El asesinato del fiscal antimafia paraguayo Marcelo Pecci en la paradisiaca Barú, muy cerca de Cartagena, y la reciente arremetida terrorista del Clan del Golfo tras la extradición a los Estados Unidos de su máximo cabecilla, Dairo Antonio Úsuga, alias "Otoniel", son dos hechos que conviene no mirar por separado.
¿Paz, redes criminales trasnacionales y Estados promotores?

Hilos invisibles unirían estos dos episodios de violencia en Colombia ‒acaecidos mayoritariamente en la región norte del país‒ con redes del crimen trasnacional y la organización terrorista libanesa Hezbolá. En la tras escena, los titiriteros que manejan estos hilos serían los gobiernos de Irán y su aliado estratégico en el hemisferio, Venezuela.
Esta es una de las tesis que aún no descartan los investigadores del magnicidio, la cual fue esbozada recientemente por expertos en seguridad en medios de comunicación colombianos como El Tiempo, El País, Noticias RCN y Las 2 Orillas, entre otros.
Es muy probable que en las investigaciones que lideró Pecci contra el crimen trasnacional en la llamada triple frontera (Brasil-Paraguay-Uruguay) radique una de las causas probables del contrato para su asesinato.
Según ha trascendido, las investigaciones del fiscal paraguayo, que recibieron el apoyo de la DEA, desvelaron una de las células de Hezbolá presentes en el Cono Sur, trabajo que derivó en la detención del ciudadano de origen libanés Nader Mohamad Farhat en Ciudad del Este, en 2018, y su posterior extradición a los Estados Unidos, en junio de 2019.
Claro está, esta no es la primera vez que se habla de la presencia de Hezbolá en Latinoamérica y ahora en Colombia, con el auspicio del Gobierno de Teherán. Si bien diferentes sectores periodísticos, académicos y de opinión consideran que esta tesis tiene tintes de teoría conspirativa, desde hace un buen tiempo los coroneles retirados del Ejército John Marulanda y Luis Alberto Villamarín Pulido vienen advirtiendo en libros y artículos de prensa la existencia de una especie de "yihad" que se estaría cocinando en el patio trasero de los Estados Unidos.
“Con altos índices de corrupción y una impunidad superior al 90 %, Latinoamérica se presenta entonces, como un refugio para terroristas islámicos, capos del narcotráfico y cabecillas del crimen organizado transnacional. La porosidad de sus fronteras es otro elemento importante para que líderes o miembros de las organizaciones extremistas, reconocidos y perseguidos, se muevan con agilidad y discreción, evadiendo a sus perseguidores”, escribió Marulanda en 2021.
En este contexto, la cercanía del régimen venezolano con el iraní se insinúa per se como aquella puerta giratoria que estaría facilitando el ingreso de fundamentalistas islámicos en suelo latinoamericano. Caracas sería, entonces, el puerto de embarque y desembarque en América del terrorismo proveniente del Medio Oriente que, a fin de lograr sus objetivos contra el imperio gringo ‒epítome de la guerra santa contra Occidente‒, le apuesta a una alianza entre los ejércitos de Alá y el crimen organizado trasnacional en esta parte del globo.
Deviene entonces la pregunta obligada: ¿qué velas tiene Colombia en este entierro? Al ser nuestro país el aliado estratégico más leal e importante de Washington en Latinoamérica, apostarle a su desestabilización trae réditos inimaginables. Porque la importancia geopolítica de Colombia no es un asunto menor, dada su privilegiada ubicación en el continente, acceso al mar en el Pacífico y el Caribe, difícil y variada geografía y una riqueza inconmensurable.
De ahí que la paz en Colombia pase también por esta arista inexplorada de nuestra realidad en los territorios que, a la luz de la coyuntura, ha dejado de ser un simple mito o la loca teoría de una minoría. Las acciones sistemáticas y focalizadas del Clan del Golfo, el cinematográfico operativo para asesinar a Pecci y la logística de ese pandemonio bautizado genéricamente como Primera Línea ‒aclaro que no refiero a la protesta legítima‒ dan luces de unas capacidades de despliegue jamás vistas en Colombia para sembrar el caos y el terror. El dinero florece a borbotones para estas causas non sanctas.
Porque a la lista de delitos trasnacionales que fungen cual fuentes de financiación de las redes internacionales que delinquen en Colombia ‒algunas de las cuales enunciara Moisés Naím en su libro "Las cinco guerras de la globalización" en 2003, a saber: el narcotráfico, el tráfico de armas, la violación de la propiedad intelectual, el tráfico de personas y el lavado de activos‒ ahora podemos sumar otros fenómenos delictuales presentes en nuestra cotidianeidad. Esta lista negra la complementan el tráfico de órganos humanos, de minerales exóticos y de especies vivas, la deforestación a gran escala y la compraventa de artículos de lujo ‒teléfonos móviles, bicicletas y vehículos de gamas media y alta‒, entre otros.
Como un asunto prioritario de seguridad nacional se debería asumir la tarea de desenmarañar si esta intervención en los asuntos internos de Colombia es real o ficticia, máxime cuando la polarización en el país está en la agenda del día por cuenta de la carrera electoral para ocupar el solio de la Casa de Nariño este año. Al final del día, el camino para una yihad en suelo patrio estaría expedito, pues ni siquiera la sucesora del DAS ‒la enigmática Dirección Nacional de Inteligencia (DNI)‒ tiene una línea de investigación en este sentido, según algunas fuentes consultadas.
Una problemática que también merecería que las unidades investigativas que sobreviven en nuestra prensa le metieran el diente, apelando a su agudo olfato periodístico y a su rancia tradición en estas lides, pues es mucho lo que está en juego. Por algo dice el refranero popular que “en río revuelto, ganancia de pescadores”, así sea que estos provengan de lejanas tierras de Oriente.
*Este es un espacio de opinión y debate. Los contenidos reflejan únicamente la opinión personal de sus autores y no compromete el de La Silla Vacía ni a sus patrocinadores.