En la mañana del 23 de febrero empezó a llegar un grupo de migrantes al albergue de Metetí, en Panamá. De Colombia habían partido 52 personas una semana antes. Salieron desalojadas de las playas de Necoclí y enviados a cruzar el Darién. Entre el grupo había 15 niños y 10 mujeres embarazadas.
A Panamá llegó menos de la mitad del grupo. En el camino desaparecieron 29 migrantes. Después de unos días se confirmó que seis habían muerto, incluidos dos niños y un colombiano que se suicidó en medio de la selva.
Incluso en uno de los pasos más peligrosos de América para migrantes, la noticia del cruce accidentado generó un revuelo en Necoclí. Sobre todo porque llegó justo cuando al auditorio del hospital llegaron embajadores de siete países europeos y Canadá. Además había varios funcionarios de programas de Naciones Unidas. Visitaban el municipio con funcionarios de la alcaldía, la gobernación, de Cancillería y Migración Colombia para ver cómo se usan los cerca de 500 millones de dólares que invierten cada año en la atención al migrante.
Al auditorio también llegó monseñor Hugo Torres, el obispo de Apartadó, la única autoridad capaz de contarles a las internacionales sobre la tragedia de esa mañana. “El papa nos ha enseñado tres verbos”, dijo Torres cuando le dieron la palabra, “acoger, incluir, proteger. Como autoridades tenemos que proteger a toda persona que está en el territorio y aquí se cometió un abuso de autoridad, sacando a esos migrantes los pusimos en riesgo de muerte”.
La diócesis que él dirige desde Apartadó es una de las únicas autoridades que velan por los migrantes en el Darién. Monseñor Torres coordina recursos internacionales, se reúne con los gobiernos locales e, incluso, le reclama al Clan del Golfo por las condiciones de los migrantes que cruzan la selva.
“En la parroquia conmigo se han portado como unos santos” dice Mónica, una mujer ecuatoriana de 45 años que está cruzando la frontera con su esposo y sus dos hijos, de ocho y 14 años.
El desalojo de migrantes hacia el Darién
El grupo de 52 migrantes salió en la primera lancha de Caribe S.A.S, a las 6 de la mañana. Esa y Katamaranes son las dos empresas que transportan migrantes y turistas a través del golfo de Urabá hacia el Chocó.
Según César Zúñiga, director de la Unidad de Gestión del Riesgo del municipio, los migrantes querían irse de la playa, y no fueron desalojados. Zúñiga le dijo a La Silla que los $180 mil por cabeza del transporte fueron cubiertos por Caribe S.A.S. El costo de los guías, necesarios para atravesar la selva, según entendían los migrantes, había quedado cubierto por la alcaldía.
Pero una vez que bajaron de la lancha, según supo La Silla por una fuente de la Defensoría que pidió reserva de su nombre, los migrantes se enteraron que nada estaba pagado. Como pudieron, reunieron lo suficiente para costear solo siete guías para llevarlos por el trecho de selva del Darién que usualmente toma siete días.
Esa falta de apoyo terminó en la tragedia de las seis muertes. La Defensoría está todavía confirmando la información con las cifras de Migración Panamá. Eran, en su mayoría, muertos sin dolientes en Colombia, personas que estaban de paso. Pero la diócesis de Apartadó sí tomó su vocería.
Fue la primera autoridad en hacerle seguimiento a los migrantes en la selva. Seguida de la Defensoría, que dijo que los migrantes fueron “obligados” a salir de Necoclí. Frente a los delegados de la comunidad internacional y ante las cinco autoridades nacionales presentes, monseñor Torres denunció que los migrantes habían sido desalojados.
En cambio, como es usual con los problemas de la migración en Colombia, la alcaldía buscó excusas. Afirmó que fue un procedimiento con todas las garantías. Que el objetivo era reubicar a un grupo de migrantes que “estaban en condición de mendicidad” en una playa que “se convirtió en una olla donde consumían vicio”, según cuenta Wilfredo Menco, el personero del municipio que estuvo en la reunión.
“Las muertes son culpa nuestra”, les dijo monseñor Torres a los embajadores, “hay una decisión que se tomó por encima de estas organizaciones y yo creo que hay que investigar porque ahí hubo un abuso de confianza”.
La Iglesia que recibe a los migrantes en Necoclí
El obispo Hugo Torres fue enviado en 2014 a dirigir la diócesis de Apartadó. Venía de ser obispo auxiliar en Medellín y llegó a Apartadó en un encargo que pensó sería temporal. La idea original era que Torres visitara Apartadó cada 15 días, pero terminó quedándose como cabeza de esa circunscripción eclesiástica.
Hoy, monseñor tiene 63 años, un marcado acento antioqueño de su natal Briceño y unos ojos azul claro. Cuando entramos a su oficina, prende el aire acondicionado y hace una broma del calor de 34 grados que hace ese día en Apartadó.
Dos años después de su llegada, la diócesis empezó a trabajar en la atención a migrantes. “En esa época el fenómeno de migración salió a la superficie, antes se llevaba todo bajo las sombras de la muerte”, cuenta Torres mientras juega con el pesado crucifijo que le cuelga del cuello, “los migrantes llegaban de noche, eran escondidos en casas y en la madrugada les llevaban en embarcaciones clandestinas hacia Capurganá”.
En 2016 hubo un represamiento, una ola de 18 migrantes cubanos que no pudo cruzar porque la frontera con Panamá estaba cerrada. Cuando empezaron a pedir albergue en la parroquia Nuestra Señora del Carmen, en el centro de Necoclí, Migración los buscó para deportarlos. “Pero uno de los migrantes empezó a cantarle la tabla a Migración”, cuenta el obispo, quien estaba de visita en Necoclí y les prometió albergue a los migrantes. “Cuando dijimos eso, empezaron a salir migrantes de todas partes. Los 18 dieron lugar a 900 y después a 6.800”, dice.
Ese año empezó lo que han llamado la pastoral de movilidad de la diócesis, la misión dirigida a la atención a los migrantes. Las encargadas de esta pastoral son las monjas de tres comunidades religiosas que trabajan de lunes a domingo en la atención al migrante.
“La pastoral empezó como mercados y kits que les entregamos a los migrantes que vivían en las playas”, cuenta una franciscana que llegó en 2021, durante otro represamiento. “Pero también empezamos a hacer charlas y capacitaciones para contarles lo que les espera en la selva, para que sepan que el cruce es terrible. Empezamos a acompañarlos, porque muchas veces lo que ellos necesitan es pura cercanía”, dice.
Para hacerle frente a ese represamiento del 2021, la diócesis llegó a traer a la hermana Nidia, una monja de la comunidad juanista, desde Haití para atender en creole a los más de 100 mil haitianos que cruzaron la frontera ese año.