Ante la inoperancia de las universidades, se radicaliza el escrache

Ante la inoperancia de las universidades, se radicaliza el escrache
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El 19 de septiembre, tres mujeres y un hombre encapuchados entraron a la oficina administrativa de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia, sacaron a sus funcionarios y estallaron papas bomba allí dentro.

“Les dijimos que íbamos a ir uno por uno”, se escucha decir en un video grabado por una estudiante a una de las encapuchadas. “Y vamos a cumplir. Uno por uno. Sabemos quiénes son, con quién se mantienen, qué estudian y dónde viven y no vamos a descansar hasta quemar a todo este montón de violadores”, dice la misma mujer.

Luego atravesaron todo el campus e hicieron lo mismo en una oficina administrativa en la Facultad de Artes. Los computadores y las sillas de los escritorios quedaron destruidos y cubiertos de un polvo amarillo.

Ante la inoperancia de las universidades, se radicaliza el escrache
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“La cara de las personas que estaban en las oficinas era de miedo. Quienes estábamos afuera estábamos indignados”, cuenta Karen Sánchez, investigadora y periodista de un proyecto de la Universidad. Ese día, cuando las encapuchadas salieron a repartir su comunicado, ella estaba en una de las cafeterías cerca a la Facultad de Educación.

El comunicado está firmado por Acción Clandestina Policarpa Salavarrieta, un movimiento nuevo que se autodenomina feminista, hizo su primera aparición ese día y desde entonces no ha vuelto a aparecer. Señala con nombre propio a 20 profesores y estudiantes de ser acosadores o abusadores sexuales.

Algunos no han vuelto a la universidad desde entonces y no lo harán por algún tiempo. 

“Solicité una licencia para no ir a la universidad porque es peligroso para mi. Estoy dando mis clases en otra sede”, le dijo a La Silla Francisco Cortés, profesor del Instituto de Filosofía denunciado en ese panfleto.

Los hechos sucedieron un día antes de que el rector John Jairo Arboleda y su equipo más cercano se reunieran en una mesa de negociación con feministas y colectivos de mujeres de la universidad, algunos que desde agosto habían usado la denuncia pública —escrache— para señalar de acoso y abuso sexual a varios presuntos agresores de todos los estamentos y habían pedido espacios de conversación con la administración.

La universidad había entrado en un nuevo ciclo de escraches, asambleas y conversaciones desde el 3 de agosto cuando tres encapuchados del grupo Estudiantes Transformaciones Alternativos (ETA) se metieron a los salones de dos profesores de Derecho, los señalaron de acosadores y pintaron en sus salones consignas contra el acoso.

Ese nuevo ciclo de denuncias y agresiones, que son cada vez más frecuentes en las universidades para señalar su falta de protocolos y sanciones ante las violencias basadas en género, esta vez tiene un contexto distinto.

Por un lado, la sentencia que en agosto del año pasado la Corte Constitucional sacó sobre ese tema en la que reconoció al escrache como una forma legítima de denuncia y le puso límites, obligando a las instituciones a escuchar esos llamados más que a condenarlos por supuestamente no respetar la presunción de inocencia. Por otro, la radicalización de ese mismo mecanismo, llegando incluso a la amenaza de muerte, que les dio una razón a los agresores para declararse víctimas y puso en riesgo las negociaciones y conversaciones pacíficas sobre ese tipo de violencias en la universidad. La visión dividió al movimiento feminista universitario, que se opuso a las acciones de las encapuchadas, también autodenominadas feministas.

La división en el feminismo

El mismo día de la acción de las encapuchadas, la asamblea de mujeres de la Universidad de Antioquia, los colectivos que estaban en negociación con el rector, y por separado varios grupos de mujeres, víctimas de violencia de género, profesoras y estudiantes, sacaron comunicados desmarcándose de las amenazas que habían salido contra los presuntos agresores.

El movimiento feminista universitario se volcó contra lo que hicieron las encapuchadas rechazando sus formas y por las implicaciones que tenía en unas negociaciones que estaban avanzadas. Varias señalaron a las encapuchadas de usar mecanismos de violencia machista para tratar de erradicar la violencia basada en género, e incluso desde un perfil falso alguien denunció con nombre propio a dos estudiantes de ser las que supuestamente tiraron las papas bomba en las oficinas.

“Lo que hicieron las encapuchadas tiene un discurso desproporcionado, peligroso y tremendamente patriarcal. Puso en riesgo nuestro proceso que no es pacífico, porque incomoda, pero que es transparente y legal”, dice una de las estudiantes que escrachó a un profesor de la Facultad de Derecho y luego inició un proceso disciplinario contra él pero pidió no ser citada para no comprometer la investigación.

Ella inició ese proceso junto a otras cuatro mujeres justo después de la acción de ETA en agosto. “Fue como un llamado espontáneo, no podíamos dejar que los hombres se tomaran nuestro discurso”, dijo sobre la provocación que suscitó ese hecho. 

