La explosión parece que no pudo ser controlada. Como Ricaurte en San Mateo, la coalición de gobierno en átomos voló. Y el pirómano fue el presidente de la República, el mismo que colocó la mecha y prendió el fósforo.
Era inevitable. Creer que este gobierno podía tener alguna semblanza de normalidad, que sus reformas obtusas podían ser moderadas y que algún tipo de cohabitación era posible fue siempre una quimera. Los proponentes de esta tesis sostenían que tocaba rodear al primer mandatario para evitar su radicalización. Es mejor tenerlo en la carpa meando para afuera, que afuera, meando para dentro, afirmaban, con pasmosa ingenuidad.
La explosión de la coalición, es obvio, fue provocada desde la Casa de Nariño. No hay otra cosa que explique el respaldo irrestricto a la ministra de salud –y a su bárbara reforma sanitaria– a sabiendas de que todo iba a estallar. Ese era el propósito, llevar las cosas hasta un extremo tal que se tuviera que escoger entre la genuflexión absoluta o el asfalto. Alternativa, esta última, que recayó sobre los aliados congresionales que osaron conservar su dignidad no aceptando la sumisión completa, para luego ser despachados como perros en la puerta de una carnicería.
Tratamiento que también recibió la señora Corcho, al igual que unos cuantos ministros más, entre ellos el poderoso ministro de hacienda y la vocal ministra de agricultura. Estos, a diferencia de la ministra de salud, cometieron la falta, inaceptable en una autocracia en ciernes, de atreverse a disentir del pensamiento del caudillo, así fuera por un milímetro. Mal le paga el diablo al que lo sirve, dicen por ahí.
¿Qué sigue ahora? La respuesta la ofreció el presidente en el balconazo del 1 de mayo: un “campo de batalla”.
Las analogías bélicas proferidas por un presidente nunca se deben tomar a la ligera. Con la coalición dinamitada ha dicho que buscará recoger los pedazos individualmente, armando unas mayorías de ocasión que se pegarán a punta de contratos y puestos. Esto es inherentemente inestable, el apetito burocrático de los lentejos es infinito, no hay presupuesto ni nómina que lo pueda satisfacer.
Petro, que los conoce desde hace décadas, lo sabe. Por eso no es creíble que ese sea el plan de acción en lo que queda del mandato. Si acaso será una treta que le permita tramitar una que otra de sus funestas iniciativas. Sin embargo, la revolución que anunció el presidente desde el balcón no se hace con mediatintas burguesas. Nada de cambios incrementales, eso es para rojitos desdibujados. El tono que se impone es más Maduro que Mujica.
La fórmula entonces se centra en una jugada audaz, donde se pueda saltar con garrocha las demandas insaciables de los congresistas y las incomodas limitaciones del procedimiento legislativo. Ya Iván Cepeda, quien hace las veces del José Obdulio del régimen, las esbozó en una reciente columna publicada en El Tiempo. Se trata del llamado Acuerdo Nacional, una “alianza de fuerzas, movimientos y organizaciones políticas, económicas, sociales, medios de comunicación y distintos grupos y expresiones populares que deben empujar los cambios que requiere la sociedad colombiana”.
Idea chusca si no fuera por un pequeño detalle: todo ha sido acordado con el ELN en el segundo ciclo de diálogos adelantado en la ciudad de México.
Las piezas van encajando. Sin coalición de gobierno y con las reformas empantanadas el gobierno correrá afanosamente a la materialización del Acuerdo Nacional –“la única salida realista y viable para la actual situación del país”, según Cepeda–, que no es otra cosa que la Convención Nacional, la entelequia soñada por los elenos desde hace décadas. El pretexto de semejante dislate será, por supuesto, la “paz total” y la justificación legal la construirán a los coñazos, extrayendo retazos normativos de la constitución y de las generosas leyes que le permiten al gobierno dialogar con las insurgencias.
Una vez habilitado el Acuerdo Nacional con una fina selección corporativista de grupos de interés variopintos se declarará representativo de la sociedad colombiana y de ahí a la configuración de un nuevo ordenamiento constitucional solo hay un paso. La conformación de una para-institución legislativa con poderes soberanos que castre las funciones del congreso legítimo es una maniobra clásica del Manual del Perfecto Dictador Latinoamericano. Diosdado la perfeccionó.
El Acuerdo Nacional tiene como propósito llevarnos a una constituyente por la puerta de atrás. Lo que no podrán hacer nunca por la vía institucional, porque requiere del congreso para su aprobación, lo van a intentar imponer a punta de tramoyas culebreras. Las afirmaciones del nuevo ministro del interior asegurando que al gobierno no se le ha pasado por la cabeza la posibilidad de una constituyente deberían prender todas las alarmas: suele ser que cuando un funcionario se sale de los chiros para negar algo es porque lo agarraron con las manos en la masa.
Se cae de su peso que esta constituyente furtiva engendrada por el Acuerdo Nacional tendrá como propósito –además de superar el “modelo neoliberal y fósil” de la economía, como anuncia Cepeda– la prolongación del mandato presidencial. Cuatro años no son suficientes, dirán, para liberar al planeta de la amenaza del cambio climático y acabar con el sufrimiento de los olvidados. Se requiere otro tanto y mucho más. La salvación de la humanidad no es algo que se pueda hacer en menos de una generación.
Quienes participen del Acuerdo Nacional que pronto lanzarán oficialmente serán cómplices o idiotas útiles. El único curso de acción sensato para los verdaderos demócratas es denunciar el artificio por lo que es: un golpe de mano. Las instituciones y la opinión pública ahora más que nunca deben estar alerta para no enredarse en la telaraña. Los congresistas deben entender que ellos serán los primeros sacrificados y las cortes deberán actuar con determinación para cortar de cuajo los intentos de darle una semblanza de legalidad a lo que es esencialmente un cuartelazo disfrazado de terapia grupal. Por su parte los empresarios, temerosos, como es apenas natural, de las retaliaciones gubernamentales, no podrán actuar con aguas tibias. La parsimonia de hoy será la tragedia de mañana.
Y, finalmente, a los escépticos, que creen que todo lo anterior no es más que una perorata delirante, basta decirles una cosa: cuando pase lo que pasará no digan luego que nadie se los advirtió.