Ilustración: Los Naked.

¿Cómo habrá dormido el presidente Duque los días siguientes a las tres veces en que él, junto al Comando Conjunto de Operaciones Especiales, aprobaron el bombardeo de campamentos en zonas donde se había reportado la presencia cautiva de menores de edad? El 29 de agosto de 2019 las Fuerzas Armadas bombardearon un campamento de las disidencias de las Farc en San Vicente del Caguán, Caquetá. Hubo ocho menores de edad asesinados. El 2 de marzo de 2021 las Fuerzas Armadas bombardearon un campamento de las disidencias de las Farc en Calamar, Guaviare. Hubo tres menores de edad asesinados. El 16 de septiembre de 2021 las Fuerzas Armadas bombardearon un campamento del Eln en el Litoral de San Juan, Chocó. Hubo cuatro menores de edad asesinados.

Por los debates que los asesinatos del primer bombardeo causaron, cayó un ministro de defensa: Botero. Rápidamente, el ministro entrante, Molano, justificó el infanticidio con un silogismo: se trataba de “jóvenes reclutados y convertidos en máquinas de guerra”. El ministro de Interior, un tal Palacio, desestimó los reclamos de las familias y graduó el uso sistemático y brutal de bombas letales de alto impacto, exclusivas al Estado, con la conjunción de qué se trata de una “operación quirúrgica”. 

La higiene de la acción estatal lo que muestra es un lugar de enunciación privilegiado desde donde estos mamíferos testiculados deciden quién vive y quién muere. ¿Dónde ubicamos ese lugar? ¿es Bogotá?, ¿el Club Militar?, ¿la Casa de Nariño donde el presidente Duque y compañía juegan en una consola de videojuego bélico sin ver ni oler el rastro de los cadáveres ni la chamusquina corporal del aire cuando todo es explosión, implosión y un mar de fuego? Recién bañados, encorbatados, empacados en su nuevo uniforme, con sus medallas, sus zapatos de charol o sus botas de campaña limpiecitas, estos patriarcas de la nación presentan una escena bélica limpia de informes forenses, de alertas tempranas de la personería, la Cruz Roja, la ONU, y borran la evidencia de huellas dactilares, cotejos genéticos, “uniprocedencias y reasociaciones” de los cuerpos de menores destrozados que, luego de trámites humillantes y recriminaciones, se entregan a familias igual de destrozadas.

El presidente Duque justifica el patrón de muerte de estos bombardeos bajo el sofisma de la “Guerra contra las drogas”. Cada noche, antes de dormir, el mandatario inhala y exhala mientras se dice: narcoterrorismo, narcoterrorismo, narcoterrorismo. Pero es posible que esto no sea suficiente y que el alucine mental del poder se cruce con sentimientos de dolor o de culpa, que ese amor que siente por los hijos propios, en algún momento, se extienda a los hijos asesinados de otros, a esas “máquinas de guerra”. El corazón es un cazador solitario y, a veces, va por donde no quiere ir la mente donde se funda la persona, la personalidad, en este caso, ese molde varonil que no sabemos qué protege. 

Pero también es posible que para combatir la ansiedad, para poder dormir, para ser operativo, ser macho y hacer más “más operaciones quirúrgicas”, el presidente Duque consuma dosis recetadas de indolencia que bloqueen su capacidad de percibir los sentimientos, pensamientos y emociones, propias y ajenas. Tal vez por eso el presidente Duque parece medicado, alejado, distante, con picos delirantes de candidez, megalomanía y grandilocuencia bajo un patrón de conducta que responde a la inercia del rebaño que circula por el cercado de la hacienda mental del uribismo. Si en 1844 Karl Marx decía que “la religión es el opio de los pueblos”, en Colombia siempre podremos decir que el catolicismo es el bazuco de la élite política. 

¿Consume drogas el presidente de Colombia Iván Duque? ¿Qué tipo de medicación le permite ser un funcionario funcional? ¿Maquilla sus altibajos emocionales con la oferta cosmética de la industria farmacéutica? ¿Tiene recetada una dosis personal de Sertralina? ¿Zolpidem? ¿Fluoxetina? ¿Paroxetina? ¿Amitriptilina o Nortriptilina? El presidente que favorece la política de “Guerra contra las drogas” —y que posó en varios actos de campaña con aportante y amigo de juventud ahora relacionado con el narcotráfico—, ¿es un funcionario que trabaja drogado? 

