Colombia no sembró en la juventud rural y hoy no hay quien coseche

Colombia no sembró en la juventud rural y hoy no hay quien coseche
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Miryan Gómez y Víctor Hugo Gómez Foto: Andrés Toquica /LSV.

Esta historia hace parte de la campaña #VolverAlCampo, en alianza con Bancolombia.

En medio de un cultivo de 1.200 plantas de fresas, a media hora del casco urbano de Zipaquirá (Cundinamarca) Miryan Gómez, de 55 años, sonríe mientras se empina y estira su brazo para mover un alambre que está encima del cultivo. “El sonido espanta las mirlas”, dice esta mujer delgada y bajita, de pelo corto. Esos pájaros suelen comerse su cultivo, y en los surcos de tierra ya se ven colgando de las ramas varias fresas rojas.

Ella trabaja sola en este cultivo con su esposo, Víctor Hugo: “Jóvenes no hay. No hay mano de obra, y está cara”.

Víctor Hugo está en una loma a unos cuantos metros del cultivo de fresas orgánicas. Ordeña una de las diez vacas que tienen. Viste un sombrero, una camisa gris y un pantalón gris y unas botas negras de caucho. Tiene 63 años. “Es el segundo ordeño, que siempre lo hacemos a las 3 de la tarde”, dice Miryan mientras lo mira y se lleva a la boca una fresa. “El primero lo hacemos a las 5:30 de la mañana”.

Víctor Hugo y Miryan, además, siembran papa criolla, pastusa y nativa. También tienen un gallinero con pollos y un jardín con suculentas, novios, geranios, pensamientos y bugambilias que decoran su casa. De vez en cuando contratan a un par de mujeres cabeza de familia, mayores de 40, que les ayudan cuando hay cosecha. De lo contrario, trabajan solos.

“Yo no sé qué va a pasar cuando nosotros no podamos trabajar porque es muy difícil conseguir mano de obra… Darle hasta que podamos”, dice Myriam, resignada. Cuenta que sus tres hijos se fueron “porque trabajar en el campo es muy duro y no da”.

Diana Paola, su hija mayor, tiene 32 años. Se fue a trabajar desde los 15 en el casco urbano de Zipaquirá y ahora es asesora comercial en una entidad financiera. Hugo Alfonso, el hijo del medio, tiene 27 años. Invirtió cinco millones en un proyecto agrícola y perdió el dinero. Es tecnólogo agropecuario y ahora vende insumos agrícolas en un almacén en Zipaquirá. Y su hija menor, Cindy Rocío, de 23, también es asistente administrativa en el Instituto de Deportes de ese municipio.

Desde que sus hijos y los demás jóvenes de su vereda se fueron no solo se ha hecho más pesado el trabajo, sino que la misma vida cotidiana ha cambiado. “Antes uno pasaba más tiempo en familia, ahora ves a tus hijos cada fin de semana o más y hay familias que se dejan de ver por completo. El campo ahora vive entre ancianos y se siente mucha soledad”.

La escasez de mano de obra joven que sufren Miryan y Víctor Hugo es la regla en el campo colombiano. Los jóvenes han migrado a las ciudades o han decidido dedicarse a otras tareas, dejando un panorama que preocupa no solo a los que siguen trabajando en el campo. También es un desafío para los empresarios rurales y para el presidente Gustavo Petro, quien ha prometido que su gobierno mirará al campo y ha destinado una cifra sin precedentes para el agro.

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Los que envejecen en el campo

Miryan Gómez nació y ha vivido siempre en la zona rural de Zipaquirá. “Desde que me acuerdo he cargado bultos de papa y cantinas de leche para montarlos en un burro”, dice. Recuerda que su mamá era campesina también y madre soltera de tres, así que ella y sus hermanos le ayudaban en las tareas de la finca que cuidaba su mamá desde que eran niños.

Al lado del cultivo de fresas hay una pequeña huerta seca, que Myrian y su esposo usaban para su sustento. Ahí sembraban cebollas, rábanos, zanahorias y otras hortalizas. Pero con los cultivos que ya tienen, no les ha dado tiempo para revivir esa huerta y tampoco consiguen quién les ayude a trabajarla. “No consigo suficiente mano de obra ni pagando”, dice.

