Gustavo Petro respira pesadamente, con el ruido de algo que funciona con esfuerzo. Mira por la ventana de un avión privado, a punto de aterrizar en Villavicencio, capital de los llanos. Señala la montaña que se ve por el cristal y la nombra: “Esa es la cordillera Oriental”.
El día anterior, en ese mismo avión, Petro bordeó la cordillera Occidental. Estuvo en un acto de campaña en Ciénaga de Oro, el municipio en el que nació, en Córdoba. En cada sitio al que va suele usar una prenda característica de esa región. Ruana en Boyacá, sombrero vueltiao en el Atlántico, carriel en Antioquia. Ahora lleva en la mano un sombrero llanero marrón. En la marquilla interna se lee: “Made in USA”.
En el avión que Petro usa para la campaña hay ocho puestos. Voy sentado en uno de ellos, diagonal al candidato. A su lado van Augusto Rodríguez, su asesor más antiguo, y Armando Benedetti, quien coordina su agenda desde hace varios meses.
En el camino hablan de estrategia: “La manifestación de ayer en Córdoba los debió asustar. Estábamos frente a la finca de Uribe. Yo creo que ahí sintieron que se volteó la torta”, dice Petro. Benedetti asiente: “El gobernador de Córdoba debe estar arrepentido. Se nos volteó y a la semana salió la encuesta en la que ganamos”.
En cuanto aterrizamos en Villavicencio una decena de políticos rodean al candidato. Uno de ellos le entrega un plato de lechona llanera en la pista. Es Edward Libreros, un político llanero que fue parte de la lista al Senado del Pacto Histórico, la coalición de Petro, y que ahora coordina su campaña en la Orinoquía.
“¿Qué más, Edward? ¿Cómo vamos en el llano?”, dice Petro en el carro, rumbo a Granada, a dos horas de Villavicencio. Mientras habla destapa la caja de icopor con la lechona.
Libreros le hace una descripción de la campaña en la zona, justo en el momento en el que el carro pasa por una valla en la que se ven Petro y Francia Márquez, su fórmula vicepresidencial. “Tenemos ocho de estas en Villavicencio”, dice Libreros con orgullo. Petro mira su propio rostro amplificado en la pancarta. Después de un silencio breve, responde serio: “Me pusieron chaqueta de lana en el calor del llano”.
Libreros balbucea. Da explicaciones confusas y al final sugiere que pueden cambiar la foto. Petro sigue atento en el camino. Más adelante ve una de Federico Gutiérrez, su principal rival, y dice: “Esta está más interesante”.
Durante estos meses, toda la vida de Petro ha estado puesta en función de tres fechas: el 29 de mayo, día de la primera vuelta; el 19 de junio, si llega a haber segunda vuelta; y el 7 de agosto, el día de la posesión presidencial. Petro dice que no piensa mucho en lo que viene. Pero a veces la confianza lo traiciona: “Esta región nos la ganamos”, afirma en un momento, cuando un grupo de seguidores saludan la caravana, y él les regresa un saludo que no llega a verse a través del vidrio polarizado de la camioneta.
Una parte de él vive en el futuro. “La política es como volver a la incertidumbre de la juventud”, dice en el carro, mientras sigue buscando su rostro en las vallas del camino. Petro tiene 62 años, y siente que su vida está a punto de empezar.
Hablar de los muertos
Hace cincuenta años, cuando su vida realmente empezaba, Petro recuerda que estuvo allí mismo, en el río Ariari en el Meta. “Nos trajo desde Zipaquirá Pío Quinto Jaimes, un profesor de la universidad que fue el que luego me metió al M19. Yo no era nada… Era estudiante”, dice.
La caravana avanza por la carretera y cada tanto Edward le muestra un video o una foto de la multitud que lo espera en la plaza de Granada. En la tarima hay un arpa y una decena de bailarines de música llanera que hacen tiempo mientras llega el candidato.
“Que ni se les ocurra ponerme a bailar”, dice Petro al ver la imagen. Permanece callado la mayoría del tiempo, a menos que alguien le dirija la palabra. Cuando responde, sus labios se mueven solo lo necesario, como ocultando las señales de las palabras que pronuncia.
A veces, sin embargo, empieza a hablar como para sí mismo: “Esa vez que vinimos murió un muchacho ahogado. Cuando salimos para irnos vimos que faltaba. Fue un desastre. Yo me sumergí en el río a buscarlo. Pero el cuerpo apareció mucho después río abajo”.
“¿Y cómo fue que te metiste al M19?”, pregunta Benedetti, desde el puesto de adelante del carro. Petro se extiende. Estuvo en esa guerrilla desde los 17 años hasta los 29, cuando se desmovilizó en 1990 con todo el grupo. En esos doce años protagonizó tomas armadas, vivió detenciones, torturas y campos de batalla.
Ese fue el mundo en el que se volvió adulto. Y en parte aún lo acompaña: “Yo entré a un sistema que se llamaba la compartimentación. Y básicamente consistía en que uno no podía conocer a nadie más del ‘Eme’ que al comando en el que uno militaba. Era para aguantar la tortura, para no delatar a los compañeros”.
En ese momento Edward nos dice que estamos pasando sobre el río Humadea y Petro vuelve a hablar de su compañero ahogado. “Creo que fue aquí que murió”.
