Aunque, por supuesto, ese desprecio no es generalizado allí. Así me contó que lo pudo constatar Jahfrann, el fotógrafo e influencer que ha cubierto por redes el estallido caleño desde adentro y se hizo reconocido nacionalmente por tomar las imágenes del publicista Andrés Escobar disparando a manifestantes sin que la Policía hiciera nada. Ese mismo día, en medio del enfrentamiento, Jahfrann terminó auxiliado por otro habitante de Ciudad Jardín.
(“Yo corría huyendo de los tiros cuando me topé con un residente que estaba en una moto de alto cilindraje. No nos dijimos nada. Él me miró, yo lo miré y simplemente me monté rápido y me sacó de allí. También pude ver cómo en casas, de esas de 1.500 millones, metían a chicos heridos para ayudarlos”, me relató cuando hablé con él en Siloé).
Este rostro de la Cali del sur tenía miedo y hoy más bien siente rabia, prosigue Máximo Tedesco. Y esa rabia está totalmente mediada estas semanas por el tema electoral. Pues los vecinos de Ciudad Jardín están convencidos de que si Petro llega a perder, la protesta volvería a encenderse. (Un asunto que temen otros habitantes de Cali que me lo dijeron, pero que negaron los miembros de la Primera línea de Puerto Resistencia).
“Da rabia y hasta tristeza, sabemos que si no gana este señor, todo este mundo de gente loca que él está azuzando nos va a volver esto nada”, dice Tedesco.
Y por eso algunos se están preparando para defenderse. Adquiriendo motos y más armas. Incluso han dicho que quieren manifestarle su situación a Federico Gutiérrez, el candidato presidencial de la derecha que casi todos ellos apoyan.
“Se están preparando por si vuelve a pasar, unos con armas, otros han comprado motos, yo no estoy con las armas, pero sí con la defensa, ¿qué puede hacer uno si vienen a quitarle las cosas? ¡defenderse! Eso fue lo que hizo Andrés (Escobar), que no mató a nadie, defendió nuestro terreno y ahora está en este rollo. Ya me llamaron para que hablara con Fico ahora que venga a Cali, la gente de nuestro sector está organizada para votar por él”.
- Máximo, ¿conoces Puerto Resistencia, allá en el oriente? ¿Has pasado por el monumento de la mano empuñada?
- Para mí eso no es ningún Puerto Resistencia, para mí eso debería llamarse puerto vergüenza, porque ese monumento, que es una porquería, es un símbolo a la sinvergüencería, eso hay que quitarlo de ahí, eso no representa a Cali.
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Si hay un sentimiento común que por estos tiempos une a todas las Cali que convergen en Cali es la malquerencia hacia Jorge Iván Ospina. El alcalde de izquierda que llegó al poder enfrentando a las élites empresariales y en alianza con maquinarias y cuestionados.
Él lo sabe. No sólo porque así lo señale el hecho de contar con los peores índices de favorabilidad entre los alcaldes de todo el país (según la Invamer Poll del mes pasado, comenzó a caer en picada desde que inició el estallido). También porque así se lo han expresado directamente en la calle varios de sus gobernados. Con insultos e incluso piedras. Hasta hace cinco meses, ni siquiera podía salir sin riesgo de exponer su seguridad física. “¡Me mataban!”, cuenta.
Las razones resumidas tienen que ver con que en el Paro tendió puentes para el diálogo y les dio estatus a los manifestantes sin que éstos levantaran los bloqueos, lo que lo dejó mal con los opositores de la protesta. Y, por otro lado, también tomó medidas como no prestar escenarios para que la minga se manifestara y pedir ayuda al Gobierno Nacional, lo que lo dejó mal con sus partidarios.
“Ahí me disculparán la referencia al personaje, pero la historia me absolverá”, dice desde su despacho en el centro de la ciudad, en donde aceptó conversar, más allá del discurso oficial, sobre lo sucedido y reconoce que quedó “en la soledad total”.
“Yo tenía el 80 por ciento de favorabilidad, era aplaudido, amado, pero no me fui a la trinchera, como querían los muchachos, ni al autoritarismo, como me pedían los otros ciudadanos. Cuando uno se queda en la mitad, pierde el afecto de todos. Alinearse a un lado es interesante desde el punto de vista político porque uno encuentra aliados. La mitad es la posición tibia, pero es la más digna”.
Ejemplo de esa “tibieza” podría ser cómo está manejando hoy la división social que se evidencia en la lucha por los monumentos. El mandatario, por un lado, se niega a tumbar el puño alzado de Puerto Resistencia, que claramente fue levantado sin permisos, como se lo han pedido varios ciudadanos a través de derechos de petición. Por otro, responde a los interesados que la estatua del conquistador Sebastián de Belalcázar, derribada por los manifestantes, se puede volver a instalar, aunque con una placa que recuerde “la verdad histórica del personaje”.
