Esto se debe en parte a la estrategia «Ni 1+», que creó Centros de Recuperación Nutricional que reciben a los niños hasta por un mes, una vez han sido estabilizados por situaciones de desnutrición aguda en las clínicas, para evitar que recaigan en la enfermedad.
También incluye una búsqueda activa de niños en riesgo de desnutrición que se centra en 14 departamentos priorizados. Las Unidades tamizan a los niños y los remiten a los centros de salud y al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Pero en este sistema de atención, como muestra un caso en Nariño, a veces las familias indígenas salen perjudicadas.
Nariño: las familias indígenas en el sistema de atención
A Antony Arellano, de tres años, y a su hermano mayor, Nicolás, de siete, se los llevaron a una familia sustituta desde que los diagnosticaron con desnutrición aguda en agosto del año pasado.
Sus padres son una pareja indígena que vive en el municipio de Carlosama, en Nariño, en un resguardo de la etnia de los Pastos. Ángel Arellano, el padre, es un jornalero de 40 años que se gana la vida sembrando y fumigando las fincas de varios patrones por jornales de 20 mil pesos que no siempre le pagan. La madre es Carmen, tiene 37, y es ama de casa.
El drama de la familia Arellano comenzó cuando, según cuenta la pareja, Antony se espantó un día que salieron a caminar al río. El espanto es una creencia común en esa comunidad, según la cual, cuando los niños están bajos de defensas, se les pueden pegar energías de la naturaleza que los pueden dejar con bajo apetito, fiebre o diarrea.
Esto último fue lo que le pasó a Antony. Los padres, asustados, decidieron llevarlo primero al médico tradicional de la comunidad para que le sacara el espanto.
Siete días después de ese episodio, el Centro de Desarrollo Infantil (CDI) de la comunidad (una guardería donde los Arellano dejaban a sus niños de 8am a 3 de la tarde) hizo un reporte ante la comisaría de familia porque Antony y su hermano Nicolás estaban enfermos y sus padres no los habían llevado a que los atendiera un médico formal. Los Arellano no están felices con la forma como el Centro actuó.
“No es cierto que nosotros nos descuidamos con los niños. Yo les había comprado Pedialyte y no los había llevado a Carlosama porque el doctor que los atendía tenía covid, y además el sobandero ya había tocado a Antony y había dicho que él ya se estaba mejorando”, dijo Ángel Arellano, el papá.
Un día después, la funcionaria de la Comisaría de Familia, acompañada de la Policía, fue hasta la casa de los Arellano y se llevó a los niños al hospital en un procedimiento al que se le conoce como “rescate”, y que supone la separación de los niños de su hogar. Ya en el hospital, dicen los Arellano, el médico no les dijo cuál era el diagnóstico de lo que tenían sus hijos, pues todo lo habló directamente con la Comisaría.
Así, los Arellano fueron los últimos en enterarse del reporte en el que se señalaba que sus hijos habían sido diagnosticados con desnutrición crónica, y que se los iban a llevar a Aldeas Infantiles —uno de los operadores que tiene el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar para garantizar que los niños recuperen su seguridad alimentaria y reciban un cuidado adecuado.
Esta separación, que uno de los funcionarios del CDI describe como una “sanción moral para los padres”, llega incluso a que se les abra un proceso penal cuando se dan casos de muerte del menor.
Desde ese momento, los Arellano perdieron el contacto con sus hijos. “Estuvimos preocupados para llevarles una ropa, saber cómo estaban, pero no sabíamos ni siquiera dónde los tenían”, dicen. En Aldeas Infantiles, que queda en otro municipio a una hora de la casa de los Arellano, asignaron a los dos hermanos a una familia sustituta que vive en Ipiales, a 24 kilómetros de Carlosama.
Allí Nicolás recibe terapias de fonoaudiología, porque le identificaron, además, problemas al hablar, y ya le restablecieron el peso que debería tener para sus siete años. Anthony, que también fue diagnosticado con desnutrición aguda, vive en la misma casa, y todavía está en el proceso de subir talla y peso.
Legalmente, los niños pueden estar en una familia sustituta por un tiempo que va desde 3 hasta 12 meses prorrogables siempre que se logre restablecer su peso y que su familia tenga las condiciones para que los niños no vuelvan a recaer en desnutrición, pero en la práctica esto se puede demorar mucho porque la necesidad de recuperación es aguda y a veces los niños tienen que reaprender a deglutir o masticar.
Desde Aldeas, paralelo al proceso de las familias sustitutas, les hacen talleres a las familias para cambiar sus hábitos de consumo, y les dan recomendaciones para que, por ejemplo, tomen jugo antes que gaseosa o que sepan el valor nutricional de lo que se comen.
Los Arellano agradecen esta parte del proceso porque les enseñaron a cambiar hábitos de alimentación que tenían normalizados, como tomar gaseosa o comer pollo broaster regularmente, por lo que en su relato de lo que pasó, ellos tienen parte de la culpa de la desnutrición de sus hijos por no darles comida saludable.
A Carmen, la madre de los hermanos, se le quiebra la voz pensando en el momento en que volverán a verlos: “Queremos que regresen. Nos sentimos solos y queremos tenerlos acá nuevamente para cuidarlos. Ya construimos un baño con agua potable y les pintamos el cuarto para cuando vuelvan”.
Por este desarraigo de la familia con sus hijos, Diego Galindo, uno de los funcionarios que lleva trabajando durante 12 años en la zona atendiendo a familias cuyos hijos son reportados por desnutrición, tiene una crítica a cómo está concebida la ruta de atención:
“El modus operandi es ese, desarraigar a los niños totalmente del contexto que se considera riesgoso, para llegar a un contexto nuevo donde se le puede garantizar los derechos que han sido vulnerados. Yo no estoy de acuerdo, porque pienso que en un caso de estos se debería contar mucho más con la familia”, dice.
Para Ángela Rosales, directora de Aldeas Infantiles en Colombia, esto supone cambiar la forma cómo el Gobierno enfoca la problemática, pues ahora se centra sobre todo en los niños y niñas individualmente, cuando debería enfocarse en las familias.
“Los niños no nacen en una lechuga. En nuestra experiencia tratando con estos casos, detrás de cada niño con hambre hay un problema en la seguridad alimentaria de todos los miembros de la familia. Son muy raros los casos que se dan por negligencia. Estamos hablando de familias enteras que pasan hambre”, dice Rosales.
Y agrega al final, señalando que las métricas que usamos apenas capturan una punta del problema: “y eso que sólo estamos contando los niños menores de cinco años. Pero el hambre persiste cuando cumplen más de cinco y salen de las estadísticas de desnutrición infantil”, dice. Para esa otra hambre invisible ni siquiera tenemos cifras.