OPINIÓN

¿Petro sería progresista caviar, piraña o bolivariano?

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Ilustración: Los Naked.

Los latinoamericanos de los años ochenta perdimos la confianza en el progresismo a raíz del primer gobierno del peruano Alan García, entre 1985 y 1990. En la universidad, los profesores de filosofía hicieron un concienzudo trabajo en adoctrinarnos con el ascenso de Descartes a Kant y Rousseau, de éstos a Hegel, hasta la realización de la filosofía occidental en Marx. Por su parte, los profesores de economía descreían de la economía de mercado y echaron mano de una mezcla de keynesianismo y marxismo que ilusionó a los jóvenes de los setenta y ochenta con una visión original y distinta de la economía. 

 

Todo parecía listo para la realización, en la práctica, de una nueva visión de la economía, heterodoxa, con tintes latinoamericanos, sazonada con elementos de la CEPAL post-Prebisch. Fue entonces cuando vino Alan García. 

En los dos primeros años de su gobierno, Perú creció rápidamente, mostrando lo promisorio de su decisión de destinar solo el 10% de las exportaciones a amortizar de la deuda externa, congelar precios de alimentos y sustituir los extranjeros por producción local, aumentar salarios en 18%, congelar los precios de medicinas, materiales de construcción, alquileres, bajar el interés bancario y fijar el tipo de cambio. 

Pero hasta ahí llegó la dicha. Acto seguido, Perú se estrelló y estalló en pedazos, con hiperinflación, pobreza y caos. La crisis espiritual, filosófica y económica que sobrevino, reveló la cruel futilidad del progresismo. 

En adelante, nos dedicamos a desaprender de ese voluntarismo necio y entender bien el funcionamiento del dinero, los déficit fiscales, los excesos de deuda, y la economía en general. Aprendimos la profunda lección que hay en el concepto de prudencia, que es el mensaje esencial de la economía. 

Los presupuestos del progresismo eran estructuralmente débiles e ilusorios. Alan García y sus economistas demostraron que la economía es más compleja y sutil, y se puede desbaratar más rápido de lo que nadie imaginaba, con consecuencias desastrosas para países enteros. Gracias a él pudimos escarmentar en cuerpo ajeno. En el cuerpo y el sufrimiento de los peruanos. 

El convencimiento de que el progresismo no era la vía adecuada ha perdurado en Colombia por espacio de 30 años. En contraste, para finales del siglo XX muchos países de la región habían olvidado la debacle peruana y estaban dispuestos a ensayar de nuevo. 

En 1999 Venezuela empezó un experimento que lleva 23 años; en 2003 Brasil inició la ruta de Lula y Dilma, que duraría 13 años; en el mismo año Argentina inició la saga de los Kirchner, de 12 años; en 2006 Bolivia empezó la era de Evo Morales, que tomó 13 años; y el Ecuador de Correa duró 10 años. Esos ejemplos muestran un elemento unificador, y es que los progresistas no se contentan con un período presidencial. En general, van al menos por una década. 

El ascenso del progresismo del siglo XXI coincidió con una época de alto precios de materias primas, como el petróleo, cobre y soya, que escondió los efectos de las políticas y la mala calidad de la administración pública que se estaba adoptando. Cuando vino la debacle de recesión y corrupción, el péndulo se movió a la derecha, con los Macri, Piñera, Peña Nieto, Kuscinsky, Duque, Bolsonaro y Cia. Ninguno de ellos una maravilla, que digamos.

Desde 2018 el progresismo está de vuelta. El péndulo político se movió de nuevo, empezando con Andrés Manuel López Obrador en México; Fernández en Argentina en 2019; Arce en Bolivia en 2020; recientemente Castillo en Perú y Boric en Chile. Colombia y Brasil, con impopulares gobiernos de derecha, pueden tener un giro a la izquierda en las elecciones de 2022. Los dos países exhiben el menor nivel de apoyo a la democracia. Solamente quedarían con gobiernos de derecha Ecuador y Paraguay.

