Hablar de lenguaje incluyente se ha vuelto un lugar común. Pareciera que, como una imposición de élites intelectuales, debiéramos asistir a una pelea entre quienes defienden los códigos conservadores de una gramática – diseñada, debo decir, para otro momento del pensamiento- y otros quienes creen que si no se despliegan las frases en “femeninos y masculinos” -según unas reglas igual de rígidas y en algunos casos inentendibles- se es una persona excluyente y anacrónica.
Otra vez el lenguaje

Frente a esta situación quisiera plantear tres ideas, simples y sin mayor elaboración, para ejemplificar lo que vivimos muchos de nosotros, quienes hacemos programas con comunidades y tratamos de construir acciones y reflexiones que no son solo teóricas. Lo primero es que, desde luego, el lenguaje cambia. Esta es una de sus propiedades más notorias, y claramente lo hace con las transformaciones del pensamiento y la cultura. Negarse a esto es situarse en una dimensión que intenta separar la forma como pensamos y la manera en la que nombramos las cosas. Ya Foucault nos advirtió, con singular precisión, sobre esta relación a la que no hay que darle muchas vueltas.
Esta propiedad de que el lenguaje cambia acompaña todas nuestras relaciones comunicativas, entendiendo, además, que cualquier proceso educativo es un proceso comunicativo. Sin embargo, lo realmente potente de este argumento tiene que ver con la segunda idea, y es que el lenguaje cambia desde las propias comunidades y colectivos, y no como una imposición de escritorio.
Aquí me parece clave decir, con tranquilidad, que imponer una forma de hablar -tanto desde los puristas del lenguaje como desde quienes defienden nuevas formas de enunciarnos- puede ser igualmente arbitrario si no es un proceso social sino una práctica de reivindicación de algunas élites. Desde luego existe el derecho a poner sobre la mesa acciones afirmativas -e incluso transgresoras, como llamar a todo el cuerpo docente “maestras”, pero es fundamental dar el tiempo para que las propias comunidades se apropien (o no) de estas formas de lenguaje, y solo ahí estará validado, como debe ser, por quienes hablan.
Aquí es fundamental insistir en que el lenguaje devela formas de pensamiento, y ocuparse solo de decir “los y las personas” no es en sí mismo una práctica de inclusión reflexiva. A esto último es lo que siento urgente y necesario apuntar. De nada sirve que nos lancemos a decir “todes” si seguimos mirando con desdén, extrañamiento o distancia a las personas trans, o si igualmente corremos a visibilizarlas con un ojo exótico para mostrarnos como incluyentes cuando de plano no entendemos que la dignidad humana no es endosable a unos y a otros no.
Por lo pronto, y como añadidura, creo que el reto que nos corresponde para avanzar en procesos de inclusión es trabajar con distintos actores cada uno de los temas estructurales que demanda la promoción de la diversidad. Así, por ejemplo, no tiene sentido hablar de feminismo sin trabajar las nuevas masculinidades, e incluir a los hombres en un ejercicio de formación y cambio de actitudes no es una opción si queremos hablar de cambio social real.
Esto último toma más tiempo, pero, con seguridad, permitirá que decir bienvenidos, bienvenidas y bienvenides no siga siendo un discurso rimbombante carente de significado real. Como dice Marc Augé, solo hablaremos de equidad cuando no tengamos que tener ley de cuotas para equiparar la presencia de hombres o mujeres en ciertos cargos, o cuando no nos extrañemos de que un hombre esté contratado para labores domésticas.
Por eso, y con todo el respeto hacia quienes concentran sus esfuerzos solo en el cambio del lenguaje, les digo con honestidad que, antes que decir “la cuerpa”, me preocupa y ocupa que las mujeres no sientan violentada la integridad de sus cuerpo cuando salen a la calle.
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