Pero mientras en ese momento la acción clandestina fue un activador de las denuncias en toda la universidad, en septiembre significó una crisis y mostró un debate del corazón del feminismo que todavía no está zanjado.
Algunas personas han reconocido en lo que pasó una expresión más de la rabia y la necesidad de mecanismos de denuncia por parte de las víctimas de acoso y abuso sexual. Para otras es totalmente distinto, porque es una amenaza, que es justo lo que la Corte Constitucional trató de limitar en su sentencia.
“Entiendo la rabia y entiendo la rabia organizada. Cada persona encuentra cómo sacar la rabia de su cuerpo”, dijo una estudiante de Periodismo que pidió no ser citada por su cercanía con las mesas de negociación universitarias.
Según Mónica Godoy, activista y quien ha acompañado a colectivas estudiantiles de la Universidad Nacional en sus procesos de denuncia, creando precedentes legales clave para la comprensión del problema, lo que pasó “no es nueva ni la protesta beligerante ni la pedrea. Si no quieren personas radicalizadas entonces que las universidades hagan su trabajo bien”, dijo.
Para Cindy Caro, profesora de la Universidad del Rosario y exrepresentante de egresados ante el Comité de Género de la Universidad Nacional, lo que hay es un doble rasero para entender el tema. “Las mesas de diálogo tienen el riesgo de caerse tras esos hechos, pero también se fortalecen porque las administraciones saben que puede ser peor. Por eso las feministas se desmarcan, pero esas acciones las fortalecen”, dijo.
Y de hecho, así fue. En la Universidad de Antioquia está más activa que nunca —desde el auge de las denuncias en 2018— una mesa de todos los estamentos que se reúne semanalmente con el fin de crear un plan de emergencia, una política de género y una unidad especial de atención a las violencias.
En la Universidad Nacional la oficina de veeduría disciplinaria dejó en firme sanciones contra un profesor denunciado por acoso sexual desde hace cuatro años. Algunos decanos han adoptado el mecanismo de separación preventiva, que es adoptar mecanismos para que las víctimas no tengan que ver directamente a sus presuntos agresores.
Aún así, las universidades públicas siguen crudas y enfrentan un cambio generacional que cada vez les hará más difícil mantenerse estáticas ante el problema de las violencias de género.
Hay avances, pero no dan tranquilidad
De las universidades públicas más grandes del país, la del Valle y la del Atlántico tienen un protocolo de atención a las violencias de género y la Nacional una política de equidad. La UdeA, aunque tiene el diagnóstico de violencias más antiguo (desde 2002), apenas el año pasado contrató a un equipo para crear una política de equidad de género. El proceso puede tardar tres años.
“Hemos hecho un trabajo constante y hemos cometido errores que debemos reconocer”, dice John Jario Arboleda, rector de la Universidad de Antioquia, reconociendo su responsabilidad en el tema. “Seguro no hemos hecho suficiente, pero hay una evidencia de que estamos haciendo cosas”, agregó.
Los vacíos siguen distanciando a las víctimas.
“El silencio administrativo es aturdidor. Hay avances importantes, pero existe una estructura hegemónica y violenta”, dice Sara Fernández, profesora de trabajo social de la UdeA, activista y directora del equipo que está creando la política en esa universidad.
Esa estructura es la misma que hace que en la Nacional, a pesar de haber una política funcionando, persistan los escraches, la violencia y se radicalice cada vez más esa rabia. Por ejemplo, recientemente la Procuraduría sancionó a esa universidad y a varios de sus funcionarios por no actuar ante unas denuncias de acoso sexual que tiene el profesor Fabián Sanabria. La denuncia salió de una investigación académica del colectivo anónimo Las Que Luchan, acompañadas de Mónica Godoy.
En todo caso, es un problema que tiende a aumentar si no hay una respuesta efectiva y rápida de las instituciones. Lo que demuestra que también los mecanismos de violencia y acción directa se adaptan a esos reclamos y ponen la violencia de género como un asunto de su lucha. Esta vez, más que señalando a las instituciones, responsabilizando y amenazando con justicia propia a quienes directamente los encapuchados han definido como agresores. “Lo que estamos viendo es que el debate se define en términos prácticos, no académicos: se está definiendo si se mata o no a un profesor”, dice Adrián Restrepo, profesor de Derecho de la Universidad de Antioquia y quien ha estudiado la movilización estudiantil desde los años 70.
Además, el cambio de generaciones cada vez más reacias a aceptar el silencio administrativo es palpable en todas las universidades. Incluso en los colegios desde el año pasado empezó una ola de escraches, denuncias y manifestaciones contra el acoso sexual. “Las chiquitas nos dan sopa y seco. Y las directivas parece que no saben lo que tienen enfrente: es una papa caliente”, cierra Fernández.