Pero mientras en ese momento la acción clandestina fue un activador de las denuncias en toda la universidad, en septiembre significó una crisis y mostró un debate del corazón del feminismo que todavía no está zanjado.

Algunas personas han reconocido en lo que pasó una expresión más de la rabia y la necesidad de mecanismos de denuncia por parte de las víctimas de acoso y abuso sexual. Para otras es totalmente distinto, porque es una amenaza, que es justo lo que la Corte Constitucional trató de limitar en su sentencia.

“Entiendo la rabia y entiendo la rabia organizada. Cada persona encuentra cómo sacar la rabia de su cuerpo”, dijo una estudiante de Periodismo que pidió no ser citada por su cercanía con las mesas de negociación universitarias.

Según Mónica Godoy, activista y quien ha acompañado a colectivas estudiantiles de la Universidad Nacional en sus procesos de denuncia, creando precedentes legales clave para la comprensión del problema, lo que pasó “no es nueva ni la protesta beligerante ni la pedrea. Si no quieren personas radicalizadas entonces que las universidades hagan su trabajo bien”, dijo. 

Para Cindy Caro, profesora de la Universidad del Rosario y exrepresentante de egresados ante el Comité de Género de la Universidad Nacional, lo que hay es un doble rasero para entender el tema. “Las mesas de diálogo tienen el riesgo de caerse tras esos hechos, pero también se fortalecen porque las administraciones saben que puede ser peor. Por eso las feministas se desmarcan, pero esas acciones las fortalecen”, dijo.

Y de hecho, así fue. En la Universidad de Antioquia está más activa que nunca —desde el auge de las denuncias en 2018— una mesa de todos los estamentos que se reúne semanalmente con el fin de crear un plan de emergencia, una política de género y una unidad especial de atención a las violencias.

En la Universidad Nacional la oficina de veeduría disciplinaria dejó en firme sanciones contra un profesor denunciado por acoso sexual desde hace cuatro años.  Algunos decanos han adoptado el mecanismo de separación preventiva, que es adoptar mecanismos para que las víctimas no tengan que ver directamente a sus presuntos agresores. 

Aún así, las universidades públicas siguen crudas y enfrentan un cambio generacional que cada vez les hará más difícil mantenerse estáticas ante el problema de las violencias de género.

Hay avances, pero no dan tranquilidad

De las universidades públicas más grandes del país, la del Valle y la del Atlántico tienen un protocolo de atención a las violencias de género y la Nacional una política de equidad. La UdeA, aunque tiene el diagnóstico de violencias más antiguo (desde 2002), apenas el año pasado contrató a un equipo para crear una política de equidad de género. El proceso puede tardar tres años.

“Hemos hecho un trabajo constante y hemos cometido errores que debemos reconocer”, dice John Jario Arboleda, rector de la Universidad de Antioquia, reconociendo su responsabilidad en el tema. “Seguro no hemos hecho suficiente, pero hay una evidencia de que estamos haciendo cosas”, agregó.

Los vacíos siguen distanciando a las víctimas.

“El silencio administrativo es aturdidor. Hay avances importantes, pero existe una estructura hegemónica y violenta”, dice Sara Fernández, profesora de trabajo social de la UdeA, activista y directora del equipo que está creando la política en esa universidad.

Esa estructura es la misma que hace que en la Nacional, a pesar de haber una política funcionando, persistan los escraches, la violencia y se radicalice cada vez más esa rabia. Por ejemplo, recientemente la Procuraduría sancionó a esa universidad y a varios de sus funcionarios por no actuar ante unas denuncias de acoso sexual que tiene el profesor Fabián Sanabria. La denuncia salió de una investigación académica del colectivo anónimo Las Que Luchan, acompañadas de Mónica Godoy.

En todo caso, es un problema que tiende a aumentar si no hay una respuesta efectiva y rápida de las instituciones. Lo que demuestra que también los mecanismos de violencia y acción directa se adaptan a esos reclamos y ponen la violencia de género como un asunto de su lucha. Esta vez, más que señalando a las instituciones, responsabilizando y amenazando con justicia propia a quienes directamente los encapuchados han definido como agresores. “Lo que estamos viendo es que el debate se define en términos prácticos, no académicos: se está definiendo si se mata o no a un profesor”, dice Adrián Restrepo, profesor de Derecho de la Universidad de Antioquia y quien ha estudiado la movilización estudiantil desde los años 70.

Además, el cambio de generaciones cada vez más reacias a aceptar el silencio administrativo es palpable en todas las universidades. Incluso en los colegios desde el año pasado empezó una ola de escraches, denuncias y manifestaciones contra el acoso sexual. “Las chiquitas nos dan sopa y seco. Y las directivas parece que no saben lo que tienen enfrente: es una papa caliente”, cierra Fernández. 

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