Salvo un giro dictatorial difícilmente ejecutable –hasta para eso se requiere cierto nivel de competencia– el viernes 7 de agosto de 2026 en las horas de la tarde Gustavo Petro Urrego ya no será el presidente de Colombia.
Su legado será opaco. Dejará un país dividido, inseguro y empobrecido. Si solo una fracción de las contra-reformas que ha propuesto se aprueban, aún en versiones diluidas, muchos de los avances de las últimas décadas se perderán.
La estabilidad macroeconómica –que le ha permitido a Colombia desarrollarse y sacar de la pobreza a millones de personas– se esfumará. El aumento desaforado del gasto estatal con el objetivo de comprar conciencias populares y el ataque sistemático al sector productivo descuadrará inevitablemente las finanzas públicas. La regla fiscal será un recuerdo y la salida atollada de los tenedores extranjeros de deuda nacional puede disparar el dólar a niveles estratosféricos. La devaluación haría imparable la inflación. Esto asegurará altas tasas de interés, que quizás logren apuntalar la moneda y reducir el aumento de precios. O, quizás no. Algún tipo de control de cambios es posible.
En todo caso el desgreño gubernamental llevará a la argentinización de la economía, con un agravante: nosotros no somos Argentina. Sin la capacidad exportadora de nuestro vecino del sur, –situación causada por la suicida decisión de suspender la exploración de hidrocarburos– una crisis de balanza de pagos en Colombia sería bestial.
En materia de seguridad la cosa pinta igualmente mala. La “Paz Total” es un embeleco de pies a cabeza. Sin etapas, reglas ni protocolos todo parece ser un gigantesco proceso de voluntarismo donde el Estado se doblega ante los criminales y estos continúan con sus andanzas en absoluta impunidad. Las consecuencias de esta debacle serán tan severas que ni la fértil imaginación del ministro del interior logrará idearse eufemismos suficientes para tapar la realidad. Si ahora le llamamos “cerco humanitario” al secuestro, mañana los mares de coca serán “cultivos de analgésicos autóctonos”, las extorsiones serán “donaciones involuntarias” y los homicidios “privaciones indeseadas de la existencia”.
Los Estados Unidos, sin embargo, no se engaña tan fácilmente. No importa quien sea el presidente de ese país (y si es republicano, será peor) la tolerancia con el narco-desmadre tiene un límite. Vendrán sanciones y descertificaciones que seguramente poco le importarán al gobierno pero que tendrán consecuencias. La calidad de Estado paria no es compatible con el estatus de potencia mundial de la vida.
El país descuadernado que entregará Petro en tres años y cinco meses que le faltan de mandato será reminiscente del país devastado que entregó Marroquín después de la Guerra de los Mil Días, o el que Rojas le dejó a la junta militar, o el que Samper le traspasó a Pastrana después del proceso 8.000.
Aun así, no es descartable que el presidente saliente logré imponer a su sucesor. No hay duda de que lo intentará: el mismo Petro ha dicho que se necesitan tres periodos presidenciales para que se realice el ideario del Pacto Histórico. Pero será difícil y, así lo logre, los segundones no suelen seguir la partitura del que los puso ahí. Remember Lenin Moreno. Otra posibilidad es la continuidad por la línea civil, es decir a través del cónyuge. Casos se han visto, pero a hoy la señora Alcocer, por mucho talento sucreño desplegado en la batalla de flores del Carnaval de Barranquilla, no parece muy viable como candidata presidencial.
Más probable es la posibilidad de que el caos reinante promueva la aparición de un Bukele colombiano. El mismo día en que la guardia indígena –según el doctor Prada ese “instrumento sencillamente maravilloso y muy hermoso desde el punto de vista sociológico”– cercaba humanitariamente a 78 policías, degollaba a uno de ellos y quemaba vivos a tres perros antiexplosivos, en El Salvador decenas de miles de miembros de las temidas maras eran encarcelados en el Centro de Confinamiento del Terrorismo, una mega prisión construida en siete meses.
La comparación no podía ser más aguda. Podría apostar que el prototípico votante de clase media colombiana –ese que define las elecciones– no comparte la infatuación del ministro del interior con el maravilloso y muy hermoso experimento sociológico de la guardia indígena y que, si fuera por él, mandaría a todos estos cuidadores de la vida y del territorio al Centro de Confinamiento del Terrorismo junto con todos los otros homeboys de la Mara Salvatrucha.
No es por nada que Bukele tiene el 94% de popularidad, algo que debe torcer de la envidia a Petro, que desangra aprobación a borbotones en cada nueva medición. Al fin y al cabo, la gente suele distinguir entre los resultados tangibles y los discursos de balcón.
Ambas alternativas, la de la continuidad disfrazada o la del neo-caudillo, son indeseables. Un país desgarrado y quebrado como el que nos dejará el actual gobierno requiere de un líder moral que lo retorne a la normalidad institucional y sane las divisiones.
Hace unos setenta años, después de la caída de una dictadura militar populista, esa persona fue Alberto Lleras Camargo, quien según el ranking de la Fundación Liderazgo y Democracia elaborado hace algunos años (https://fundacionlyd.org/aym_presidentes/), ha sido el mejor presidente de la historia colombiana.
Lleras Camargo con mano tendida, pero con pulso firme, estabilizó al país, encausó la economía, restableció la paz y consolidó el marco institucional democrático que permitió el desarrollo nacional. Es decir, recogió los platos rotos de la vajilla, los reparó y sirvió de nuevo la mesa.
Si bien la oposición al petrismo está empezando a cuajar, después de un comienzo poco halagador, la empantanada del gobierno se debe más a sus propios errores y fundamentalismos que a las acciones de sus contrincantes políticos. Paradójicamente, la astilla que más está doliendo es la del propio palo. La creación de un nuevo partido político en cabeza del más importante alfil político de la coalición, junto con el llamado de algunos congresistas a formar un frente amplio de oposición y la sindicalización de los tres partidos tradicionales (el Liberal, el Conservador y la U) frente a la reforma a la salud, dan un indicador de hacia dónde van las cosas.
A pesar de esto, por ahora no se vislumbra una persona que en las actuales circunstancias pueda jugar el mismo papel que jugó Lleras Camargo tras la caída de Rojas. Pero aparecerá. Mientras tanto, como diría la canción, solo podemos preguntarnos a donde se ha ido y rememorar que la Nación, ahora más que nunca, vuelve sus ojos solitarios hacia él.