Esta semana pasada fuimos notificados de una nueva decisión en el pleito internacional que desde hace décadas tramitamos contra Nicaragua en La Haya. Los abogados que nos representan, dos de los más destacados juristas del país cuya competencia profesional y solvencia moral está por encima de cualquier duda, nos informaron en una improvisada rueda de prensa que, la verdad, no nos había ido tan mal con la decisión y que las cosas hubieran podido ser peores, mucho peores, como por ejemplo el desmembramiento del archipiélago de San Andrés y Providencia, la pérdida de soberanía sobre alguno de los cayos o la prohibición de navegar sobre las aguas que rodean el ya muy reducido mar territorial colombiano.
Culiprontismo

Ilustración: Los Naked.
Quizás tengan razón, en el litigio internacional algunas veces perder es ganar un poco.
Y no lo digo con ironía, es seguro que los abogados de Colombia hicieron lo mejor que pudieron, y es también muy posible que el resultado obtenido, dadas las alternativas nefastas que teníamos por delante, no hubiera sido del todo lamentable.
La discusión en este momento no es, al fin y al cabo, sobre la calidad de los litigantes que nos defendieron en esta disputa sino sobre la calidad de los políticos que nos metieron en el problema.
Resulta que las cosas no tienen por qué haber sido así. Esta cadena de eventos desafortunados que, entre otras, todavía no concluye, no hay que remontarla a la Real Orden del 20 de noviembre de 1803; ni al Tratado de Unión, Liga y Confederación celebrado en 1825 entre la República de Colombia y la Unión de la Provincias Unidas de Centro América, ni siquiera a los pormenores del Tratado Esguerra-Bárcenas de 1928 que luego la junta sandinista declaró en 1980 nulo unilateralmente y que sería la causa inmediata de la actual situación.
El problema no está en las minucias legales, como tampoco está en la calidad de los memoriales, la idoneidad de los abogados o de las teorías jurídicas y que en Colombia, como buen país de abogados, creemos que son suficientes para defendernos de la jungla que ha sido, es y será el ámbito internacional. Como lo ha dicho recientemente el profesor Cris Blattman (Why We Fight, 2022), para entender la dinámica de los conflictos entre los países basta mirar cómo funcionan los combos de Medellín que se coordinan a través de la Oficina de Envigado.
Sin embargo, el pequeño Godofredo Cínico Caspa que todos los colombianos llevamos en el corazón insiste en que todo es cuestión de presentar el escrito adecuado ante el tribunal internacional de marras, sea la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la Corte Penal Internacional, la Corte Internacional de Justicia, el CIADI, la OMC, o cualquiera otra de estas instancias muchas veces burocráticas, ineficientes y, sobre todo, politizadas, para que se haga los más parecido en la tierra a la justicia divina.
Fue así como durante el gobierno de Andrés Pastrana acabamos en esta vacaloca. La razón, como lo recordó recientemente Vargas Lleras, es que durante su mandato, sabiendo que las demandas se venían encima, se dilató la salida del Pacto de Bogotá –que fijaba la jurisdicción de la Corte–. Los malpensantes aducen este craso error al temor del presidente de poner en peligro su proyecto de “internacionalizar” el conflicto y por ende su aspiración secreta de ganarse el Nobel de Paz, pero, como dice el dicho, no hay que atribuir a la mala fe lo que puede ser perfectamente explicado con la mera incompetencia.
Con el pecado original cometido ya todo lo demás estaba consumado: una década después perdimos, por lo menos en el papel, una parte significativa del mar territorial del archipiélago y lo cierto es que le hemos mamado gallo al fallo, como lo recordó la Corte en la decisión de hace unos días. Más que debatir ahora si seguir en las mismas o parquear un par de corbetas en la zona disputada y mandar al fondo del mar a cualquier nicaragüense que se atreva a pescar una langosta, lo que deberíamos hacer es reflexionar sobre nuestro excesivo culiprontismo internacional.
Colombia ha firmado cuanto tratado, convenio, protocolo, pacto, acuerdo o pedazo de papel que le han puesto en frente. Todavía los presidentes colombianos y sus ministros se lucen a su regreso de cualquier periplo internacional anunciando toda clase de compromisos internacionales, fueran de cooperación, intercambio cultural, comercio, doble tributación, protección ambiental, seguridad o inversión sin que nadie se pregunte realmente la utilidad y conveniencia para el país de estos esfuerzos. Hacemos parte de cuanta organización internacional existe, más recientemente como aliados militares de la OTAN, estando a 12.658 kilómetros de Rusia.
Según un último conteo veintiún (¡veintiún!) agencias y programas de Naciones Unidas operan en el país. Le damos rango constitucional a las decisiones de algunos organismos multilaterales, como las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas o las resoluciones de la OIT, por superficiales que sean. Hemos firmado por lo menos quince leoninos acuerdos de protección de inversión y tenemos cláusulas de arbitraje de inversión con decenas de países, lo cual nos ha traído una docena de pleitos cuyo valor supera varias reformas tributarias. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos hace rato mandó al carajo el principio de subsidiariedad y se ha convertido prácticamente en una inspección de policía local que recibe toda clase de querellas; le falta asumir competencia para dirimir disputas de amojonamiento y cobros de menor cuantía.
Podría seguir con los ejemplos, pero creo que ya es suficiente.
Por supuesto que debemos tener una política internacional proactiva y dinámica. Colombia es un país importante en la región y debe pegar su peso en esta materia. Somos miembros de organizaciones de prestigio como la OCDE, que no reciben a cualquiera. Tenemos una historia de país serio en el cumplimiento de nuestras obligaciones, especialmente las financieras, y eso no se puede echar por la borda. Nadie está proponiendo volver a ser el Tíbet de América.
Lo que sí debemos tener en cuenta es la naturaleza caótica del entorno internacional y comportarnos en consecuencia. Con la invasión a Ucrania el idealismo en materia de relaciones exteriores, ese mismo que Pastrana invocó para amarrarnos a la jurisdicción de La Haya, acaba de recibir un golpe en la quijada del cual no se va a recuperar. Ni a Putin, ni a ninguno de los caudillos contemporáneos, ni tampoco a dictadores de tercera como Daniel Ortega, les importa un bledo los sellos lacrados de los compromisos internacionales. Lo único que les importa es el poder y la fuerza. Por eso hay que abandonar el culiprontismo y remangarse la camisa porque lo que se viene será muy difícil.