Existe un enorme riesgo de entregar a un funcionario, de origen político, que es elegido por el Congreso de la República sin que nadie más participe en su elección, la capacidad de intromisión en casi todos los sectores económicos.

A marchas forzadas y sin discusión transita en el Congreso un proyecto de reforma constitucional que le confiere todo tipo de atribuciones a la Contraloría General de la República, que la convertiría en un monstruo sin control que podría generar un desbarajuste institucional de enormes consecuencias.

El proyecto permitiría que el Contralor se inmiscuyera en prácticamente todas las decisiones administrativas importantes y fuera él quien finalmente tuviera la última palabra, so pretexto de un “control preventivo” y “en tiempo real”, que en la práctica se traduce en que sería ese funcionario quien finalmente valoraría los riesgos implícitos en una decisión gerencial.

Si el texto estuviera vigente, sería el Contralor, por ejemplo, quien resolviera el debate sobre si está o no la información completa para adjudicar el contrato de construcción de la primera fase del metro de Bogotá, porque pretextando actuar preventivamente podría ordenar suspender la licitación hasta tanto, a su juicio, se completaran los estudios, con el agravante de que podría ordenar suspender al alcalde si no actúa conforme a su criterio.

Como si eso fuera poco, de acuerdo con lo que se está aprobando, el Contralor podría asumir para ese caso las funciones de la Fiscalía General de la Nación y por tanto se convierte, para ese efecto, en el titular de la acción penal y cabeza de todos los poderes de policía judicial, es decir con la capacidad de afectar derechos como la inviolabilidad del domicilio o de las comunicaciones, e incluso ordenar la detención de una persona.

El ejemplo del metro se puede transpolar a cualquier ámbito porque su poder llegaría, según el texto hasta ahora aprobado, a “todos los niveles administrativos y respecto de todo tipo de recursos públicos”.

Los gremios económicos tímidamente han expresado algunas observaciones. Lo han hecho, según se ha sabido, en medio de temores de retaliaciones, que por sí solos deberían llamar la atención sobre si es conveniente concentrar aún más poder en cabeza de una institución, que ya hoy tiene tanto que genera miedo contradecirla en un debate democrático.

Ese temor no les ha permitido enfrentar el enorme riesgo que significa entregar a un funcionario, de origen político, porque es elegido por el Congreso de la República sin que nadie más participe en su elección, la capacidad de intromisión en casi todos los sectores económicos.

La Contraloría podría, si se aprueba el esperpento, por ejemplo, conectarse a la información de una empresa minera o petrolera para verificar, en tiempo real, si se están liquidando adecuadamente las regalías; a las generadoras de energía con propósitos similares; a las Cámaras de Comercio que recaudan el valor del registro documental; a todas las empresas prestadoras de servicios públicos y, en fin, llevándolo al extremo a todas las empresas que recaudan el IVA, que es un “recurso público”, a los bancos que recaudan el 4 por mil, a las empresas aéreas que recaudan la tasa aeroportuaria, a los cines que lo hacen con el impuesto de espectáculos y en fin.

Es que el proyecto prevé que ese control preventivo y concomitante se realice “a través del seguimiento permanente del recurso público, sus ciclos, uso, ejecución, contratación e impacto, mediante el uso de tecnologías de la información” y sin oponibilidad de reserva legal para el acceso a la información.

Como si todo eso fuera poco, establece un control jurisdiccional recortado “con el objeto de garantizar la recuperación oportuna del recurso público”.

Para hacer viable políticamente el proyecto en el Congreso, el Contralor propone mantener las actuales contralorías territoriales, que todo el mundo, salvo las estructuras políticas que las controlan, cree que hay que suprimirlas, pero en la práctica las sustituye porque atribuye a la Contraloría General la competencia prevalente para ejercer control sobre la gestión de cualquier entidad territorial.

La eliminación de las contralorías territoriales la propuso el ex Presidente Uribe en su referéndum del año 2003 y ahora el partido de gobierno ni siquiera la menciona y participa en la aprobación del proyecto, que algunos han asociado a la concesión de “cuotas” burocráticas en la Contraloría a casi todos los partidos como lo documentó desde hace seis meses La Silla Vacía.

El Congreso, sin ningún empacho, revive los llamados controles de advertencia que la Corte Constitucional señaló que implican una intervención de la Contraloría con carácter previo a la adopción de decisiones y la culminación de los procesos y operaciones administrativas y representan una intervención previa del ente de control susceptible de incidir en la toma de decisiones administrativas y, por tanto, constituye una modalidad de coadministración.

A todo eso se le suman facultades para ampliar la burocracia de la Contraloría, que seguramente es un incentivo que facilita el trámite en el Congreso.

El Congreso seguramente aprobará el monstruo, sin debate, como ha sido hasta ahora.

Actuará entonces la Corte Constitucional donde el proyecto no tendrá como superar el denominado test de sustitución, que es el que se realiza para garantizar que las reformas que introduzca el Congreso “no son de tal magnitud o trascendencia que supongan la sustitución o reemplazo de un eje definitorio de la Constitución”.

Aquí la separación de poderes, eje axial como pocos, y la autonomía de las entidades territoriales, principio fundamental del sistema político consagrado en la Carta, quedarían groseramente vulnerados si se aprueba el texto que hace tránsito en el Congreso.

Llevamos treinta años tratando de evitar que retrocedamos en aspectos que resultaban sustanciales para el pacto del 91. La Corte construyó la tesis de la teoría de la sustitución para preservar esos elementos esenciales y seguramente ahora actuaría para impedir que se rompiera en mil pedazos el diseño institucional original.

Dentro de dos años, cuando la Corte tumbe el esperpento, sería bueno que alguien tuviese la facultad de derivar responsabilidad a los autores de “la jugadita”, para que alguien responda por tanto “recurso público” desperdiciado en el intento de imponer una arbitrariedad.

Héctor Riveros Serrato es un abogado bogotano, experto en temas de derecho constitucional, egresado de la Universidad Externado de Colombia, donde ha sido profesor por varios años en diversos temas de derecho público. Es analista político, consultor en áreas de gobernabilidad y gestión pública...