Hoy todo el mundo es el Estado, y todo el mundo desatiende a todo el mundo. Servir a todo el mundo es servir a nadie: ¡un funcionario vive entre dos negaciones!
El funcionario y la contratista: esplendores y miserias de la burocracia

Ilustración: Los Naked
1. Fisiología del funcionario
“¡Será funcionario!”, grita el patriarca de la familia ante el hijo calavera al que dejará sin rentas ni herencia porque muestra indisciplina o poca disciplina para una disciplina.
Así lo cuenta Honorato de Balzac en su folletín Fisiología del funcionario, un ensayo satírico ilustrado de 1846 que tramita la literatura por todo tipo de despachos estatales. Balzac había escrito una novela corta dos años antes, Los burócratas (Les Employes), la número 49 de su Comedia Humana, y tal vez convirtió en folletín algo de ese material que no le cupo en el libro, así ganaría adeptos, capital reputacional como opinador y unos francos adicionales. Hay que ganarse la vida.
Para diligenciar los formatos de las jerarquías, el vademécum oficinesco de Balzac va de buró en buró, de burócrata en burócrata: del jefe de gabinete al jovenzuelo cargaladrillos, del apocado al avivato, del servil al desinteresado, del recomendado al meritocrático, y cierra con la muerte laboral del funcionario retirado en provincia.
Balzac captura el sueño de la burocracia cosmopolita del París de la primera mitad del siglo XIX, donde se muele, habla, discute, chismosea, rumia, bosteza y duerme en los laureles de una posición asalariada al vaivén de las rentas y administraciones estatales.
Un axioma inicial de Balzac dice que la mejor definición del funcionario sería la de “un hombre que para vivir tiene necesidad de su sueldo y que no es libre de abandonar su puesto, ¡ya que solo sabe del papeleo!” El escritor integra el ser al mobiliario: “un funcionario debe ser un hombre que escribe, sentado en un escritorio. El escritorio es la cáscara del funcionario. No hay funcionario sin escritorio, no hay escritorio sin funcionario”.
El funcionario es producto del “bello ideal de una sociedad que ya solo cree en el dinero y que existe únicamente a través de las leyes fiscales y penales”. La inercia de esa maquinaria se resiste a cambios y decretos que intenten moderar o regular sus mecanismos internos. La proliferación de cargos bajos, medios y altos es natural a la autoperpetuación del sistema burocrático: “los sueldos no son proporcionales a las exigencias del servicio”, escribe Balzac, “cien funcionarios a doce mil francos darían más resultado y mucho más rápido que mil funcionarios a mil doscientos francos”.
En su fisiología, el escritor muestra al funcionario como un analfabeta político, un buen salvaje del mundo moderno, blindado con una banalidad encorbatada que parece eximirlo de responsabilidad ante la justicia: “el despilfarro consiste en hacer trabajos que no son urgentes o necesarios, en construir monumentos en lugar de hacer vías férreas, en quitar y poner galones a las tropas, en ordenar la construcción de navíos sin preocuparse por saber si hay madera y si la pagan muy cara, en prepararse para la guerra sin hacerla, en pagar las deudas de un Estado sin pedir reembolso o garantías, etcétera, etcétera. Pero este gran despilfarro es algo que no le interesa al funcionario. Esta mala gestión de los asuntos del país le concierne al hombre de Estado. El funcionario no comete estas faltas como tampoco el escarabajo profesa la historia natural; pero las comprueba”.
2. Del esmeraldero al narco, al funcionario, al contratista
Por estos tristes trópicos, en los años setenta, se usaba el adjetivo “esmeraldero” para intentar explicar lo inexplicable: un mestizo con plata. En el país del blanco y negro de la televisión monocanal, el color de piel era la vara de medición en la escala social. En el país del Renault 4 como automóvil colombiano y la tarjeta de crédito Diners como parangón de exclusividad capitalina, la única explicación posible para el repentino ascenso social de de un “indio” parecía ser el hallazgo —como en los cuentos de las Mil y una noches— de una piedra preciosa. “Debe ser un esmeraldero”. Solo la explotación y comercio de la esmeralda parecía permitir la aparición de un nuevo rico, de alguien que le había hecho el quite a las trampas de la pobreza y al determinismo racial imperante.