Miryan recuerda que desde hace unos diez años empezó a llamar a jóvenes que trabajaban con ella y que ya no aparecían. “Todos habían conseguido otro trabajo hasta que llegó el día que ya no conseguí a ninguno”.

Y ella ya no puede trabajar como cuando tenía 20 años. “No puedo hacer tanto esfuerzo ahora porque tengo un desgaste en la columna. Yo creo que me la fregué de tanto cargar cosas en mi vida”.

Miryan paga 70 mil pesos el día de trabajo por persona. Ofrece además el desayuno y el almuerzo. “El problema es que uno ofrece ese trabajo por uno o dos días. Máximo por una semana y eso no le sirve casi a nadie”, explica.

Tanto que ni siquiera sus tres hijos quisieron dedicarse al campo: “No hay garantías. Ellos tienen hijos y esto no les da para mantenerlos”, dice Miryan. Además el trabajo no incluye ningún tipo de prestaciones de salud, pensión, vacaciones ni primas. Con frecuencia, según Myrian, no es rentable. “Así cualquiera se va, uno se queda porque no ha visto otra cosa”.

Por una canasta de fresas, lo que produce a la semana su cultivo en tiempo de cosecha, a Myrian le pagan 60 mil pesos. Pero lo que invierte en la siembra y cuidado, un proceso que toma un mes y medio, apenas le da para mantener el cultivo. También asegura que quienes se llevan la mejor parte son los intermediarios: “Sumercé ve cómo los intermediarios se quedan con 6 mil por una caja pequeña con unas diez fresas”.

Con la leche les pasa algo parecido. Cada vaca produce 8 litros diarios. Ese litro de leche se lo pagan a 2.000 pesos y a veces a 2.200, que es cuando gana. “Hoy nos cuesta 2.000 pesos producir un litro de leche por el concentrado de las reses, si les damos otro concentrado, entonces producen tres litros”.

Lo que le pasa a Miryan se replica en otras zonas del país.

En Andes, Antioquia, Yeison Galeano, de 26 años, está al frente de la pequeña finca cafetera de sus papás. Antes de estudiar su carrera como ingeniero agropecuario en la Universidad de Antioquia, recogía café en ese terreno. Hoy – dice él– es muy difícil conseguir mano de obra y jóvenes que lo hagan.

“Las personas que terminan trabajando en esto son las que están en situaciones más difíciles; no quisiera estigmatizar, pero solo consigues migrantes o jóvenes con problemas de adicción, habitantes de calle”, dice Yeison.

Para conseguir a estos trabajadores, cuando es tiempo de cosecha se busca la mano de obra en las plazas del pueblo. “Ahí llegan los andariegos. Son personas que van de municipio en municipio ofreciendo su mano de obra”, explica Yeison. Dependiendo de lo que ofrezcan otros mayordomos de las fincas se va estableciendo cuánta plata se paga por kilo de café recogido. En 2022 Yeison pagó a 800 pesos el kilo.

“Por aquí todos los caficultores tenemos líos a la hora de conseguir quién trabaje. Es un trabajo inestable, mal pago, y muy exigente físicamente”, dice Yeison. “Piensa que vos estás a veces hasta 12 horas al día al sol o al agua por 60 o 70 mil pesos. Muy pocos quieren eso. Lo hacen personas que no consiguen otra cosa”.

Las mismas dinámicas del campo son las que llevan a los jóvenes rurales y a los campesinos a la pobreza. Según un estudio del Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural, Rimisp, elaborado entre 2016 y 2019 (el más reciente), cerca del 40% de los jóvenes rurales colombianos se encuentra en condición de pobreza, y el 16,7% de jóvenes rurales vive en pobreza extrema. Más de tres veces el porcentaje de los urbanos en esta situación (4,8%).

Aunque la finca familiar de Yeison sí es rentable, su meta a corto plazo es mejorar los procesos del negocio de sus papás y luego irse a buscar otro trabajo con productores del campo que puedan pagarle más: “A uno no le va mal aquí en la finca, pero en un trabajo aparte creo que me iría mucho mejor”.

