Vamos a hablar del movimiento “woke” y de su hija bastarda (o, deberíamos decir, su descendiente de género indeterminado producto de una relación no patriarcal): la cultura de la cancelación.

Todo empezó, como suelen empezar estas cosas, en las universidades de los Estados Unidos, esos centros magníficos de pensamiento avanzado con demasiada plata y demasiado tiempo libre. “Woke” es el despertar, la concientización, sobre hechos relevantes relacionados, especialmente, con temas de raza y justicia social. Por eso se dice que los que sea han tomado la pastilla roja, se han “despertado” y reconocido la existencia de un paradigma dominante, aquel diseñado para beneficiar a hombres blancos, heterosexuales y ricos, que subyuga a los oprimidos –las víctimas–, quienes deben resistir y luchar por su liberación. 
De eso más o menos se trata el asunto, aunque el movimiento “woke” no tiene un manifiesto y su despliegue, como buen retoño del posmodernismo que es, resulta espontáneo y ahora, en el mundo de las redes sociales, exponencial.
También es destructor, antiliberal, tribal, colectivista y, por qué no, hasta fascista.
Como un virus que se esconde en los ganglios esperando saltar sobre el sistema inmunológico debilitado, la cultura “woke” este ahí, lista para cancelar al más incauto.
Insistir, por ejemplo, en que los niños son niños, y las niñas son niñas, un evidente hecho de la biología, es exponerse al más rotundo rechazo. Es, en este curioso mundo “woke”, una manifestación de “cisexualidad incurable”, de “machismo tóxico”, de “apropiación binaria”.
El género, según el dictum del movimiento, es una construcción social –no hay tal cosa como hombres o mujeres– solo personas que se identifican como hombres o mujeres o como ninguno o como muchas cosas que se pueden describir con letras del alfabeto. Premisa que no debería resultar muy controversial para nosotros los liberales, a quien nos tiene sin cuidado quien se acuesta con quien, si no fuera porque nos quieren convencer de que la realidad objetiva no existe y que todo lo que vemos alrededor es un invento de alguien poderoso que nos quiere subyugar. 
Y así las ridiculeces siguen.
El capitalismo es inherentemente malvado porque es el producto de la explotación esclavista del comercio trasatlántico del siglo dieciocho. La riqueza acumulada de la “superestructura hegemónica” tiene sangre en sus manos; el “racismo estructural de la sociedad” deslegitima cualquier arreglo institucional, solo la “deconstrucción interseccional” puede compensar las “inequidades sistémicas”. Pero, mientras esto ocurre, lo más expedito es vandalizar estatuas de cobre de olvidados hombres muertos o votar por Francia Márquez.
O el feminismo radical, que no se contenta con buscar el muy sensato objetivo de la igualdad entre las dos mitades de la población humana, sino que disfraza la rabia latente en contra de cualquier ser bípedo con un pene acusándolo de “auspiciar el patriarcado”. Recurso, por demás, muy conveniente. Blandir la palabra con p para explicar todo lo que está mal con la sociedad es de una simpleza pasmosa, como si la pobreza, el sufrimiento y la falta de oportunidades de las mujeres fueran un problema que se soluciona forzando la doble mención del género en los documentos oficiales. Ojalá todo fuera así de sencillo. Si eviscerar la gramática castellana con palabras de dudosa construcción (lideresa se viene a la mente) bajara las tasas de embarazo adolescente seríamos los primeros en feminizar la terminación de todos los sustantivos de la lengua.
Ni hablar del animalismo, que fusiona la identidad de los animales con las personas. Un bebé es igual que una trucha. Con una fascinante habilidad para prestidigitar conceptos, como los culebreros de los pueblos, los animalistas colombianos han confundido hasta a los más encopetados juristas. Camuflados en la amplia manta de la protección al medio ambiente lograron vender la idea de que los motivos – mas no la manera, ni la vulnerabilidad ni ningún otro criterio ecológico– por los cuales un animal se sacrifica son los determinantes para definir la constitucionalidad del acto. Con lo cual solo es cuestión de tiempo para que se prohíba en Colombia el consumo de cualquier proteína de origen animal. Nadie, al fin y al cabo, necesita comerse una hamburguesa de doble carne con queso para sobrevivir. 
El activismo “woke” no es inane, no es una simple mortificación o una curiosidad pasajera. El daño que este caprichoso movimiento le hace a la sociedad es real y profundo. Para empezar, riñe con la premisa liberal que asume que el individuo es un ser libre y autónomo, maestro de su propia voluntad. En el universo “woke” no hay ciudadanos sino víctimas. El progreso consensuado, que es la piedra angular de la democracia liberal, con ese raciocinio resulta imposible porque los intereses dominantes (de los blancos, los hombres, el homo sapiens, los ricos, los poderosos, los heterosexuales o los que sean los supuestos victimarios del momento) lo van a impedir. Y, como la política identitaria es exclusivista, es decir solo propugna por su respectiva causa, entonces resulta incapaz de sustituir el modelo de convivencia que busca destruir por uno que sea igualmente incluyente. O sea, destruye, pero no reemplaza.
Por otra parte, la cultura de la cancelación acaba siendo el brazo armado del movimiento. Tiene su propia Stasi, vigilante e implacable ante la más mínima violación. Un comentario inapropiado en una cátedra, un chiste salido de color, una frase inconveniente en un informe, un trino de medianoche, un roce accidental, cualquier desviación de esta moralidad neovictoriana será castigada con el infierno profesional, a lo menos.
Cuestionar si las “mujeres” trans son mujeres, regalarle una pistola de plástico a un niño, disfrutar de una corrida de toros o una pelea de gallos, burlarse de la ignorancia de Francia Márquez, sospechar de la sinceridad de Feliciano Valencia, sentir orgullo el 12 de octubre, votar por Uribe, cuestionar la efectividad del Sisben, echar chistes sobre negros, indios o maricas y, de vez en cuando, soltar un piropo, serán actos políticamente incorrectos y tal vez desagradables. Algunos serán ofensivos, pero, créanme que nadie quiere vivir en un país donde estén prohibidos o con un Estado que los pueda prohibir.
Hace doscientos años una cantidad de hombres blancos, muchos de ellos ricos, se jugaron su vida y su fortuna por establecer una sociedad mejor que la tenían, donde tuvieran una semblanza de libertad y dignidad. Eran, como somos todos, hombres de su tiempo. Muchos de sus ideales tardaron generaciones en ampliarse más allá de sus sujetos iniciales. Y todavía falta mucho camino para lograr su realización plena. Sin embargo, no será con falsos despertares ni con inquisiciones posmodernas que vamos a acelerar la marcha. 

Abogado de la Universidad de los Andes, Master in Business Administration del Instituto Panamericano de Dirección de Empresas (IPADE), México D.F., Master en Políticas Públicas de la Universidad de Georgetown, Washington D.C. Se ha desempeñado en diversos cargos del sector privado y público,...