Segundos después de que Disney presentó el tráiler de su sexagésima producción, titulada Encanto, la cloaca digital se había rebosado.

El pesimismo endémico de muchos compatriotas, en particular de aquellos que han hecho su hogar en las redes sociales y cuya producción de bilis y estiércol llega a niveles industriales, taponó cualquier desagüe disponible.
“En el tráiler de la nueva película de Disney no vi cadáveres bajando por el río y en su ramillete de animalitos animados no vi al cerdo ni a las águilas negras, ni siquiera vi a la gente de bien”, afirmó un conocido influenciador. 
“Señores de Disney, Colombia no es un cuento de hadas, es un thriller de terror”, continuó en el tono de los fatalistas chic, aquellos que creen, como los flagelantes medievales, que entre más dolor nos auto inflijamos más pura y rápida será nuestra salvación.
Es, por supuesto, fácil hacer una caricatura de una caricatura, sobretodo cuando los críticos prematuros ni siquiera habían visto la película. 
Sin embargo, lo importante para quienes comparten esta lánguida cosmovisión, donde todo es desesperanza y desilusión, es negar cualquier rayo de luz, cualquier esbozo de optimismo y ratificar la continuidad circular de lo que perciben es nuestra tragedia cotidiana. Es, en últimas, el acto de sumergirse en las emociones tristes, aquellas que como bien lo expresa Mauricio Villegas García, son las que parecen dominar en la Colombia de estos últimos tiempos.
Afortunadamente existe Disney –y no me refiero propiamente al complejo empresarial de entretenimiento, cuyo único propósito (y eso esta bien) es producir plata– sino al concepto. 
En el mundo de Disney todo es felicidad y redención, no porque el mundo real sea así sino porque no lo es. En la Rusia de Anastasia no hay gulags estalinistas sino princesas que encuentran el amor de su vida en París; en la China de Mulán, las mujeres son guerreras feroces y no víctimas; en la Norteamérica de Pocahontas los nativos no mueren exterminados por la viruela y en la Persia de Jasmín las princesas pueden andar por la calle medio desnudas sin estar sofocadas por la sharía.
Los países de los cuentos de hadas solo existen en los cuentos de hadas; todos los demás tienen su dosis de injusticia, inequidad y sufrimiento; muchas veces persistentes y nunca realmente superados.
Lo que me lleva a Encanto, la carta de amor de Disney a nuestro a país que los fatalistas chic encuentran tan desagradable. 
Para empezar, la empresa no ahorró centavos en desplegar sus nada despreciables baterías artísticas en la producción. Como lo contó Lin-Manuel Miranda, el wonderkid de Broadway que desarrolló la banda sonora, recorrieron el país para capturar la esencia de nuestra cultura, visitando Barichara, Cartagena, Palenque, Bogotá y el valle del Cocora. 
También, es obvio, se inspiraron en el realismo mágico garcíamarquiano para elaborar una historia fantástica con velas asombrosas, una casa con sentimientos, una familia con súperpoderes y hasta mariposas amarillas.
El resultado es un sancocho (en el mejor sentido de la palabra) de la colombianidad que ha disgustado a los puristas, quienes se quejan al ver sombreros vueltiaos y acordeones mezclados con ajiaco y arepas con queso, palmas de cera junto a quebradas coloridas como las de Caño Cristales y casas de barro coloniales pintadas de ocre y no de cal blanca con balcones verdes como las de los pueblos boyacenses. Importa un carajo. Esto es una película infantil y no un documental de National Geographic.
Por otra parte, tal vez lo más chocante para los fatalistas chic es el pegajoso optimismo de la trama, que es en cierta medida una metáfora de la historia colombiana. 
Desplazada por una violencia indeterminada, la familia Madrigal se instala en un nuevo pueblo y reconstruye su vida y su comunidad. Es una familia que sale adelante a pesar de las adversidades, sin resentimientos ni resquemores, como la inmensa mayoría de familias colombianas que se enfocan en el futuro y no en las remembranzas del pasado. 
Tampoco les gustará, supongo, la armonía racial de la familia: mestizos, negros, blancos y rubios; hermanos, primos y parientes de diferentes razas y colores, todos en completa integración, lo cual, hay que reconocerlo, no es aún una realidad nacional, pero, a diferencia de otros países, aquí esta más cerca.
Lo fácil es renegar. ¿Dónde están los cultivos de coca, los niños sin educación, los políticos que se roban los recursos de salud? ¿Dónde están militares de los falsos positivos, los guerrilleros impenitentes, los jueces corruptos, los depredadores del medio ambiente y los traquetos? 
Terabytes enteros de memes se pueden publicar ironizando sobre la disonancia de la realidad colombiana y el bucólico pueblo de la familia Madrigal, pero invocarlos sería caer en el lugar común. Dejémosles esa ingrata tarea a las bodegas del petrismo.
Yo prefiero ver la otra cara, la positiva, donde por primera vez esta Nación-a-Pesar-de-Sí-Misma tiene la posibilidad de exhibir su increíble diversidad —que es su mas importante activo— en una plataforma mundial de primer orden y no es esas costosas, decimonónicas e irrelevantes “expos” que tanto disfrutan los burócratas del Ministerio de Comercio. 
Porque la cultura, en su sentido más amplio, es el verdadero súperpoder de los colombianos o, dicho en el lenguaje de los tecnócratas, es nuestro soft power.
Aunque no lo parezca, este es un país que se ha venido a más en las últimas décadas, así sea porque todos los demás países de la región se han venido a menos. En la vida las cosas siempre son relativas. 
Poco va quedando de la Argentina gloriosa de los años treinta, del Brasil monumental de los cincuenta, del México olímpico de los sesenta, de la Venezuela Saudita de los setenta y del Chile pospinochetista de los noventa. 
En cambio, Colombia, que empezó bien abajo en la escalera, poco a poco ha subido peldaños. Mal que bien, el país ha logrado sortear sus principales desafíos y en el transcurso ha logrado construir una identidad nacional lo suficientemente sólida como para proyectarla con éxito hacia el resto mundo. 
 
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El 6 de mayo de 1889 se inauguró en París la Exposition Universelle, una fastuosa celebración de los cien años de la Revolución Francesa donde los países invitados pusieron en despliegue sus mejores atributos. 
El espectacular pabellón argentino era de tal tamaño que una vez concluida la feria fue transportado en barco a Buenos Aires y funcionó durante décadas como el Palacio de Bellas Artes; el pabellón chileno igualmente fue desmontado y hoy en día aloja un museo en Santiago; otros países latinoamericanos como México, que reprodujo las pirámides de Teotihuacán; Venezuela, que construyó una espectacular edificación que fue portada de las revistas francesas y hasta Nicaragua y Bolivia tuvieron instalaciones sobresalientes. 
Colombia, en cambio, solo hizo presencia en un rincón del salón principal de exposiciones donde algunos connacionales residentes en la ciudad, con menos vergüenza que patriotismo, lograron exhibir en una mesa prestada algunas piezas precolombinas y un poporo para masticar coca. En ese entonces, eso fue todo lo que el mundo supo de nosotros.
Hoy en día podemos decir con certeza que las cosas han cambiado para bien. 

Abogado de la Universidad de los Andes, Master in Business Administration del Instituto Panamericano de Dirección de Empresas (IPADE), México D.F., Master en Políticas Públicas de la Universidad de Georgetown, Washington D.C. Se ha desempeñado en diversos cargos del sector privado y público,...