Rappi y Vive 100: los trabajos que riñen con la reforma laboral

Rappi y Vive 100: los trabajos que riñen con la reforma laboral
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Tras una jornada mala en Rappi, Adrián Carrer, un venezolano de 37 años, replantea su respuesta inicial: “si todos los días van a ser como hoy, prefiero trabajar con un contrato”. Cuatro horas antes, cuando un reportero de La Silla Vacía se subió de parrillero en la moto del rappitendero, la reforma laboral de Petro generaba más escepticismo. 

“Si Rappi paga mal sin una regulación, imagínese cómo va a ser la explotación con la reforma, pero ahora por un salario mínimo”, dijo mientras recogía una botella de vinagre para un pedido en el barrio Laureles, de Medellín.

Esta ambivalencia está presente en rappitenderos y “comerciantes independientes” de Vive 100, el producto de la multilatina Quala*. Tanto Rappi, a través de la regulación de las plataformas, como Quala, por medio de reglas más estrictas sobre la tercerización, podrían ver sus modelos de negocio afectados por la reforma de Gustavo Petro.

El “sindicato” de Rappi de la esquina

Cuatro venezolanos y dos colombianos, cinco hombres y una mujer están sentados en las afueras de una cadena de hamburguesas, en el mismo parque de Laureles. Ese es su centro de operaciones porque es un sector llano, con alta demanda y el gerente del restaurante les presta el baño.

“Trabajar en esto es pelear todos los días con la aplicación”, dice la mujer y comienza un derrotero de quejas que se va haciendo más largo en la medida en que van llegando otros domiciliarios. La inconformidad más repetida es la tarifa de los pedidos, que tienen un precio base de 2.800 pesos cada uno.

Otro de sus dolores de cabeza es el botón de “autoaceptar” que implica admitir cualquier pedido automáticamente, sin importar la tarifa y el recorrido. El botón se puede desactivar pero quien lo haga debe esperar horas para recibir una orden, un lujo que pocos se pueden dar. Sus ingresos también pueden ser suspendidos abruptamente por un bloqueo: una tardanza, una llanta pinchada o una orden rechazada se paga con horas o hasta días sin poder trabajar.

De esta manera se pone entredicho la independencia, una de las banderas de Rappi para defender su modelo de negocio, pues cuando los rappitenderos comienzan a trabajar su jornada está supeditada al algoritmo. Deben reservar las horas que van a trabajar, aceptar cualquier orden para no verse afectados y están expuestos a sanciones ante cualquier incumplimiento. Por eso, uno de los domiciliarios es categórico: “Esto es como un régimen”.

Adicionalmente, la cantidad de órdenes que reciben los domiciliarios también depende de su categoría: bronce, plata o diamante, dependiendo de su experiencia y sus calificaciones. De acuerdo con los testimonios que conoció La Silla, las entradas mensuales van desde los 1,5 a los cuatro millones. La aplicación también ofrece bonificaciones para cumplir con “rachas” de pedidos en un tiempo determinado, por eso en las calles los “rappis” siempre van de afán.

Entre risas y lamentos cuentan la historia de doña Maria T, la señora que los invita a comer cada que pide una orden, y la del asiático que siempre recibe sus domicilios completamente desnudo. También les han llegado rappifavores que tienen como destino el Barrio Antioquia, en busca de paquetes alucinógenos.

Pero a pesar del amplio pliego, el “sindicato” de la esquina ve con desconfianza la reforma laboral de Petro porque temen quedarse sin empleo. “Si le exigen a Rappi pagar prestaciones o contratación, ellos no van a contar con todos nosotros”, explica la mujer. La misma amenaza viene de la compañía. Según le dijo a Blu Radio Simón Borrero, presidente de Rappi, “de 150 mil rappitenderos que se han conectado en los últimos seis meses, quedarían contratados 10 mil o 15 mil”.