Los que se fueron del campo

“Tuve que salir de Choachí (Cundinamarca) porque no hay universidades”, dice Luisa López, una joven de 24 años que estudia ingeniería agrónoma en la Universidad Nacional. Se fue a vivir a Bogotá hace seis años. “A mí me gusta el campo, pero la calidad de educación está en las ciudades”.

Luisa primero probó suerte en Manizales estudiando química, pero se dio cuenta de que no era lo suyo y pensó que quizá le iría mejor en lo que sabe y por eso está estudiando ingeniería agrónoma en la capital. Su familia siempre ha vivido en el campo, en Une y Choachí, y su papá tuvo una pequeña granja con cerdos hasta que se quebró.

A Luisa la idea de volver al campo le suena, pero le parece difícil: “Es que en el campo ni siquiera han terminado de llegar los servicios públicos, no hay entretenimiento, no es fácil hacer una vida social, los que tienen internet es porque pagan datos de celular, pero somos muy pocos”.

Luisa cuenta que la idea de irse del campo le nació en el colegio. “Todos los profesores nos decían que siguiéramos estudiando para tener una mejor calidad de vida”. Su mamá, que es docente de primaria en veredas, también le insistía en que lo ideal era que siguiera estudiando. “Ella nos decía que solo estudiando podríamos viajar, conocer otros países y sobre todo tener un salario que no lo limite a uno tanto como el de los docentes”.

A pesar de eso, los fines de semana Luisa viaja a la finca de sus papás y siembra tomate chonto. Le molesta la incertidumbre de los precios: “Dependemos siempre de los precios de mercado de corabastos. Lo que nos quieran pagar”.

La historia de Luisa es parecida a la de Diana Paola Gómez, la hija de Myrian y Víctor Hugo. “Yo empecé a pensar en la idea de irme después de ver cómo el trabajo y el esfuerzo de mis papás no les daba para vivir bien”.

Diana recuerda que fueron muchos los años en que su papá no pudo vender la cosecha y que desde niña “me dolían esas jornadas tan largas de trabajo y que luego se quedaran enterradas”. Por eso desde los 15 años consiguió trabajos en almacenes en Zipaquirá. “Siempre quise estar afuera, y los profesores en los colegios también nos decían que estudiáramos para tener un mejor futuro”.

También dice que no le llamaba la atención la idea de dedicarse al campo como ama de casa. “Si para los hombres es difícil, para las mujeres también, el rol es cuidar a los niños y encargarte de la casa. No me gustaba la limitación de oportunidades, tanta incertidumbre con las cosechas y no poder ser independiente”.

Hoy trabaja como asesora comercial en una entidad financiera y está estudiando contaduría en el Sena.

Jorge Enrique Bedoya, presidente de la Sociedad de Agricultores de Colombia, coincide con Luisa y Diana en que las razones para irse del campo son muchas. “Los hijos de los campesinos vieron que sus padres después de muchos años de trabajo duro, no lograron mejorar su nivel de vida y de ingresos, eso es un desincentivo enorme”.

Bedoya también explica que los centros urbanos generan un atractivo porque ofrecen otra suerte de trabajos que no son tan exigentes y tienen mayor retorno. “A veces es más fácil ser mototaxista o vender minutos en la calle que dedicarse a labores del campo. Los que se dedican a cortar caña, por ejemplo, son unos verdaderos héroes por la exigencia física y técnica que requiere echar azadón todo el día”.

Un problema poco investigado

El campo tiene tal abandono en Colombia que no hay muchos estudios sobre el problema del envejecimiento rural. El último censo agropecuario, que mide y caracteriza la población, se hizo en 2014, y no hay diagnósticos recientes que permitan ver un panorama completo para dar soluciones asertivas en un territorio diverso como el colombiano. En zonas del conflicto, la seguridad y el riesgo de reclutamiento forzado, por ejemplo, es un problema adicional que obliga a los jóvenes a irse.