Petro suele hablar de las personas que ha visto morir. La última también fue un ahogado, el año pasado en Italia, cuando estuvo hospitalizado por covid-19. A Petro lo trasladaron a una sala de hospital con otras cinco personas. Cuenta que tenía una mascarilla de oxígeno, pero los otros tenían escafandras llenas de aire que él nunca había visto, como buzos fuera del agua acostados en camas de hospital.
Recuerda bien cuando uno de ellos empezó a gritar. Era un grito mudo, contenido por la bolsa de aire que le cubría el cuerpo. Desde su cama en el hospital, adormilado por los medicamentos, Petro vio cómo la gráfica que marcaba las pulsaciones del hombre se convirtió en una línea constante, sin latidos. Y vio también a las enfermeras que llegaban y se llevaban el cuerpo.
En ninguno de esos momentos —ni hace cincuenta años cuando se sumergió para buscar a su compañero ahogado, ni hace cuarenta cuando era guerrillero, ni hace uno, cuando se esforzaba por respirar en un hospital de Italia— Petro ha sentido que él mismo vaya a morir.
“Tenía mucha confianza en que me iba a recuperar rápido. Aunque tenía neumonía en los dos pulmones. Pero después de unos días me quitaron el oxígeno y el médico escribió en el tablero: recuperación atípica”, dice. Sus palabras se acompasan con los silbidos pesados de su respiración, aún afectada por las secuelas de la enfermedad.
Petro habla de los muertos como quien recuerda que ha sobrevivido. Y también con la carga de aquel que sobrevive. Cuando estamos a punto de llegar a Granada, recuerda su desmovilización del M19: “No quería volver a mi casa. Me daba mucha vaina volver donde mi familia. Sentía que era como si hubiera perdido el tiempo”.
Cuatro décadas después, rumbo a una plaza donde miles de personas lo esperan en medio de su tercera campaña presidencial, Petro sigue tratando de darle sentido al paso del tiempo.
Nombrar el futuro
“Ya está en las escaleras nuestro presidente —dice el presentador en la tarima—. Vamos a hacer un ruido que se escuche en toda Colombia”.
La multitud en la plaza de Granada, el segundo municipio más importante del Meta, es un tapiz de miles de rostros y banderas de colores que se extienden hasta los árboles al fondo de la explanada. Algunas personas llevan máscaras con el rostro de Petro sobre sus caras. Cuando él sube a la tarima, lo que encuentra es su propio rostro en las caras de la multitud, y en las vallas y publicidades por todo el lugar.
Antes de subir, cambió el sombrero marrón “Made in USA” por uno verde, hecho en Colombia, que tiene grabado en un costado: “Petro Presidente 2022-2026”. El sombrero marrón se lo entregó a Augusto Rodríguez, su asesor, que ahora lo tiene puesto en la tarima. Está un par de pasos atrás del candidato, con el libro de Petro acuñado bajo su brazo.
Petro toma el micrófono, pero la multitud solo le permite pronunciar las primeras dos palabras: “Hola, gracias”. Luego estallan cientos de gritos que juntos componen un ruido que se sobrepone por un momento a su voz amplificada.
Cada vez que aparece públicamente Petro deja tras de sí una estela de voces que lo alaban, lo insultan o simplemente lo nombran. Un ruido de fondo que él nunca llega a oír del todo. Desde que se volvió un político de masas Petro existe más allá de su propia voz, en las voces de los otros. Y más allá de su propio rostro, en las camisetas con su cara y las máscaras y las vallas que ahora ve desde la tarima.
“Pueblo del Ariari, pueblo de Granada, pueblo del Meta, pueblo llanero… Los quiero mucho”, son las primeras palabras que pronuncia el candidato cuando merman los vitoreos en la plaza. Durante cerca de una hora habla con la convicción de quien ve el futuro: “El 29 de mayo los invito a cambiar la historia de Colombia. A cambiar la historia de los llanos, a recuperar aquella bandera lancera de hace dos siglos. ¡El llano puede ser una gran despensa agrícola, no solo de Colombia, sino del mundo!”.
Su voz no se parece en nada a la de hombre tímido que hace unos minutos hablaba en susurros en el carro camino a Granada. Petro tiene poco para decirle a una sola persona cuando la tiene al frente, pero ante una multitud sus palabras se desbordan. Benedetti, que maneja su agenda, suele incluir en el itinerario el tiempo extra que Petro se extenderá en una plaza pública, en una reunión con aliados, o en una entrevista transmitida para miles de personas.
Mientras Petro habla, Augusto Rodríguez sigue sus gestos. Mira con desconfianza un dron que se mueve por el escenario. “Hace dos días, en Sogamoso, nos metieron un dron que no era de la campaña en la tarima. Eso es un peligro. Un dron con 100 gramos de explosivos puede matar a Petro”, dice.
Cada asesor de Petro cumple su papel: el de Augusto es estar a la espalda del candidato previendo o imaginando una conspiración, y el de Benedetti es ser el guardián del tiempo.
A veces no es fácil. “Normalmente me demoro en sacarlo diez minutos de la tarima. Pero en estos días en Duitama seguía hablando 20 minutos después de que le dije que debíamos ir a otro sitio. Estaba como un niño, mostrando que el tiempo es de él. Y el tiempo no es de él ni mío, es de la agenda”, cuenta Benedetti.