Sabemos cómo les fue a los países en la primera oleada de progresismo. Y estamos viendo cómo les va ahora, en la segunda. Por eso podemos intentar una síntesis, cuyo primer elemento es que no hay solamente un progresismo sino tres, que denominamos: caviar (término usado en Chile y Perú), piraña y bolivariano. 

El Progresismo caviar, que es lo que en Bogotá se llama “los guerrilleros del Chicó”, quiere más impuestos, regulación y Estado, para que pueda competir con el sector privado. El caso emblemático, así lleve muy poco, parece ser el Boric en Chile. Buscan potenciar el Estado del bienestar, otorgar masivamente servicios públicos de estándares europeos y garantizar derechos gratis, sin incurrir en nacionalizaciones. 
  
En contraste, el progresismo piraña busca eliminar el rol subsidiario del Estado, para entrar a las actividades adelantadas por el sector privado. Los casos más sobresalientes son los de Evo Morales en Bolivia y Castillo-Cerrón en Perú. Más que aumentar impuestos quieren someter a las empresas a un sinnúmero de regulaciones y supervisiones de autoridades superpuestas y concomitantes.

Emplean en esas autoridades a miles de mandos medios, procedentes de sus clientelas políticas. Su función es entorpecer el funcionamiento de las empresas, obligarlas a pagar por cualquier cosa que se les ocurra, y atrapar esas rentas. 

Para dar un ejemplo local, es la forma como funcionan las CAR en Colombia. Llenan de regulaciones a las empresas agropecuarias, mineras o manufactureras, que deben ser supervisadas por el mismo grupo de gente, perteneciente a la esfera de un político local, contratadas para verificar el cumplimiento. 

Tanto en los caviares como en los pirañas, hay una diferencia con los antiguos gobiernos socialistas, cuyo objetivo era la nacionalización de las empresas. En el caso de Venezuela y Bolivia los líderes políticos se tomaron las empresas a través de chantajes. Predominó una corrupción a gran escala. 

También promovieron la iniciación de industrias públicas, por las enormes comisiones que pueden conseguir en la compra de maquinaria y en su instalación, aún cuando fueran antieconómicas y deficitarias. Hay un “aspiracionismo” fuerte, que quiere crear un Estado clientelista para ellos. Por todos lados se filtra una fuerte oleada de corrupción, justamente lo contrario de lo que se predicó durante la campaña presidencial.

Ese orden de cosas creó una alta toxicidad para el aparato económico privado. Lo incordió a través de muchos estamentos, derivando en una relación litigiosa. Los gerentes y empleados pasan mucho tiempo interactuando con esta “dictadura de mandos medios”. Con frecuencia se nombra personas sin la capacidad técnica (tampoco  una inclinación exclusiva de los progresistas), que chocan contra las burocracias en entidades como la Fiscalía, el Poder Judicial, la Defensoría del Pueblo y la academia.

En un estadio aún más profundo, se halla el progresismo bolivariano, que es una expresión extrema del piraña, como se muestra en la tabla. Los bolivarianos “chulean” todas las cajitas de un intervencionismo feroz, arbitrario y torpe, que no deja intacto ningún ámbito económico o institucional. Al punto que puede eternizarse en el poder porque dominan la autoridad electoral y la rama judicial. 

¿Cuál tipo de progresismo aplicaría un eventual gobierno de Petro? De la tabla se concluye que depende mucho de lo que se le dejara hacer. Empezaría por tratar de subir los impuestos astronómicamente, como los caviar; e iría paulatinamente conquistando fronteras sucesivas. En la medida que durara más de una administración, directamente o por interpuesta persona, poblaría más espacios. ¿Resistiría Petro la tentación de mutar de caviar a piraña, cuando su programa tiene muchos elementos de éste último? 

 

 

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