Eso sí, esto de ahora no es lo más difícil que le ha tocado. Hace un año y durante las semanas siguientes, el mandatario simplemente perdió el control de la ciudad, que llegó a sumar 33 puntos de bloqueo.
La gente se quedó sin posibilidad de transporte. Las redes de semáforos fueron vandalizadas en su mayoría. El sistema integrado de transporte MÍO estuvo literalmente bajo ataque y tuvo que parar por 17 días. Los pocos que se atrevían a salir lo hacían persignándose o a punto del llanto.
No había casi opciones para sacar plata, con 127 cajeros destruidos y 77 oficinas de banco vandalizadas. Los alimentos escasearon. Dormir era todo un reto para los nervios, en medio del sonido de balas, alarmas de casas y de carros, gritos y explosiones. Y en el día el paisaje se volvió los tablones de madera intentando resguardar residencias y negocios.
Ospina tenía que responder políticamente por esa situación y entró en crisis.
En Cali dejaron de verlo públicamente por tres o cuatro días y empezó a correr el rumor de que había abandonado el cargo.
Él dice ahora que, aunque sí estuvo afectado emocionalmente, eso jamás pasó por su cabeza. “Uno sí llora, grita, se molesta, pero el camino fácil hubiera sido la renuncia”.
Le apostó a buscar a la comunidad internacional y a tratar de hablar con los manifestantes para desactivar el incendio con diálogo. Volcó el esfuerzo de la administración a visitas en los puntos de resistencia. Pero en un principio ni siquiera sabía qué era una Primera línea.
La primera conversación que logró tener con los líderes de la protesta fue en el punto del Paso del Comercio (hoy llamado Paso del Aguante, como tantos otros lugares que tuvieron una resignificación) dentro de una ambulancia, que enseguida fue atacada por agitadores armados que lo alcanzaron a golpear en la cabeza a él y a otros funcionarios. Ospina, que apenas estaba tratando de ganar la confianza de su contraparte, en un acto de claro desespero tomó un bisturí, se abrió la mano y propuso sellar un pacto de sangre para que le creyeran.
Aunque otra dificultad era que, según detalla, la llamada Unión de Resistencias de Cali nunca le presentó peticiones concretas locales. “Que renuncie Duque”, le contestaron una vez que él les preguntó qué era lo que querían. (Al final, concretó con ellos como resultado de las manifestaciones la creación de un centro para tratar a consumidores de droga, unas 600 huertas comunitarias y varios contratos de trabajo que la Alcaldía ha entregado a protestantes).
Por esos días, sus vecinos de edificio en el barrio Cristales, muertos de miedo de ser atacados, le dejaron una nota por debajo de la puerta en la que le pedían que se fuera de esa residencia.
Al igual que muchos caleños que sufrieron aquello, Jorge Iván Ospina llegó a estar convencido de que la ciudad iba para una guerra civil. El día en que dice que sintió más angustia fue cuando vio “a Zapateiro (comandante del Ejército) decir que él con mil hombres resolvía lo que estaba pasando en Cali”.
Un año después, en general la sensación de descontrol no se ha ido. Ni el desánimo y la expectativa de que, en cualquier momento, esto se vuelva a prender y regrese la zozobra.
Quizás porque tras el estallido para muchos quedó la idea de que en Cali no hay autoridad para respetar, que a nadie le importa Cali. Así se puede notar en un simple recorrido por las calles, cuando uno ve, por ejemplo, una cantidad de motociclistas incumpliendo sin que pase nada las normas del uso del casco y la prohibición del parrillero hombre.
Y los frecuentes conductores de vehículo que, para sacarle el cuerpo a los trancones de no acabar, deciden circular por el carril exclusivo del MÍO. Y el hecho de que aún hoy casi cada semana se sigan presentando actos de vandalismo contra las estaciones de ese sistema integrado y a veces contra la red de semáforos, que no han podido terminar de ser recuperados del todo en su infraestructura física.
O quizás porque en estos meses no ha habido —ni a instancias de la Alcaldía ni de nadie en la institucionalidad— ningún espacio de cierre o de búsqueda de verdadero entendimiento entre los distintos rostros de una Cali edificada en gran parte por migrantes internos, en la que confluyen muchas y variadas violencias.
Quizás porque varios de los bancos que fueron destruidos y cerraron no quisieron volver a abrir sus oficinas y reactivar esos empleos y se quedaron ofreciendo servicios virtuales.
O quizás porque, aunque la clase empresarial se ha metido la mano al bolsillo con la iniciativa Compromiso Valle (que le apunta entre otras a tener más comedores comunitarios, a apoyar emprendimientos y a ayudar a formar en las comunas más vulnerables), y por esa vía hoy se pueden contar historias hasta de amistad entre un cacao y un líder barrial; todavía persiste el divorcio entre el sector privado y el público.
Quizás por una suma de todo.