En una lancha de cuatro motores, con unas ochenta personas de China y bajo el fuerte sol del Caribe, viaja un hombre de Camerún. Las voces se interrumpen con el sonido de la lancha golpeando las olas. Cada tanto salpica agua dentro de la embarcación y el viento trae el sonido de quienes vomitan en las bancas de adelante. Algunos, con el celular envuelto en una bolsa plástica, toman fotos.
La lancha parte desde Necoclí (Antioquia), junto con otras de la misma envergadura, y transporta migrantes de un lado del Golfo de Urabá al otro. Algunas van al municipio de Acandí (Chocó) y otras a Capurganá, que es un corregimiento del mismo municipio, ubicado un poco más al norte. En ellas hay rostros de todos los colores, hablantes de muchos idiomas y personas viajando desde, al menos, tres continentes distintos.
Estas personas, según el dinero que tenían, terminaron de aprovisionarse en Necoclí antes de entrar al Darién. Junto con niños, niñas y mascotas, cargan carpas y grandes maletas, cubiertas de bolsas plásticas.
El hombre de Camerún compró acetaminofén y comida y lo empacó cuidadosamente. En este municipio algunas organizaciones humanitarias acompañan la estadía de las personas migrantes. Sin embargo, de ahí en adelante estarán solas.
La mayoría de las personas quieren llegar a Estados Unidos; huyen de las condiciones en sus países de origen, de la pobreza y la violencia, y tienen la esperanza de que al norte del continente encontrarán un futuro mejor para sus familias.
El hombre de Camerún, en cambio, explica que va donde “pueda vivir”. En su país hay una guerra y “es traumático”, dice. Sin embargo, es un futuro para él mismo lo que busca, porque como consecuencia de esa guerra su familia “ya no está en ninguna parte”.
Acandí, donde va a desembarcar, es un municipio en el que hay más víctimas del conflicto armado que habitantes censados. Allí, alejado de las playas y el turismo, en un campamento junto a cientos de migrantes, el hombre de Camerún tendrá un espacio para ubicar su pequeña carpita de colores y pasar la noche.
También allí una familia ecuatoriana ubicará sus pertenencias en el lugar donde le ordenaron hacerlo. La familia se reúne en torno a una de las niñas más grandes, de unos 13 años, que llora incansablemente. Las mujeres la abrazan, intentando consolarla, y su padre le dice que todo va a estar bien.
La familia tiene dudas sobre las distancias que les esperan, el dinero que tendrán que pagar y los peligro que aguardan en la selva. En este enorme campamento, al que han llegado en un solo día unas mil personas, muchos tienen preguntas y miedo. Ninguna entidad del Estado u organización humanitaria está presente.
Durante enero y febrero, según datos del gobierno panameño, al menos 358 migrantes de Camerún caminaron a través de la selva del Darién y llegaron con vida del otro lado. En los dos primeros meses del año unas 48.933 personas chinas, ecuatorianas, haitianas, nigerianas, venezolanas y de otras nacionalidades también tuvieron que arriesgar su vida caminando por esta selva. Al llegar a Panamá tenían los pies deshechos, la salud menguada, habían perdido la mayor parte de sus pertenencias y, algunos, también a sus familiares.
Médicos Sin Fronteras (MSF) hace un llamado a los gobiernos de Colombia y Panamá para que atiendan esta situación como lo que es, una crisis humanitaria regional y sin precedentes, garantizando rutas seguras y asistencia humanitaria a las personas que migran.
Asimismo, invita a las organizaciones humanitarias a que extiendan sus actividades hacia los espacios de llegada de migrantes en los cascos urbanos y las zonas rurales de Acandí y Capurganá, donde han sido dejadas a su suerte.