Llegué a lugares sin ser invitada e impuse mi única visión de cómo y qué debían aprender reforzando estereotipos racistas de “bondad blanca” y de “niños negros que necesitan protección y salvación” y yo recibí elogios y “que buena persona eres”, “debería haber más personas como tú”.
Incluso me creí una autoridad moral por yo sí tener consciencia mientras mis círculo sociales eran unos “privilegiados ciegos y patéticos Juanpis González”. ¿A qué costo?
Es deshumanizante, niega la agencia ajena e infantiliza y romantiza la pobreza. Que egoísmo tan cínico, que arrogancia tan ciega. Creía que mi bondad era tal que podía “salvar” a otrxs y que tenía la autoridad moral para juzgar a quienes no eran suficientemente “conscientes”.
Soy una mujer blanca, cisgénero, heterosexual, absolutamente privilegiada. El concepto de salvadora blanca es la arrogante intención de personas blancas privilegiadas de “salvar” o “ayudar” a personas, usualmente, empobrecidas, racializadas, sobre todo, niños y niñas, de su lamentable situación. Asumen que su superioridad académica o surplus de recursos son necesitadas para que “ellos” superen esa realidad.
Así, el privilegio, en muchos casos opresor e inconsciente de las estructuras desiguales del que salieron beneficiadas, es limpiado de culpa por tener actos “altruistas”. Estos actos suelen ser asistencialistas, descontextualizados, esporádicos y banales. Jugar con niños y niñas, regalar mercados, o juguetes en navidad, hacer algún taller o clase sin ningún proceso, etc.
La profesora antirracista decolonial Desiree Bela desarrolló este concepto como una perpetuación de la cosificación, exotización e instrumentalización que derivan del racismo y colonialismo, nutriendo las estructuras desiguales y opresoras. Recomiendo leer los medios Afrofeminas y Manifiesta que han publicado muy buen contenido al respecto. Este complejo, indudablemente, lo he padecido.
Al graduarme del colegio me fui tres meses a ser profesora voluntaria en Kenia, África. Me parecía un "gran plan" irme a otro continente, sola, a una realidad ajena a la mía, vivir en la casa de un pastor evangélico y dar clases donde no era necesitada.
Me tomé fotos con mis estudiantes negros que publiqué en mis redes sin su debido consentimiento y recibí elogios y aplausos por ser “tan buena”. Me acuerdo que el programa nos ofrecía hacer un tour por los slums lucrándose de esta porno miseria y lxs voluntarixs tomábamos fotos de las precarias condiciones de vida instrumentalizando su condición de vida y nosotrxs exotizándolo.
Durante mi carrera me vinculé a todos los posibles voluntariados en mis fines de semana, también fui 3 meses voluntaria a una favela en Río de Janeiro, donde daba clases en el barrio de diferentes cosas donde nadie me había pedido que lo hiciera.
Ya para cuando había terminado derecho en la universidad tenía un poco más de consciencia de lo problemáticas que habían sido mis acciones. Ninguna de las comunidades donde fui voluntaria habían pedido mi ayuda, ni yo había hecho el mínimo consulta ni acercamiento previo para comprender sus verdaderas necesidades y si mi presencia era o no pertinente, aparte de mi propia satisfacción.
Incluso, el modelo de Enseña Por Colombia, que convoca, selecciona y forma a jóvenes que quieran ser profesores durante dos años en colegios públicos en los que sus perfiles sean necesitados, ha sido fuertemente criticado por perpetuar, de nuevo, las dinámicas de salvadores blancos. Esto ha empujado a repensarse la propuesta y a apostarle a cambios sistémicos desde el reconocimiento de las comunidades, el liderazgo colectivo y la priorización del contexto.
Cuando entré a Enseña por Colombia ya ese discurso de “héroes” de la educación había sido descartado y la formación de la cohorte 2018 se enfocó en dotarnos de herramientas para, entre otras cosas, desmantelar el complejo de salvadores blancos e intentar prepararnos para cumplir con nuestro rol docente en instituciones educativas donde nuestra visión iba a chocar con la realidad.
Nuestra percepción sería seguramente la equivocada al ser nosotros los extranjeros ignorantes del contexto al que llegábamos. Aprendimos que no íbamos a transformar vidas, sino a transformar la nuestra al escuchar y vivir otra realidad, aprendimos a abandonar la intención de "ayudar" para mínimo, comprender, como mínimo, nuestra ceguera.
Pues, en efecto, los dos años que viví en el pueblo de Barú como profesora me cacheteó el racismo, colonialismo y arrogancia en mí. Aún lo sigo deconstruyendo. El ejercicio de escuchar, trabajar colectivamente en comunidad, de respetar las dinámicas propias de estas y de no confundir la apreciación de la cultura con su apropiación exige una autoconciencia, cuestionamiento y enamcipación del ego constante.
