Oseas Tomás Arias estaba nervioso mientras esperaba. Era de madrugada y se encontraba en Makumake, el territorio sagrado de los indígenas kankuamos, su pueblo, ubicado en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, en el corregimiento Rio Seco de Valledupar (Cesar). Allí, junto a otras autoridades tradicionales, aguardaba la llegada de 12 militares retirados del Batallón La Popa.
Era una visita, al territorio sagrado kankuamo, de los máximos responsables de 127 casos de los mal llamados “falsos positivos” –asesinatos a inocentes por parte de fuerzas del Estado para presentarlos como bajas en combate–, en Cesar, entre 2002 y 2005. En esas 127 muertes hay nueve indígenas kankuamos.
Oseas participó del encuentro como autoridad indígena de la comunidad de Atánquez, pero también como víctima. Sentía dolor y tristeza por los asesinatos de su primo Uriel Evangelista Arias y su hermano Enrique Laines Arias, en 2003 y 2004 respectivamente, presentados falsamente como guerrilleros abatidos en combate por los militares de La Popa.
Las emociones eran mucho más intensas debido a que, además, iba a volver a los compañeros con quienes compartió armas cuando fue sargento viceprimero de ese Batallón, justamente durante los mismos años en que esos militares se dedicaron a asesinar gente inocente.
En medio de esos pensamientos, la espera de Oseas terminó cuando los 12 uniformados llegaron al caserío circular, de bohíos de paredes de Bahareque y techos de hoja de palma seca, que compone a Makumake. Entre ellos estaba el teniente retirado Carlos Andrés Lora. “Él era mi amigo antes de cometer todos estos crímenes. Buen oficial, excelente persona. Yo conocí a su familia, a su mamá, a su esposa. Allá en Makumake él me identificó y yo también lo identifiqué”, cuenta Oseas.
Por eso, cuando llegó la hora del desayuno lo buscó. “Me paré de frente, él me miró. Y yo vi que a él le empezó a temblar la cara, cambió de color. Yo también”.
“Oseas perdóname, perdóname”, recuerda que fue lo primero que el teniente (r) Lora le dijo.
“Mi teniente, pídale perdón a Dios. Déjeme darle un abrazo”, fue la respuesta de Oseas. Luego se abrazaron y lloraron.
Aunque Carlos Andres Lora no participó directamente en el asesinato de Uriel Evangelista, el primo de Oseas, sí estuvo en la operación en que la que este fue asesinado. Lora fue el comandante del grupo especial de contraguerrilla Trueno y participó en 17 casos de “falsos positivos”. Una responsabilidad que aceptó el pasado 19 de julio en una audiencia ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), junto a los otros 11 militares.
La reunión en Makumake fue el segundo encuentro previo a esta audiencia de la JEP, cuatro días antes. Había sido una petición de las autoridades tradicionales indígenas, que ya se habían reunido, hacía un mes y medio, para hacer una ceremonia de armonización y limpiar las manos manchadas de sangre de los militares.
Fue la primera vez que Oseas se reencontró con sus compañeros y victimarios después de 19 años. Después de esto los perdonó por los asesinatos de sus familiares, por el dolor a su pueblo y las injusticias que sufrió como militar por ser kankuamo.
Un militar, un kankuamo, una víctima
Usualmente, Oseas Tomás Arias va de mochila kankuama terciada al hombro y usa un sombrero guajiro. Cuando se lo quita se puede ver su corte de cabello al ras, al estilo militar. Este indígena tiene 51 años, es alto y usa mucho sus largas manos para enfatizar sus palabras. Como cuando afirma que aún siente orgullo de haber sido el primer kankuamo en prestar el servicio militar “a la patria”.
Su carrera comenzó como soldado regular en 1989. Fue asignado al Batallón de Artillería N°2 La Popa, una unidad militar cerca a Valledupar y al resguardo indígena donde nació. Para 1991, se ganó un sorteó entre los mejores soldados del país para hacer curso como suboficial. Entonces ascendió como cabo segundo de infantería.
Como cabo, fue asignado a unidades militares cercanas en la región, como el Batallón N°2 de contraguerrilla, Guajiros. Finalmente volvió como sargento segundo a La Popa, una unidad militar que también se dedicó a realizar acciones ofensivas de contraguerrilla, especialmente bajo el mando del entonces teniente coronel Publio Hernán Mejia. La JEP ha determinado que es responsable de 75 asesinatos ilegítimos; Mejía no ha reconocido responsabilidad alguna a pesar de estar imputado.
En esa época, a Oseas sus compañeros en el Ejército le decían “El Loco”. Un apodo ganado a punta del combate en el monte. “Una vez duré ocho días desaparecido, buscando guerrilla, me fui sin radio y sin nada. Ya me habían reportado en el Ejército como muerto. Cuando aparecí, reporté tres bajas, pero en combate”, cuenta Oseas, quien en su carrera obtuvo dos medallas a los servicios distinguidos del órden público, conocidas como las “grises”.
