“Es una contradicción que yo venga a acompañar esta movilización y que una de ustedes venga a decirme que no puedo subirme a una tarima porque estoy participando en política”, empieza a decir Francia Márquez, mujer negra, peinada con trenzas africanas, con un bolso tejido colgado al cuello. Está montada sobre un carro que lleva los parlantes en una movilización de mujeres en Bucaramanga, en Santander. Quienes están cerca de ella empiezan a pedir silencio a las personas que están más atrás y la multitud se calla por completo.
Unos metros antes del cruce de calles donde paró la movilización para escucharla dar un discurso, dos mujeres jóvenes se le acercaron y le dijeron que esa marcha no era para hacer campaña política. Ella les sonrió y guardó silencio. Desde el inicio había caminado siempre en la cola y sólo acompañada por una fotógrafa y tres hombres que hacen parte de su equipo de trabajo.
Sobre el carro se ve seria, con el ceño fruncido. Por primera vez, después de una hora de marcha, ha dejado de sonreír y se pone a la cabeza de los manifestantes. Ese 25 de noviembre la misma multitud se repite en casi todas las ciudades del país para conmemorar el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer.
“¿Y a los que están gobernando y se roban la plata qué les decimos? Pero cuando una mujer como yo, negra, empobrecida, violentada, desterrada de su casa, se para de frente para decir que va a hacer política le decimos que no puede hablar”, continúa sobre el carro y hace una pausa larga. La multitud la ovaciona, aplaude y grita para apoyarla.
Diez calles atrás, en el punto de encuentro de la marcha, los manifestantes ni siquiera la notaron. Por unas cuatro cuadras Francia Márquez caminó sin que nadie se diera cuenta de que estaba presente. Solo causó revuelo cuando una mujer, en compañía de su hija de cuatro años, la saludó, le pidió una foto, y rompió el hielo.
Luego mujeres le pedían fotos para subirlas a sus redes sociales, grupos de estudiantes hacían videos en los que ella aparecía, su propia fotógrafa la grababa acercándose a la gente. No los buscó, y tampoco se negó a ninguna foto ni a ningún saludo.
Pero sobre la tarima, Francia ya no era solo una manifestante. Su discurso ese día incluía todas las banderas que le ha sumado a su proyecto político desde que se hizo visible como una líder en el Pacífico. Lo dio en un tono que no ha sido siempre igual, pero que se ha hecho costumbre en los últimos meses: sin sonrisas y enfático.
Habló de las madres negras esclavizadas hace siglos, de las trabajadoras domésticas, las mujeres rurales, las mujeres trans, y de que estaba ahí porque quería llegar a la Presidencia representando a esas personas.
Ese día, en todo caso, era una Francia distinta a la que se hizo famosa en 2018 tras recibir el Premio Goldman por su liderazgo ambiental. Hace cuatro años, sobre un escenario en San Francisco, Estados Unidos, y vestida con unos tacones negros y un traje colorido de la región del Pacífico –donde nació–, los micrófonos le daban miedo. Y tenía que leer los discursos para que no la traicionaran los nervios.
Ahora, no solo tiene más banderas que las del medio ambiente, sino que se acostumbró a los discursos. Y a las cámaras, las entrevistas y los saludos que le hacen en la calle no solo por ser candidata presidencial, sino además una especie de celebridad en medio de los convulsionados años de movilizaciones sociales que empezaron en 2018 en Colombia.
De artista a lideresa
Muchas de las personas que conocieron a Francia Márquez antes de que quisiera ser presidenta, la vieron por primera vez cantando y bailando. Es la otra cara de la mujer que hace discursos y la que conocieron en su comunidad.
“Yo la conocí en Buenaventura en una asamblea de comunidades negras hace 10 años. Estaba cantando, pero sé que no lo hace ahora”, dice Diego Grueso, abogado de víctimas en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), asesor de comunidades negras en procesos de acción colectiva y amigo de Francia Márquez.
Nació en 1982 en una familia minera, pobre y numerosa. En su casa, ubicada al norte del Cauca, en el municipio de Suárez, siempre había niños corriendo: alguno de sus once hermanos, luego los sobrinos, luego sus hijos y los hijos de las vecinas. Todos, incluida Francia, trabajaban recogiendo maíz, buscando oro en el río Ovejas o cultivando árboles frutales.
Pero en las reuniones familiares, que son una fiesta del pueblo porque en el Pacífico todos son una “familia extensa”, Francia era la que más animaba. Era la que bailaba al ritmo de los cununos y las tamboras, la que cantaba los alabaos, la que hacía los chistes y las presentaciones, la que actuaba en las obras de teatro del colegio.
“La primera vez que la vi fue en un evento de jóvenes. La invitaron a que nos cantara algunas cosas e hiciera poesía”, dice Victor Hugo Moreno, candidato Verde al Senado y amigo de Francia desde principios de los 2000.
Francia Márquez quería ser artista. Quería ser cantante, bailarina y actriz.
El sueño le duró toda su juventud, solo apaciguado por una suma de acontecimientos que desviaron su atención –ninguno de ellos planeado– y la llevaron a hacerse más visible en su comunidad como lideresa. Primero fue la amenaza de desviación de un río del que subsistían ella y su familia, después fueron dos embarazos –uno a los 16 y otro a los 20 años– y el abandono del padre de ambos, también el inminente despojo de su comunidad por la llegada de grandes empresas mineras al norte del Cauca y la tensión constante de un atentado contra su vida que la obligaron a migrar a Cali.
“De pronto en algún momento vuelvo. No lo hago ahora pero porque lo puse en pausa”, dice sentada en el lobby de un hotel de Bucaramanga, a las diez de la noche y de mal humor, luego de una agenda llena de reuniones políticas con líderes afro y sindicalistas de Santander.