El 11 de enero Blu Radio anunció como primicia su descubrimiento: “Esposa del asesor jurídico de María Paula Correa pasó de oficinista bancaria a megacontratista”. El 14 de enero Caracol Radio repostó y se adjudicó otra exclusiva: “Otra pareja en Palacio de Nariño con líos de intereses”. Los periodistas ganaron por un segundo la atención del público y, por tres días y algo más, formularon un continuo noticioso que alentó a muchos a trinar a la Casa de Nariño como “nido de corrupción” y sede de un “cartel de la contratación”.

María Paula Correa, con un correctamente florido y bien medido tapabocas, vestida de negro y con una pequeña cruz minimalista sobre su pecho, y Víctor Muñoz, sin tapabocas y con el acento y las maneras bogotanas propias de un Juanpis. Ambos actuaron confiados ante las interpelaciones de un grupo tibio de periodistas cargaladrillos que parecían algo apenados de ir a contagiar de antipatía a los tecnócratas de La Tecnología de la corrupción.
Paralelo a este apacible ágape, se movía una estrategia de medios y control de daños. Por todos lados la pareja del momento, el funcionario y la contratista, acaparaban la parrilla noticiosa, ofrecían entrevistas en vivo y en directo, se pordebajeaban con altivez por videollamada, usaban sus orígenes humildes y el trabajar, trabajar y trabajar como yudo moral para desligarse de la falta cometida y neutralizar la crítica y la confrontación.

“Antes que cualquier cosa y lo primero que quiero hacer de verdad es, eh, pedir perdón. Al señor Presidente de la República, a la Jefe del Gabinete, la doctora María Paula Correa,
a mi equipo de trabajo, a la gente que estuvo conmigo moliendo hombro a hombro
para que, para que, nosotros esperamos sacar el país adelante. Yo quiero, eh, iniciar pidiendo perdón, porque creo que por mi culpa el nombre de gente impoluta, de gente que ha hecho un trabajo por este país, pudo haberse afectado y quiero arrancar por ahí…”


La crónica de La Dieta Gillinsky un relato paso a paso y peso a peso de ese juego de monopolio mercantil de un grupo económico que pretende revivir el axioma del Grupo Santodomingo en el siglo pasado, cuando se decía que uno de cada cinco pesos del gasto de un colombiano iban a parar a la ganancias de ese oligopolio.
Sobre este flujo unidireccional del capital, el periodista Gerardo Reyes, en su introducción a una nueva edición de Don Julio Mario: biografía no autorizada, escribió:

El análisis de Reyes muestra cómo los grandes monopolios han destruido otras formas de capitalismo posibles, arrasando, por acción y omisión, a pequeñas y medianas empresas. Así las cosas, la única empresa grande de este país es el Estado, al que también han secuestrado los monopolios para que legisle a su conveniencia y les entregue las grandes obras y sus rentas.
La empresa más grande es la estatal y, en el orden de lo presupuestal, la más grande empresa dentro de esa empresa es el ejército, las fuerzas armadas que, por la fuerza, con la guerra de por medio y con la amenaza continua del uso de las armas, buscan autoperpetuarse como principales ejecutoras del gasto militar y policial. “La política es la división de entretenimiento del complejo industrial militar”, dijo el artista Frank Zappa. ¿Cuántos periodistas se atreven a investigar a fondo y a exponer la verdadera dimensión de la contratación del Ministerio de Defensa? ¿La masacre de las 6 402 personas ejecutadas por el ejército como falsas bajas militares no se dio, en parte, como una mera transacción contable de beneficios económicos, aumentos de rango, sueldo y días de licencia a las unidades y funcionarios que presentaran más “litros de sangre”?
Tal vez por estas dosis de real politik es que el presidente Duque, en su crasa sabiduría, ordenó, por decreto presidencial, que el Ministerio de Cultura editara, en seis tomos, todos los discursos del expresidente Julio César Turbay Ayala, que supo manejar tan bien las redes de clientelismo, rentas, votos, burocracia, violencia, represión y tortura estatal. Ahí, perdida entre páginas y páginas, debe aparecer la célebre frase de este mandatario al que siempre ha querido imitar el presidente actual: hay que “reducir la corrupción a sus justas proporciones”.