La asociación de poder estatal y drogas no es novedosa. El periodista alemán Norman Olher publicó en 2015 su libro Hitler, drogas y el Tercer Reich donde compila información de varios autores sobre el uso de estupefacientes en el mundo civil y militar durante la Alemania nazi. El régimen nacionalista que pintaba el cuerpo alemán como un templo de pureza, que desató una lucha feroz en contra de los drogadictos —a los que tachaba de escoria social al mismo nivel que judíos, homosexuales o comunistas—, lo hacía drogado. El nazismo no solo fue adicto al poder, también lo fue a las drogas: Hitler consumió cocteles de metaanfetaminas, opiacios, esteróides y cocaína preparados por su médico personal que lo inyectó unas 800 veces en un período de 1.349 días. El complejo de la industria farmacéutica alemana (Bayer, Pfizer, Temmler, Merk, etcétera) ya fabricaba, en el periodo de entreguerras, el 40 % de la producción mundial de morfina y lideraba el 80 % del mercado internacional de la cocaína. Se habían comercializado todo tipo de drogas laborales y eufóricas entre la población, hasta el punto de llegar a vender bombones aliñados con algo de metanfetamina. 

El complejo militar alemán tomó nota de estos emprendimientos comerciales y dio partida a una “carrera de armamentos farmacéuticos”: experimentó con batallones, poblaciones cautivas y prisioneros para llegar al Pervitin. En 1940 suministró más de 35 millones de dosis de esa anfetamina bélica a sus tropas de la primera línea para una serie de acciones militares donde los soldados pasaron varios días sin dormir, alertas, bajo una indolencia que los hizo capaces de cometer todo tipo de atrocidades en un estado febril y autómata, donde la población militar o civil estaba conformada por simples “máquinas de guerra” que debían ser destruidas en “operaciones quirúrgicas”. Mientras tanto, el alto mando militar y el gobierno también hacían lo suyo, eran medicados para sobrellevar la disonancia cognitiva, jugarle al pragmatismo de la real-politik y volverlo todo trizas.

Volviendo a este presente tan lejano y tan cercano, a estas nuevas y viejas aventuras de la necropolítica y narcopolítica, una de las primeras acciones que ejecutó Iván Duque cuando llegó a la presidencia en octubre de 2018 fue firmar un decreto para decomisar la dosis mínima de drogas. El gobierno Duque, como todos los anteriores, se acogió a la misma doctrina política del discurso de la “Guerra contra las drogas” que inició el gobierno Nixon, en Estados Unidos, hace 50 años. 

Es una perversión vigente que, por defecto, envalentona y embrutece a la fuerza policial y judicial al darle un exceso de poder que, bajo la disculpa de la requisa y la acción preventiva, permite perseguir e incriminar a amplios sectores de la población, usualmente jóvenes que, por sus características físicas, sociales o políticas, clasifican como sospechosos o enemigos bajo un análisis repentino y simplista, clasista y racial. 

Lo que se originó bajo la disculpa de la “Guerra contra las drogas” se muestra como lo que es: un arma política de interferencia y persecución para la dominación de un territorio. La política de drogas del gobierno Duque empoderó a las fuerzas de seguridad estatales que, amparadas en las ambigüedades de un nuevo código de policía y las sentencias confusas de las altas cortes, han hecho que las autoridades de todos los rangos tengan más motivos y excusas para atacar de forma agresiva y maliciosa a un amplio margen de personas dentro y fuera de los centros urbanos. 

Exhortados por las arengas de un discurso político terco y moral, replicado sin el menor cuestionamiento por los medios masivos de comunicación y en cadenas virales por redes sociales, la policía y el ejército se comportan como fuerzas de ataque: privilegian el “Policía Nacional Dios y Patria” sobre las garantías y libertades constitucionales. Las acciones de las fuerzas estatales le produjeron mutilaciones oculares a más de 80 personas en el pasado Paro Nacional. Este hacerse los ciegos se podría explicar bajo una fuerza estatal indolente y febril que fácilmente podría estar actuando bajo el efecto de drogas que los hacen aún más operativos en su brutalidad policiaca (¿qué consumen los miembros del ESMAD?)

