Los colombianos no nos escuchamos, fue la percepción de este hombre que habló con todos los protagonistas de aquél momento tan complejo. Unos, porque creíamos que nos asistía la razón al defender una paz por imperfecta que fuera; otros por defender el estatus quo que sentían amenazado. No escucharse es la cuota inicial para que fracase el diálogo, la concertación y la paz política esencial para una democracia.
El año pasado viajé a Chile un mes antes de que se votara a favor o en contra de la constitución redactada por la asamblea constituyente con mayorías de izquierda. Se sentía ese mismo ambiente de sordera. Aquellos sectores que por fin llegaban al poder, convencidos de que los asistía la razón y la voluntad del pueblo, estaban atrincherados defendiendo su programa para cambiar hasta el tuétano el Chile que les legó la dictadura.
La derecha, para entonces en absoluta minoría, removió los miedos atávicos de esa sociedad para que votaran en contra de la nueva constitución y encontró un terreno fértil en el sectarismo de la izquierda que se jugó el todo en la nueva carta, y perdió. Así se llegó al punto cero: volver a convocar a una constituyente, previo acuerdo con los partidos.
El nuevo grupo constituyente elegido hace pocos días, también por voluntad popular, eligió a la extrema derecha. El mensaje de los ciudadanos es claro: si han de cambiarlo todo, mejor no cambien nada. Con amargura, el presidente Gabriel Boric aceptó el bandazo y clamó ante los ganadores del Partido Republicano: “no comentan el mismo error que nosotros: no escuchar”.
Escuchar no es nada fácil. Es una virtud tan extraña y al mismo tiempo tan deseada que muchos gastamos horas y dinero frente a un terapeuta cuyo talento es ese: escuchar y a partir de allí, desentrañarnos. Es también lo que le ha dado un lugar privilegiado a los líderes espirituales en casi todas las culturas. Ellos y ellas básicamente van por sus pueblos escuchando el dolor humano y cultivando la compasión. O los jueces, cuya escucha asertiva es esencial para elaborar un juicio y emitir una sentencia que cambia la vida de las personas para siempre: repara y castiga.
Las Comisiones de la Verdad, por cierto, son parte de esos mecanismos que las sociedades en transición, sordas y ciegas aún por el fanatismo y la intolerancia, crearon para recapitular sus experiencias más bárbaras. Ser escuchado es una manera de hacer parte de la Polis. Por eso escuchar es un atributo de la cultura ciudadana, una manera de construir democracia.
La escucha se me ha convertido en una obsesión desde que se firmó el acuerdo de paz, justo porque en el fondo de nuestra guerra hay una gran carencia de empatía por las emociones y las experiencias de los otros. Sufrimos al lado de los nuestros, pero menospreciamos el dolor de los que están en el polo opuesto. A la izquierda radical le parece mínimo lo que sufrieron los ricos durante el conflicto. Para la derecha, el dolor de esa masa sin rostro denominada víctimas es apenas un daño colateral de una guerra que evitó una revolución.
Somos una sociedad rota por los estragos de la violencia y sin embargo el lugar de la escucha lo ha tomado el de la vociferación, la estigmatización y la propagación de la mentira y el miedo. También el silencio y la ausencia de palabras para nombrar lo que hemos vivido en común, aquello que nos convierte en una Nación.
Décadas atrás, el mismo sectarismo se expresó en los púlpitos, los periódicos, y las plazas públicas. Como esas estalactitas a las que esculpe una gota de agua durante centurias, los discursos de odio fueron moldeando los sentimientos de la gente que terminó matándose en los campos, atrapada en ideologías. Ese papel de exaltación sectaria tiene como escenario las redes sociales.
Cuando una sociedad ha renunciado a las armas como camino para dirimir sus diferencias, solo le queda el camino del diálogo. Es decir, el camino de la política. Parte esencial del homus politicus es aguzar el oído, alcanzar niveles de sutileza para dar sentido a las palabras que resuenan incluso a lo lejos. Jean Paul Lederach, uno de los mayores expertos en construcción de paz del mundo basa su metodología en los sonidos y la escucha. Ir a conversar una y otra vez. Iterar. Itinerar. Escuchar con los oídos y no con los ojos: escuchar lo que el otro nos dice, su experiencia, su corazón. Porque escuchar con los ojos –ver primero quién habla- nos hace juzgar antes que entender, no nos permite abrirnos a esa tarea que es ponerse en el lugar del otro.
Esto podría ser una lección de autoayuda si no fuera porque es crucial para resolver el problema en el que estamos. ¿Cómo suturar esa herida tan grande que llevamos a cuestas? ¿Cómo hacer que nos escuchemos en un mundo ruidoso, donde la gritería predomina? Donde se lanzan dardos hirientes en cada frase que se escribe o pronuncia.
Quienes detentan el poder son los primeros llamados a escuchar ese susurro que advierte tormentas. En abrir los canales para que se expresen las diferencias y las sociedades altamente polarizadas puedan serenar sus aguas para encontrar juntos unos mínimos de convivencia, de bien común. No hay otro camino: habitamos el mismo país. Ese es el mensaje que nos deja Boric, desde el laberinto de su derrota.