corrupción desde el Gobierno Nacional.
Sin embargo, algunos de los problemas diagnosticados desde la Política Pública Integral Anticorrupción (Documento Conpes 167 de 2013) y la Política de Estado Abierto (Documento Conpes 4070 de 2021) han persistido en el tiempo.
Por ejemplo, los problemas de deficiencia en el acceso y calidad de la información pública y la débil consolidación de la cultura de la integridad en la función pública se repiten en ambos instrumentos de política, a pesar de los ocho años de diferencia entre ambos documentos y a pesar del casi completo cumplimiento del Conpes 167.
La corrupción pareciera entonces ser un problema de administración pública. Aquí resucita una vieja pregunta. ¿Son las instituciones las que moldean el comportamiento humano o es el comportamiento humano el que moldea las instituciones?
En general, las políticas anticorrupción presuponen que el Estado y sus instituciones deben reformar sus estructuras y esquemas de incentivos para prevenir y mitigar la corrupción. Sin embargo, pararse únicamente desde esa orilla es ver tan sólo la punta del iceberg del problema.
Cuando la corrupción ha permeado tanto en una sociedad, al punto de ser considerada como un comportamiento esperado por parte de los miembros de esa sociedad, serán muy pocos -y muy drásticos- los rediseños institucionales que tengan la capacidad de desestructurar esta cultura de la corrupción.
En un escenario de corrupción sistémica como en el que nos encontramos en Colombia ya no es válido preguntarse por qué surgen las ‘manzanas podridas’ que desfalcan el Estado, sino que debemos preguntarnos ¿qué es lo que le está pasando al árbol de manzanas?
En otras palabras ¿qué es lo que nos está sucediendo como sociedad que el problema de la corrupción pareciera no tener solución?
La gran falla de la política pública anticorrupción en Colombia es que ningún gobierno se ha preocupado por responder esta pregunta con la suficiente honestidad. Mientras eso no suceda las soluciones de política pública planteadas para la prevención, detección, investigación y sanción de la corrupción serán tan solo soluciones paliativas a un problema que requiere profundizar su atención en aspectos más estructurales de nuestra sociedad.
Por poner tan sólo un ejemplo existe mucha literatura internacional que soporta la idea que a mayor desigualdad económica, mayor será la corrupción percibida. ¿Es esta correlación aplicable al caso colombiano? ¿Es esta una relación causal?
Si así fuera, ¿bastaría con una política redistributiva para reducir la corrupción? ¿Cómo se relacionan otros factores como la violencia armada, la inseguridad, las economías ilícitas, la presencia del Estado a nivel regional o la desnutrición, entre otros factores, con el carácter sistémico de la corrupción en Colombia? ¿Eso significa que se deben dejar de lado las iniciativas de transparencia, gobierno abierto, y mejoramiento de la gestión pública?
La respuesta a la última pregunta es un no rotundo. Pero tampoco se puede ignorar la importancia de los problemas socioeconómicos que enfrentamos como país a la hora de moldear nuestros comportamientos sociales y a la hora de analizar los incentivos que este tipo de situaciones ofrece para incurrir en actos corruptos, ya sea por reciprocidad o por supervivencia.
El sentido de esta reflexión se encamina a que necesitamos como sociedad entender la compleja naturaleza de nuestra corrupción con la sinceridad que requieren los procesos destinados a sanar. Puede ser un proceso doloroso y demorado y requiere un liderazgo político valiente. Este tipo de diagnóstico es el que puede revelar que tan grande es el iceberg debajo de lo que nos es ahora mismo visible.
Con ese diagnóstico sistémico no sólo se pueden diseñar mejores iniciativas anticorrupción y estrategias de implementación, sino que la planeación nacional en todos sus sectores también podrá ser funcional al círculo virtuoso que en el tiempo nos lleve a una sociedad más íntegra.