Y mientras se mata, se hiere, se bombardea y asesina a menores de edad en campamentos de “narcorterroristas”, se captura al próximo narco: el capo de turno que, gracias a su músculo económico y militar, negocia los términos de su entrega, posa ante las cámaras antes de salir de escena, y deja el espacio vacío para poner a figurar al próximo enemigo del estado y nuevo amigo de una gran parte de las mismas fuerzas de seguridad que, antes de combatirlo, sacan provecho de un negocio que deja ganancia para todos los actores legales y no legales. “La política es la división de entretenimiento del complejo industrial militar”, dijo el artista Frank Zappa.

Los gobiernos colombianos usan lo narco como laboratorio y lavado de su imagen: producen dosis de capturas, de golpes finales contra el cartel líder, para justificar la alta inversión de recursos en defensa, ganar uno que otro punto a favor en la percepción ciudadana de seguridad y, además, para mantener abierta una ventanilla siniestra en el Banco de la República, donde los ingresos por narcotráfico pueden ser un estabilizador macroeconómico. Al menos así lo plantea Andrés Felipe Arias, sí, uribito, sí, el exministro de agricultura que purga una sentencia, en su libro Cocaína: ¿estabilizador macroeconómico colombiano 2015-2018?. Arias analiza y cruza información de distintos frentes, incluidos los estimados de lo generan algunas rutas de narcotráfico y los ingresos por remesas, y concluye cosas como estas:

“[…] se encuentra que la bonanza exportadora de clorhidrato de cocaína que se dio en Colombia durante el cuatrenio 2015–2018 alcanzó a compensar entre 65% y 105% del volumen de divisas e ingreso transable que perdió la economía tras el derrumbe ocurrido en 2014 en los precios mundiales del petróleo.”

“[…] mientras en 2014 se exportaban 17 centavos de dólar de clorhidrato de cocaína por cada dólar de hidrocarburos, a partir de 2015 esta relación creció tanto y tan rápido que para 2017 y 2018 la economía colombiana ya alcanzaba a exportar prácticamente 1 dólar de cocaína por cada dólar de petróleo y derivados (¡casi 6 veces más!).”

“Los datos de la balanza de pagos son más elocuentes aún, pues revelan que las transferencias totales remitidas desde el exterior pasaron de $USD 5,771 millones en 2014 a $USD 8,584 millones en 2018 (incremento de 48.73%)”.

“Entre tanto, imposible no preguntarse si dicha bonanza fue algo deliberadamente inducido o permitido (laissez – faire) por los policymakers colombianos, como estrategia efectiva para estabilizar y amortiguar el durísimo y adverso choque a los términos de intercambio de la economía en 2014.”

El informe del exministro Arias limita su juicio a los los policymakers colombianos entre 2015 y 2018, al gobierno Santos, pero no estima los amplios dividendos que deja este mercado a nivel mundial. El mundo actúa bajo la inercia de “La guerra contra las drogas” mientras acá se ponen los muertos, se recibe un porcentaje menor a un numeral mientras que más del 90 % de las ganancias se quedan en otras economías, en bancos, operaciones de lavado y testaferrato a nivel mundial. 

Sin embargo, “uribito” cumple con la tarea de tomar una fotografía más real de la economía colombiana: la estabilidad macroeconómica de Colombia no debería su salud relativa solo a la ortodoxia de los prudentes egresados de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes, a las personas que “más saben de política monetaria en el país” (como definió espontáneamente Alejandro Gaviria al dos veces exministro Alberto Carrasquilla), sino también a una narcoeconomía, un influjo de divisas y grasa de los capitales que mantienen andando a un amplio sector de la población, del comercio y del microcomercio legal e ilegal, gracias a una demanda externa e interna que no se detiene. 

Se trataría de un narcoestado que consume y produce drogas laborales para ser un país funcional, un cuerpo adicto a un coctel diario de cocaína, cafeína y ritalina, a la ética y narcoestética que fabrican los delirios del poder: Narcolombia.

En su más reciente periplo turbayesco con su comitiva por varios países, el Presidente Duque declaró en Israel que su gobierno no aprueba “el cannabis para uso recreacional, estamos usándolo para propósitos médicos”. El mandatario colombiano rechazó el “cultivo de la hoja de coca”.