“Es un tema de percepciones porque no hay estudios sobre el tema. Lo que podemos decir es que hay una disminución de mano de obra, pero no solo de jóvenes, sino de cualquier edad”, dice Jorge Moreno, presidente de Fenavi, Federación Nacional de Avicultores.

En la misma línea, Felipe Pinilla, presidente de Analac, el gremio de los lecheros, dice sobre el fenómeno de la migración de jóvenes del campo a las ciudades: “En resumen es uno de los temas que no entendemos y sí es un problema”. Explica que no es un problema solo de Colombia o América Latina, sino que es un proceso que se vive a nivel global.

Según cifras del Banco Mundial, en el año 2000, el 53% (más de la mitad) de la población se mantenía en el campo. En el 2021 esa cifra bajó a menos de la mitad con 42%.

Un ejemplo de la gravedad del problema es California, en Estados Unidos. Es el estado más agrícola de ese país y aún así el gobierno tiene que importar la mano de obra con visas temporales porque no es fácil conseguir quién haga tareas agrícolas.

En Lincoln, Nebraska, el Center for Rural Entrepreneurship ha desarrollado cinco estrategias para hacer más atractivo el campo. Según la revista Peoria, están invirtiendo en tener el servicio de internet más rápido posible no solo para mejorar las ventas, sino para que las personas en el campo puedan recibir educación en línea. También están mejorando la vida en el campo construyendo lugares de ocio como cafés y otros espacios de teletrabajo. Promueven la cultura de “compra local” y están trabajando con los jóvenes para que se involucren activamente en la consté de políticas para hacer atractivo el campo.

“La respuesta al problema es investigación y desarrollo. Cuando hay estudios se logran atender unas necesidades con, por ejemplo, tecnología que ha permitido reemplazar lo que antes hacía un ser humano y que hoy ya nadie está dispuesto”, dice Pinilla. Por ejemplo, explica él, el ordeño en países como Francia se hace con maquinaria. En Brasil, la recolección de caña de azúcar en lugares planos también se hace con máquinas.

Ante la falta de información sobre el campo colombiano, la ministra de Agricultura, Cecilia López, le dijo a La Silla que están trabajando con el Dane “para determinar cuál es el mejor camino para actualizar la información sobre el sector rural”.

Hay unas cifras, en todo caso, que muestran la dimensión de la problemática. Se estima que de los 12,7 millones de colombianos entre los 14 y 28 años, menos del 25 % reside en el campo.

Y según la última Encuesta Nacional Agropecuaria, una medición de percepción elaborada por el Dane en 2019, del total de 1.474.590 de los productores agropecuarios (en un país de 48 millones de habitantes) sólo el 3% están en el rango de edad entre los 13 y 28 años.

El gobierno de Petro ha mostrado una intención de revertir las condiciones en el campo no sólo en el discurso sino también con el presupuesto que le dejó a la cartera de Agricultura. Pasó de tener un presupuesto de 2 billones en 2022 a 7 billones en 2023 con el total de adiciones.

La ministra López dice además que “en la Reforma Agraria y en los principales programas que está poniendo en marcha el ministerio estamos haciendo un énfasis especial para que los jóvenes se mantengan en el campo y para que aquellos que se hayan ido quieran regresar”.

Un incentivo, dice López, son las dos líneas de créditos para jóvenes rurales que ya lanzaron. Una se llama ‘Joven Rural’, que da un plazo de pago de ocho años con un periodo de gracia de dos años. Los recursos se pueden invertir en siembra de cultivos, compra de animales e inversión en infraestructura y maquinaria. La segunda es una línea especial de crédito para compra de tierras de uso agropecuario con financiación de hasta 20 años y tres años de gracia a tasas bajas.

Este gobierno también se puso la meta de profesionalizar el campo para que tenga un mejor “status y reconocimiento”. La ministra ha dicho que no solo se trata de dar tierras, por ejemplo, sino de llegar con servicios públicos, carreteras, educación y maquinaria. Con una infraestructura que compita con los atractivos de la ciudad. Pues aún con las dificultades que tiene trabajar en el campo, hay quienes le siguen apostando desde muy jóvenes. 

