Además de esas formas de diversión, ella era feliz porque en Colombia solo veía a su mamá algunos fines de semana, y aquí la familia estaba junta. Pero esa felicidad luego se le trastocó en culpa.
"Con 17 años supe que estábamos aquí refugiados".
Cuando en la escuela secundaria tuvieron que hacer un trabajo de clase sobre la violencia en diferentes países, ella eligió Colombia. Y preguntó a su mamá por las cosas que siempre habían estado ahí. Cuando en el libro de historia lee la palabra refugiados, ya no es otra historia; es lo que somos nosotros.
Un día, empezó a hablar con su mamá. A coserle a preguntas. En las cárceles clandestinas donde pasaron algunos 15 años los detenidos desaparecidos saharauis inventaron muchos juegos para sobrevivir. Uno de ellos era “la silla”: un preso se sentaba en ella y el resto le cosía a preguntas. Por sus gustos y por sus amores. Y esas preguntas, una tras otra, son una especie de rebusque. Así terminaban conociendo todo de todos. Aunque no llegó a tanto, Natalia quería también saberlo todo. Hay veces que el silencio se rasga para siempre. Y esa mamá jueza, que vivió hablando de su nueva vida, empezó a contarle de los casos que llevaba. Tal masacre. Aquel magnicidio. Ese asesinato. A Natalia le parecía estar viendo una película. No parecía real, pero tenía demasiada imaginación para ser ciencia ficción.
Del Acuerdo de Paz todo le parece bien. Aunque tenía sus dudas de que algunos líderes de las ex-Farc estén haciendo política en el Congreso, su mamá le explicó que esas eran medidas para tratar de superar las cosas, y que la histórica exclusión política tenía que tomar un camino de vuelta para deshacerse, y que las armas y la política había, por fin, que separarlas.
Aquí, en Canadá, nadie te pregunta por qué viniste. Saben que tuviste problemas, pero prefieren no saber. Hay que tener mucha confianza para hacer esa pregunta. Cuando le pregunto para qué sirve dar su testimonio, dice:
"Para acercarnos a una verdad, que valga la pena lo que mi mamá hizo".