Es, claro, mucho más frustrante y lento ¿Cómo aportar desde la horizontalidad y no “ayudar” desde la superioridad? ¿Cómo agregar valor y acompañar procesos, en mi caso educativos, sin colonizar? ¿Cómo no caer en el amarillismo y evitar perpetuar desigualdades?
Hay una muy delgada y difusa línea que divide la acción con daño de la cooperación. Esta última exige conciliar diferentes visiones de desarrollo, de educación, de salud, de intervención, y aceptar que la propia visión no es la correcta y que el protagonismo no puede ser el propio.
Ese complejo de salvador blanco ha despojado tierras en nombre del desarrollo, ha destruido ecosistemas y desplazado poblaciones enteras en nombre de la creación de empleo con megaproyectos de infraestructura, ha torturado, esclavizado y asesinado a millones en nombre de la evangelización y la salvación de Dios.
No, no es suficiente tener buenas intenciones. A la mierda las buenas intenciones. Así se titula un excelente discurso del profesor Illinch que en 1968 le pegó una vaciada a un grupo de norteamericanos que irían a México de voluntarios a costa del imperialismo.
Si no se escucha, se coloniza.
Ahora, esta columna no pretende vanagloriarme de ahora sí tengo esa consciencia, tan coherente y entendida pues. No es caso, pues la sigo embarrando. Quiero, más bien, cuestionar los cuestionamientos que yo misma estoy haciendo pues es interesante la intensa fijación y crítica intransigente que hay hacia quienes decidimos dedicarnos a “causas”, ya sean ambientales, políticas o sociales. Críticas, muchas claro, a lugar y fundamentales para interpelarnos, ajustar, reparar, mejorar y afinar nuestra lucha tomando en cuenta los infinitos errores que podemos cometer en el camino. Pero otras, valga la redundancia, cuestionables.
Se les exige a quienes se atreven a llevar una bandera alcanzar una vara altísima de absoluta coherencia y perfección moral que puede ser paralizante. A no ser asistencialistas, o ser suficientemente buenas feministas, o ambientalistas, o antirracistas, o anticolonialistas, a no usar términos homofóbicas o abolicionistas o no abolicionistas o transincluyentes o transexcluyentes o xenófobos o tener sesgos de derecha o de izquierda, o a reciclar o a no ser elitista.
Esta inspección, además, está permeada por una misoginia selectiva. No se le exige tanto a hombres que están ejerciendo liderazgo por estas causas como se les exige a las mujeres. Y es curioso porque estas exigencias a mujeres, que repito, son importantes, suelen venir de otras mujeres, perpetuando así dinámicas de mutua cancelación y rivalidad.
De salvadora blanca se ha tildado a Moha Gerehou, periodista, activista y expresidente de SOS Racismo, a la Princesa Diana, a la influencer Aida Domenech, Dulceida y recientemente a la primera dama Verónica Alcocer, pero muy poco a hombres que también lo han padecido. Hay una extraña satisfacción en señalar y reprochar sobre todo a quienes son más visibles. Casi como si ese señalamiento limpiara de toda culpa.
Las redes sociales han aumentado la eixgencia de tener un enfoque diferencial y sistémico al trabajo comunitario y/o social. De esto hay muchísima literatura. Sin embargo, esa tolerancia cero a tener puntos ciegos y por tanto a justificar peligrosísima cultura del cancelamiento que reduce la complejidad de todo trabajo a un solo acto, comentario o publicación desafortunada.
¿Entonces, mejor no hacer nada? No, pues no. El trabajo social, comunitario y humanitario, cuando es colaborativo, consciente y cuidadoso, es fundamental, cumple un rol en la construcción, y muchas veces reconstrucción, del tejido social, en balancear y redistribuir las oportunidades, recursos y bienes que han sido inequitativos.
Claro que sí nos tenemos que evaluar y revaluar constantemente. El primer paso, considero, es el vergonzante reconocimiento que hemos sido, he sido – o me he creído- salvadora blanca, para con esa culpa navegar un proceso de trabajar distinto.
Sin embargo, cuidar cada palabra y cada acción por el altísimo nivel de escrutinio público, sobre todo para quienes son los bienpensantes y autoridades morales, es agotador.
Hacemos lo mejor que podemos con la información que tenemos. Imposible será no volver a equivocarse, faltan muchas contradicciones e incoherencias por cometer, de lo contrario sería rendirnos a la indignación pasiva y cómoda de quejarse en el mundo digital y no hacer nada. Esto no exime de responsabilidad, pero sí permite discriminar de las inevitables críticas, cuáles vienen desde un lugar misógino y cuáles desde uno constructivo.