Un mal día de domicilios

Adrián Carrer trabaja en Rappi desde hace cuatro años. Viste unos jeans rotos, tenis negros de imitación y una camiseta negra con gris, con un buso de mangas largas debajo. Trabajar desde el mediodía hasta la medianoche le alcanza para hacer más o menos 16 pedidos y le deja en promedio 80 mil pesos diarios. En los buenos días puede ganar 130 o 150 mil, pero hoy no parece uno de esos días.

Adrian piensa que “la explotación podría ser peor” si les pagan un mínimo. Sin embargo, pese a no tener contrato, Adrián sí ve a la aplicación como su jefe: “Pongo el celular en modo ahorro de energía porque si no me empiezan a llamar a preguntarme por qué no he llegado a la tienda. Si no llego rápido, me quitan la orden”.

Después de llevar un mercado de ocho bolsas, por el que ganó 4.500 pesos, toma la autopista sur en busca de mejor suerte. Voltea en el puente de la Calle 10, para llegar al Poblado, el exclusivo barrio de Medellín donde los pedidos se pagan mejor, a veces con propinas en dólares. Su celular vuelve a sonar, entra al Éxito y busca seis barras de margarina, un paquete de arvejas y otro de garbanzos. El recorrido hasta su próximo destino es corto y decide hacerlo a pie.

En casi cuatro horas de trabajo ha ganado 20 mil pesos, pese a que según Rappi a sus “colaboradores” se les paga en promedio 11 mil pesos por hora. Solo un aguacero le ayudaría a cuadrar sus cuentas, porque cuando llueve la aplicación paga el doble o hasta el triple.

Julián dejó su profesión para trabajar en Rappi

Julián Flórez nació en Puerto Triunfo, un pueblo a siete horas de Medellín en el Magdalena Medio antioqueño. Se cansó de trabajar en fincas ganaderas y se vino a probar suerte a Medellín cuando tenía 20 años. Ahora tiene 28 y lleva ocho meses en Rappi.

Carga una riñonera y del cuello le cuelga un cable de cargador. Es de tez clara, cabello negro y cachetes amplios y colorados. Estudió una tecnología en Asistencia Administrativa pero se inscribió en Rappi porque se cansó de lidiar con jefes y cumplir horarios. “Usted trabaja lo que desee y gana lo que quiera ganar”, explica.

Para ser rappitendero solo se necesita conseguir una bici, una moto o un carro. En la aplicación “Soy Rappi” se llena un formulario, se envían un par de fotos de la cédula y una “prueba de vida”, que consiste en un video moviendo la cabeza de arriba y hacia abajo. Si los datos están en orden, en 24 horas ya se pueden recibir pedidos. Si no, en redes sociales hay cuentas en venta, pero pueden valer hasta 400 mil pesos.

Cae la lluvia en Laureles pero Julián no trabaja durante el aguacero, él prefiere cuidar su salud. Por eso mensualmente aparta 130 mil pesos para pagar su seguridad social. La mayoría de sus compañeros no lo hace y se quedan en el régimen subsidiado, que no cubre sus incapacidades cuando se enferman o se accidentan. La empresa proporciona un seguro para accidentes y ofrece una que otra cita médica para sus “colaboradores”, pero las quejas respecto a la atención que brinda el seguro son recurrentes.

Ese es uno de los puntos clave de la reforma que propuso el gobierno porque además de un contrato laboral, la reforma le exige a las plataformas pagarles prestaciones sociales a sus domiciliarios. Sin embargo, a Julián le parece inconveniente porque “al haber una vinculación directa con la aplicación se pierde la independencia”. Ya no podría irse tres o cuatro días a visitar a su familia en Puerto Triunfo sin pedirle permiso a nadie.

Sin embargo, desde la Unión de Trabajadores de Plataformas Digitales (Unidapp) cuestionan esta supuesta independencia: “El 80 por ciento de los trabajadores lo hace por más de doce horas al día, sin seguridad social, prestaciones ni ARL”, afirmó Jhonniel Colina, vocero de Unidapp.

