OPINIÓN

El Estado colombiano y el Estado nazi

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En días pasados, el presidente Petro afirmó en dos ocasiones (una primera y una segunda vez) que el Estado colombiano es como el Estado nazi, genocida.

Su declaración se da algunos días después de que la Corte Internacional de Derechos Humanos reconoció la culpabilidad del Estado colombiano en la persecución y asesinato de centenares de militantes y partidarios de la Unión Patriótica. Una condena que, aunque necesaria y celebrada con justa razón por sus dolientes y por muchos sectores democráticos de la sociedad, no ha implicado real justicia, ni el pleno conocimiento de las complicidades dentro del Estado ante esos crímenes. 

La mayoría de quienes han sido perseguidos en la historia de Colombia han sido militantes de izquierda. En este país, el anticomunismo es viejo. Y esta persecución tiene características que lo hacen repugnante: se enmarca en una guerra sucia, donde agentes del Estado, en particular de las fuerzas armadas, se toman atribuciones extra legales, apoyando a grupos paramilitares. 

Se trata, además, de un país donde hay un elevado nivel de impunidad; por último, es un país con elevados niveles de violencia en general: el recurso a la violencia como forma de ajustar cuentas se da incluso en la esfera política. 

En Colombia, es cierto que hubo participación, y/o complacencia de altos mandos del Estado en estos crímenes. Así que indignarse por la impunidad y por la persecución a un partido político no sólo es justificado; es también una forma de reclamar justicia y exigir que se permita la pluralidad en la democracia. 

Ahora bien, todo esto no vuelve a Colombia un Estado nazi. El régimen nazi fue una forma específica de gobierno, con varios componentes: en primer lugar, se dio una persecución sistemática y legal a opositores políticos, particularmente a comunistas. 

Sucedió en Alemania, igual que en la Italia de Mussolini, igual que en la España de Franco, igual que en los Estados Unidos del maccarthysmo. Los métodos del fascismo y del nazismo fueron particularmente brutales. Y valga aquí anotar que la persecución a comunistas en Colombia también fue legal durante algunos años (los partidos “bolcheviques” fueron perseguidos legalmente en los años veinte del siglo pasado, y el partido comunista fue prohibido en 1954). 

Una de tantas evidencias de esta persecución la tuve hace unos días: revisando prensa vieja, me encontré con Manuel Marulanda Vélez, pero no Tirofijo (cuyo nombre de pila era Pedro Antonio Marín), sino el que le inspiró su alias. Manuel Marulanda Vélez fue un comunista y dirigente sindical que murió luego de las torturas que le infligieron los servicios de inteligencia de Laureano Gómez. 

Ahora bien, un Estado nazi no se limita a ser un Estado que persigue a sus opositores, y particularmente a los comunistas. Existen otros componentes, que comparte con otros totalitarismos. Son ellos: el odio al modelo republicano, la liquidación de las libertades civiles y políticas, la concentración de poderes, la instalación de un estado policivo, el militarismo, el nacionalismo, el uso de la propaganda y adoctrinamiento permanente, el uso de la fuerza bruta, las purgas en su propio movimiento. 

Tan pronto llegó Hitler al poder, instaló rápidamente una censura de prensa; prohibió otros partidos (desde 1933); usó la fuerza (milicias), armó un aparato de propaganda precursor de las fake news, instaló el culto a su persona, acumuló el poder, eliminó el debate parlamentario, acabó con la separación de poderes, entre otras. 

Sin embargo, el componente verdaderamente específico del régimen nazi fue el antisemitismo. Esto es el núcleo del nazismo. Está en Mein Kampf. Es central en el proyecto de Hitler, y se torna una realidad jurídica a partir de las leyes de Nuremberg (1935).  
No se puede entender el régimen nazi si no se comprende que su ideología se fundó en el racismo. Se inventaron una raza (la “raza aria”), se inventaron una jerarquía de razas (por ejemplo, los eslavos fueron considerados como inferiores). Inicialmente desarrollaron unos dispositivos sociales (estigmatización, censura social), que luego transformaron en leyes (prohibición de casarse con “arios”, prohibición de estudiar, prohibición de trabajar, prohibición de circular).

Gustavo Petro hizo alusión en uno de sus trinos a la noche de los cristales, en 1938. Aunque ha habido expresiones antisemitas en Colombia (en mayo de 1946, por ejemplo, comercios de “polacos” fueron apedreados en el centro de Bogotá, en el ambiente inmundo de xenofobia exacerbado durante la campaña electoral contra el “turco” o “semita” Gabriel Turbay), nunca en nuestra vida republicana hemos tenido un dispositivo legal que autorice los pogroms. Por supuesto, ningún régimen colombiano ha construido campos de concentración o cámaras de gas para eliminar a los judíos, y de hecho Colombia estuvo al lado de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial. 

El régimen nazi persiguió y llevó a la muerte a millones de judíos. Y no fueron los únicos. En esos campos perecieron también los Rom, los homosexuales, los discapacitados, los eslavos, y como se dijo antes, los opositores (esencialmente, comunistas, socialistas, socialdemócratas, sindicalistas).

Es verdad que en Colombia el conocimiento de la historia es precario y que el nazismo y el antisemitismo son prácticamente una banalidad. Pero uno espera que el alto poder, los dirigentes nacionales no contribuyan a este tipo de simplificaciones y aproximaciones erradas. 

Es importante que los colombianos sepan que el Estado colombiano, pese a sus muchas falencias y pese a la violencia ejercida desde las altas instancias, no tiene nada que ver con el Estado nazi. Gustavo Petro no habría podido hacer las denuncias sobre paramilitarismo en un Estado nazi. No hubiera podido ser elegido representante, senador o alcalde en un Estado nazi (a menos de serlo él mismo). No habría podido tener un movimiento político. Tampoco habría podido sacar a la gente a la calle en su defensa, como lo hizo siendo alcalde de Bogotá. Evitemos las comparaciones ligeras.

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