Los jóvenes que aún quedan en el campo

En Ubaté, Cundinamarca, Andrés Gómez, de 18 años, revisa la temperatura de su cultivo de champiñones blancos, en una finca a la que bautizaron “Champiñones La unión H&G”. “Tienen que estar entre 24 y 26 grados”, dice, mientras revisa un termómetro. Está en uno de los cuartos con repisas de madera en las que tiene bolsas de tierra con semillas de hongos.

“Cuando empiezan a aparecer unas manchas amarillas y blanco es el momento óptimo para aplicarles cobertura”, dice Andrés, señalando esas manchas. La cobertura es un tipo de tierra fertilizada que ayuda a que los champiñones crezcan.

Mientras revisa cada bolsa, Andrés recuerda que la idea de sembrar champiñones se le ocurrió a Juan Pablo, su papá, quien trabaja transportando carbón. Estaba iniciando la pandemia, en 2020, cuando Juan Pablo le dijo que tenía antojo de comer algo diferente. Pensó que pollo con champiñones podría ser una buena idea, así que fue a buscarlos en varias tiendas y mercados, pero no encontró.

“Cuando mi papá volvió, dijo que por qué no sembrábamos champiñones porque no había”, recuerda Andrés. En su familia nadie sabía cómo hacerlo, pero preguntando a varias personas, encontraron a un productor de champiñones en Chocontá que les explicó cómo montar el negocio. Su papá arrendó una finca por 4 millones de pesos mensuales y en estos dos años le invirtieron en infraestructura e insumos cerca de 50 millones de pesos.

También recibieron apoyo de la Agencia de Comercialización e Innovación para el Desarrollo de Cundinamarca y de la Asociación de Jóvenes Agrotierra Jóven. “Yo pensaba que hacer parte de las asociaciones o acudir a la agencia no iba a servir de mucho, pero me ha funcionado porque nos han guiado en cómo llevar el negocio con las finanzas y con los compradores”.

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Esa Agencia fue creada en junio del 2021 por el gobernador de Cundinamarca, Nicolás García, con el fin de que los productores tengan precios justos por sus productos, y para solucionar problemas de logística, mercadeo, transporte, entre otros.

En cuanto a la asociación, uno de sus líderes, Kevin Pérez, de 27 años, dice que el asociarse les ha ayudado a ir donde los políticos y hacer espacio para estos pequeños productores.

“Nos hemos dado cuenta de que la plata está en las compras públicas”, asegura Kevin. Su huerta de hortalizas en Zipaquirá es rentable. Contrata con mercados pero también con colegios y cárceles. Y en el tiempo que le queda se dedica a acompañar a otros jóvenes pequeños productores como Andrés. “Es que podemos vivir sin todo, pero no sin comida”, explica sobre su apuesta por el campo.

Andrés trabaja de lunes a viernes de ocho de la mañana a cinco de la tarde. Los sábados solo trabaja de 8 a 10 de la mañana porque está estudiando en la Universidad Uniminuto Administración Financiera.

En la finca de Andrés trabaja otra mujer, Leidy, que antes se dedicaba a ser ama de casa. Leidy y Andrés cuidan casi mil bolsas que están distribuidas en cinco salas. Desde que empezó su negocio, han vendido unas 30 toneladas de champiñones.

Cada uno gana un mínimo con prestaciones. “Es preferible que seamos solo dos, pero con prestaciones”, dice Andrés. También dice que le gusta su vida en el campo. “Trabajar viendo mis champiñones me relaja. Me gusta la tranquilidad y el silencio. Prefiero estar aquí que vendiendo zapatos en un almacén como muchos de mis amigos”.

Andrés quiere seguir creciendo porque ya tiene clientes en mercados de Ubaté, en restaurantes y tiendas. Su próximo proyecto es que pueda producir su propio compostaje para que no tenga que comprarlo desde Medellín.

Ese día, Andrés ya había vendido 200 kilos de champiñones. “Yo creo que el campo tiene futuro, yo le aposté porque mis papás me dieron la confianza y el apoyo que muchos jóvenes como yo no tienen”.

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