Hombres y mujeres Vive 100

En una esquina de Bogotá, en el semáforo de la avenida Caracas con calle 67, está Pedro Barroso. Tiene 62 años. Lleva un traje verde con unas letras que dicen “Vive 100 %. Energía para tu día a día”. Cuando la luz se pone en rojo, Pedro camina en medio de los carros, batiendo tarros de esa bebida energizante. Cuando la luz está en verde, se para en el andén. Una mujer afanada le compra una botella. Le paga 2.500 pesos en monedas. Él le dice “que Dios la bendiga”.

Pedro vive en Bogotá y hace cinco años sale, de domingo a domingo, a trabajar vendiendo vive 100 en ese semáforo. “Tengo que salir todos los días, si no salgo, no como y yo tengo una responsabilidad”.

Por cada tarro vendido Pedro gana 550 pesos. Si vende de los pequeños gana 390. Dice que en los días buenos, “cuando hace un sol picante”, vende 60 botellas. En los malos, sobre todo cuando llueve, vende 20.

Con esa plata hace maromas para llegar a fin de mes. Algunos días no desayuna, otros no almuerza. “Para no descompletar el bolsillo”, dice.

Vive junto a sus dos hijos, su nieta y su esposa en un pequeño apartamento en Ciudad Bolívar, al sur de Bogotá. Él responde por todos. El arriendo le cuesta 450 mil pesos y gasta 180 mil en Transmilenio para llegar al lugar de trabajo. Y lo que le queda lo gasta en comida.

Se enteró de la posibilidad de trabajar vendiendo Vive 100 a través de un primo. Pasó la hoja de vida a su primo y a los tres días lo llamaron de una bodega que los comercializa. “No me pidieron nada. Solo no tener antecedentes, y firmar un papel en el que quedaba claro que todo estaba bajo mi responsabilidad, que yo era independiente, aunque con la condición de solo vender productos Vive 100”. Firmó ese acuerdo con el señor de la bodega que lo contrató y no le dieron una copia.

Al ser un “comerciante independiente”, como se llaman entre ellos, Pedro no tiene prestaciones de salud, ni vacaciones, ni prima. “A mí lo que me gustaría es que me aumentaran el salario”, dice sobre la reforma laboral de Petro. “Yo no sé nada de política. ¿Eso sí nos va a ayudar?”, pregunta.

Pero de su trabajo también le gusta que “no tengo un jefe jodiendo todo el día, que no tengo horario, yo podría no trabajar cuando no quiera, lo que pasa es que me toca todos los días”.

Camino a la bodega, para entregar el carro y el producido de las 65 botellas que vendió hoy, Pedro se encuentra a Betsy Ojeda, otra vendedora de Vive 100. Es rubia, ojos miel. Su cara tiene manchas de sol. Viste el mismo traje que Pedro. Ella también dice que quisiera mejores condiciones laborales porque lo que gana le da apenas para sobrevivir. Desde hace cinco años duerme en un pagadiario en Chapinero en el que le cobran 25 mil pesos diarios para pasar la noche con su esposo, que como ella, viene de Venezuela.

Como su pareja también trabaja, Betsy, a diferencia de Pedro, puede descansar los sábados. “Los domingos, los días de los conciertos o de los partidos de fútbol siempre hay que salir porque uno vende bien”, dice. Bien son 100 botellas, unos 55 mil pesos al día.

Ya en la fila para entregar su carro en una bodega, Betsy cuenta que antes trabajó en un restaurante, “pero tampoco era que me dieran las prestaciones laborales”, recuerda. “Gano casi lo mismo que en Vive 100, pero al menos no tengo un jefe que me esté explotando y humillando”.

El negocio de Vive 100

Una mujer que atiende una de las bodegas de Vive 100 salió a la entrada. Está entregando carros de 6 a 10 de la mañana. Y lo recibe de 3 a 5 de la tarde. La bodega no tiene nombre ni ningún tipo de identificación que revele, al menos en la fachada, que son comercializadores de Vive 100. La mujer pidió no revelar su nombre porque no quiere tener problemas con Quala, una multinacional colombiana que también vende sus productos en México, Ecuador, Perú, República Dominicana, entre otros. El año pasado tuvieron ingresos por un billón de pesos en Colombia, según los informes de la Cámara de Comercio.

