El papá era ganadero y lo asesinaron paramilitares en 2005. Irma dice que su mamá se deprimió tanto que murió a los pocos meses y sus nueve hermanos se dispersaron. Después de buscar ayuda del gobierno por años y no encontrarla, terminó en ese humedal.
“Soy consciente de que estamos dañando el ambiente, pero no tenía otra opción —dice— Solo con la llegada de Petro, vuelvo a tener esperanza de salir de aquí”. Algunos llevan 27 años viviendo allí.
El hijo mayor de Irma maneja un mototaxi y dice que verlo así, sin estudio, le “hace doler el corazón”. Sus ojos se humedecen de nuevo. "Confío en este gobierno para que la historia no se repita con mi hijo menor. Yo sé que sí”.
Ella sigue viviendo en Berlín porque en Támesis no se pueden quedar a dormir. Y la casa desde la que Petro anunció las entregas está vacía.
Según dijo una fuente del Fondo para la Reparación de las Víctimas, FVR, que administra la hacienda, están contemplando la posibilidad de rentar la casa Támesis a un restaurante por 27 millones de pesos mensuales.
Daniel Rojas, el director de la SAE suspendido por la Procuraduría el viernes por tres meses, dice que el presidente Petro les pidió que estudiaran la posibilidad de hacer un centro cultural para los campesinos.
Varias beneficiarias en Támesis me dicen que les gustaría que se convirtiera en una escuela o un centro de salud.
Pero mientras esos planes se concretan, van a Támesis en las mañanas a quitar la maleza y después se devuelven a los lugares donde viven, como las invasiones del humedal Berlín.
La vida en Pontevedra
En cambio en Pontevedra, la finca que entregó el gobierno en Planeta Rica, y que queda a dos horas de Támesis, algunos campesinos sí se pasaron a vivir allí. La propiedad era de alias Falcón, excabecilla del Clan del Golfo, extraditado el año pasado.
Cervelión Cogollo, de 39 años, el líder campesino que nos llevó de Montería a Pontevedra, dice que sueña con que el proyecto que construyan pueda sacar de la pobreza a los campesinos de Planeta Rica. Señalando un terreno plano, verde, con algunos tamarindos, robles e higos, me cuenta que él, personalmente, quiere sembrar patilla.
“Cuando era niño mi papá, antes de que lo mataran los paramilitares, me mandaba a cuidar esos cultivos para que las aves no se los comieran. ¿Tú sabes la satisfacción que me va a dar cuando me pueda comer una patilla aquí?”. Su meta es estar en ese plan en tres meses.
“Lo que más me gustaría sembrar y comer de esta tierra es la maracuyá”, me dice Libardo Antonio Acevedo, de 59 años, cuando llegamos a la finca. “¡Es que ese jugo me da una contentura!”. Se abraza el pecho. “¡Y esa fruta sí que da plata!”. Sonríe y me ofrece una silla para sentarme en el kiosko donde guardan las herramientas de la hacienda.