“Es que yo dí bajas. Yo fui comandante de pelotón, fui comandante de grupos especiales, fui comandante de escuadra”, dice Oseas. Él sabe bien qué es el combate, la presión y las circunstancias que vivieron los asesinos de sus familiares. Aunque el primero fue a manos de los paramilitares.
A principios del 2002, a su hermano Finey David Arias lo asesinaron los paramilitares al mando de alias “80”, también conocido como “El Paisa”. “Esa vez yo dije: ‘me voy a vengar de ese poco de hijueputas', reconoce Oseas. Admite que llegó a tener diez granadas escondidas porque planeaba hacer un ataque por su cuenta contra los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Entonces llegó la muerte de su primo, esta vez a manos de sus propios compañeros.
Uriel Evangelista Arias fue acusado de ser un comandante del 59 frente de las Farc con el alias “Tito Arias”. Puntualmente, se le acusó de ser el responsable de la operación en la que fue secuestrada y asesinada la entonces ministra de Cultura, Consuelo Araujo Noguera ‘La Cacica’, en septiembre del 2001. Por eso, el entonces gobernador del Cesar, Hernando Molina Araujo, condenado por paramilitarismo e hijo de la ‘Cacica’ ofreció 50 millones de pesos por su cabeza.
Según determinó la JEP, el 16 de abril de 2003, del Batallón La Popa, salieron los grupos especiales Trueno y Zarpazo con el objetivo de dar de baja a Uriel Evangelista, por orden del entonces coronel Publio Hernán Mejía. Se internaron en zona rural de Valledupar, hacía el corregimiento de Guatapurí (Valledupar). Estaban acompañados por guías paramilitares que eran los encargados de la inteligencia y de identificar al supuesto “Tito Arias”. Los grupos se dividieron y fue Zarpazo el que encontró al kankuamo. El teniente Eduart Álvarez dio la orden y el soldado Victoriano Valencia lo asesinó de un tiró.
Por este hecho, Álvarez Mejía fue condecorado por la Alcaldía de Valledupar y Valencia Córdoba recibió una recompensa de un millón de pesos. “Eso lo ponían en las carteleras del Ejército: Dieron de baja al comandante de las Farc alias 'Tito'. Todos en el resguardo le decíamos Tito, pero él no era comandante de nada”, recuerda Oseas, quien estaba de vacaciones cuando ocurrió el hecho.
Tan pronto como se enteró, Oseas movió su influencia como militar activo para reclamar el cadáver de su primo. Un hecho que generó que sus superiores sospecharan de él. Tanto así que, el 22 de octubre de ese año, fue retirado del Ejército. “Después de que me retiraron, recibía llamadas (de desconocidos) y me decían: ‘Lo vamos a matar por hijueputa, por torcido, por sapo’. A veces salía de la casa de mis hermanas y me preguntaba: ¿Será que hoy me van a matar?".
Pero a quien mataron fue a otro de sus hermanos: Enrique Laines Arias, el 22 de junio de 2004. Según ha podido establecer la JEP, los integrantes del pelotón Dinamarca 4 del Batallón La Popa retuvieron al hermano de Oseas y posteriormente lo asesinaron dentro del corregimiento de Atánquez, dentro del territorio kankuamo. Enrique Laines portaba una foto y una carta de su hermano, el sargento, por si era detenido por ser kankuamo, supieran que era familiar de Oseas. No sirvió. Fue acusado de ser un guerrillero.
“En ese tiempo, a nosotros nos daba miedo hasta llorar abiertamente a nuestros muertos. Por el solo hecho de ser kankuamo, de ser indígena, de ser Oñate, de ser Arias, a nosotros nos podían sacar y presentar como un ‘falso positivo’ en cualquier lado. Eso era un miedo”, cuenta Oseas.
Muchos años pasaron para que la familia Arias pudiera tener una luz de justicia. La primera llegó después de diez años de una batalla legal para que el Ejército reintegrara a sus filas a Oseas como sargento. En septiembre de 2013 volvió a ser militar activo y lo ascendieron a sargento primero. “Ya mi mamá había muerto”, dice con tristeza.
Pero, tendría que esperar nueve años más para que sus antiguos compañeros reconocieran, públicamente, que sus familiares no eran guerrilleros.
Nueve años después
“Gracias por llorar con nosotros, gracias por acompañarnos, gracias por tanta solidaridad, no merecemos tanto”, dijo Oseas. Entonces su voz se quebró y dejó correr algunas lágrimas. Hizo una pausa, se puso las manos en el pecho y miró al público. Estaba terminando su intervención como víctima durante el primer día de la audiencia de la JEP por “falsos positivos” del Batallón La Popa. En el auditorio estaban sus amigos, sus hermanos kankuamos, las autoridades y las mayoras que le decían en voz alta: “¡Fuerza hermano! ¡Aquí estamos, hermano!”.
Luego se volteó y quedó frente a los 12 comparecientes del Batallón La Popa, a quienes durante 10 minutos les había relatado parte de su vida, sus sufrimientos y sus pérdidas.