La administradora de la bodega explica el negocio así: su hermana le compra la mercancía a Quala. La empresa multinacional que produce el Vive 100 y BonIce les prestan la nevera, los congeladores, los uniformes, o “prendas publicitarias”, como ellos la llaman, los carros para los vendedores ambulantes y una tablet con la que los registran. Los uniformes los cambia cada seis meses, y si se pierde algo, porque uno de los vendedores se roba el carrito y el uniforme, la empresa asume la pérdida.

“Ellos no son mis empleados ni yo soy empleada de Quala. Los comerciantes vienen cuando quieren y lo que manejamos es una relación de confianza”, dice. “Yo compro las bebidas y se las presto para que vendan”. Por cada botella el administrador de la bodega gana 120 pesos.

Dice, además, que quienes llegan a trabajar con ella son personas que “de otra manera no conseguirían trabajo en otro lado”. Desplazados, migrantes, personas con algún tipo de discapacidad o incluso habitantes de calle.

La mujer asegura que en varias ocasiones le han robado los carros y la mercancía. Justamente porque no hay mayores exigencias. Ella solo les pide copia de la cédula, dirección de residencia, que no tengan antecedentes, una referencia familiar y desde la tablet les toman una foto cada día antes de entregarles la mercancía.

Cuando la roban, dice ella, Quala le repone el carro y las neveras portátiles, pero la mercancía sí se pierde. La multinacional no asume ningún riesgo ni por la mercancía ni por el intermediario.

Ante la pregunta de por qué les prohíben a los informales vender otra cosa, ella explica: “yo tengo que responder por la mercancía, yo les doy el hielo, yo pago la luz, el congelador. Y si ellos venden otras cosas, pues yo dejo de recibir y no es negocio”.

Ella se dedicaba a vender arepas frente a un colegio. Pero en la pandemia tuvo que cerrar. Una amiga le contó de la posibilidad de quedarse con el arriendo de una bodega de Vive 100 y su hermana la tomó. “Pero esta bodega no está formalizada ni nada de eso”, dice. “Solo le compramos a Quala, ellos nos prestan varias cosas y hasta ahí”.

Es decir, Quala promueve la venta informal de estos productos, pero se libra de las responsabilidades que acarrea ese trabajo. La Silla intentó comunicarse en varias oportunidades con Quala, pero para la publicación de este artículo, no hubo respuesta.

La administradora de la bodega cuenta que en este momento presta 22 carros de Vive 100 y que ellos deben devolverlo diariamente, por si al otro día no quieren venir.

“El negocio nos da para comer, pagar el arriendo y mantener a mis hijas”, asegura. Pero también dice que en algunas ocasiones cuando los trabajadores no van, su pareja, su hermano, su mamá y su papá, también salen a vender. “Es que es un negocio muy inestable, pero yo lo agradezco porque es lo único que tengo”.

También dice que “esta forma de trabajo me ha dado más tiempo para cuidar a mis hijas, con el puesto de arepas no podía”. Frente a la reforma laboral de Petro —que obligaría a Quala a vincular a los ambulantes laboralmente porque se beneficia de sus ventas— la administradora de la bodega dice: “aquí hay que pensar es en personas como las que venden Vive 100 y como nosotros”. Asegura que si a ella le quitan la bodega también le toca salir a la calle a vender, y que mucha gente se quedaría en la calle.   “Quala puede vender a supermercados, en tiendas, en cualquier lado. Ellos no se van a encartar con nosotros”, agrega. 

***

*La familia de Juanita León, fundadora y directora de La Silla Vacía, es accionista minoritaria de Quala. La Silla Vacía no tiene ni ha tenido una relación con Quala. Desde hace tres años, los familiares de León dejaron de ser accionistas de La Silla Vacía.

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