“Más allá del estanque no me comprometo”, dice Franklin Rivas, con una voz fría, mientras señala dos estanques llenos de peces que están de espaldas a la selva. Su mirada es seria y no se inmuta cuando dice que más allá esa frontera, entre los árboles y la maleza tupida, hay minas antipersonales que encierran a la comunidad de 300 personas que viven en Negría.
Este negro de 43 años, flaco, de pelo corto y manchado de canas, pertenece a la comunidad afro de Negría, un caserío de casas en su mayoría hechas de madera y techos de metal oxidados por el sol y la lluvia. La comunidad está ubicada en una pequeña colina a las orillas del río San Juan, en el municipio de Istmina y la región del medio San Juan: están en el corazón de la guerra por el control de Chocó entre la guerrilla del ELN y el Clan del Golfo.
Los elenos sembraron las minas antipersonales para frenar el avance de los “paracos” —como llaman en la región a los miembros de ese grupo criminal— que buscan arrebatarles el control del río, la retaguardia del ELN en Chocó desde la salida de las Farc en 2017.
A causa de los enfrentamientos, los habitantes de Negría se han desplazado masivamente tres veces solo durante este año. Cuando se han atrevido a regresar, lo han hecho a sabiendas de que quedarían confinados.
Esta población hace parte de los 96 mil colombianos que han sufrido confinamientos por el conflicto armado entre enero y noviembre de este año en Colombia, según los datos de la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA). Es una cifra histórica, la más alta en por lo menos diez años, y especialmente crítica en Chocó, el departamento que concentra el 68 por ciento de los casos de confinamiento.
Según el informe de la OCHA, estos confinamientos bajaron en octubre y técnicamente Negría ya no está en confinamiento. Pero, para Franklin Rivas todo sigue igual. A tan solo ocho metros de donde estamos hay minas de la guerrilla. Son las rejas de la cárcel en la que han convertido su casa.
Franklin, que ha vivido toda su vida en Negría, cuenta con resignación que en ese terreno selvático, antes habían cultivos de plátano y yuca de pancoger. Que antes podían usar los caminos, ahora perdidos, para ir a cazar en el monte y llevar carne a la mesa. Ya no. Las minas y los armados los han reducido a los límites se su propio caserío y las orillas del río.
A unos cincuenta metros de donde conversamos, está la escuela y a la misma distancia de ella, la frontera minada. Mientras caminamos por el resto del pueblo, niños pequeños pasan corriendo y jugando entre las casas, que tienen marcado el conflicto en sus fachadas.
Franklin y otros hombres del pueblo señalan los agujeros en las paredes de tablas y en los ladrillos que hicieron las balas de los fusiles durante el último combate, el 27 de mayo. Ese día, a eso de las tres de la tarde, la guerrilla del ELN se enfrentó al Clan, que se había tomado el pueblo. El saldo fueron 20 miembros del Clan del Golfo asesinados y dos heridos, que fueron entregados a la Comisión Internacional de la Cruz Roja y a la Iglesia. Ninguno del ELN. La guerrilla logró mantener el control, aunque precario.