Bogotá y el país están conmocionados por la denuncia de abuso sexual dentro de una estación de Transmilenio hecha por la menor de edad Hilary Castro. No solo el abuso es repugnante, sino también la respuesta institucional cuando ella decidió poner la denuncia. Como es sabido, las autoridades no hicieron nada, ni siquiera recibirle la denuncia, porque inexplicablemente nadie sabía qué hacer con el hecho de que la víctima del abuso era menor de edad y el victimario un adulto.

A raíz de los hechos, protestas y plantones fueron convocados para el 3 de noviembre en horas de la tarde. Las protestas bloquearon el tráfico de los articulados y algunos buses y estaciones sufrieron daños materiales.

Algunas voces, como la de Lucía Bastidas, señalaron que las protestas son actos vandálicos injustificables y suponen una vulneración de los derechos de las ‘mayorías silenciosas’. Por su parte, la alcaldesa Claudia López afirmó en un trino, refiriéndose a la protesta, que la respuesta a la violencia no puede ser más violencia, y que ese ciclo infinito hace parte del mal de nuestra historia. 

No puede haber palabras o ideas más absurdas frente a las protestas y a la expresión de rabia del jueves 3 de noviembre que las pronunciadas por Bastidas y la alcaldesa.

Comencemos por la acusación de vandalismo, favorita en ciertos sectores de la opinión. En la historia, los vándalos eran un pueblo de la región conocida como Germania durante el imperio romano. Fueron famosos en su época por los saqueos a Roma en el siglo IV después de Cristo. Como es común en la cultura occidental desde su cuna, los pueblos que la amenazaban, entre ellos los vándalos, eran vistos y caricaturizados como lo opuesto a la civilización.

Ese es justamente el sentido de la palabra vándalo: el vándalo se opone a la civilización y su accionar se considera expresión de un atraso cultural y de odio al refinamiento. Esta concepción de los vándalos es inexacta –por no decir hipócrita– porque la gloria y la riqueza del imperio romano se basaba también en una forma de saqueo de las colonias. Pero es mucho peor la aplicación del adjetivo ‘vándalo’ a la protesta, incluso cuando la protesta supone afectación material sobre los bienes del erario.

En primer lugar porque la protesta no es lo opuesto a la civilización. Todo lo contrario. Los elementos más valiosos de la civilización, tales como las garantías jurídicas de la persona, los límites temporales y legales a la acción del gobierno, los derechos iguales para las razas y los géneros, son resultado de la protesta y también de la protesta violenta.

El grado de verdadera civilización de una sociedad se puede medir exactamente por su tolerancia y su fomento de la protesta radical. Un orden social y jurídico es más civilizado si valora más el derecho al disenso y a la protesta radical que el tráfico ordenado de los automotores. La auténtica barbarie –el totalitarismo nazi y también el que se ha implantado en nombre de las ideas comunistas– asegura ciertamente el tránsito del sistema público de transporte, pero no tolera la protesta ni el disenso.

Pero además de ello, la irrupción de la protesta, también cuando afecta los bienes materiales del erario, no es una ocurrencia accidental de los protestantes, ni una manifestación de su oscuro deseo de destrucción. Es, más bien, la expresión de un grito desesperado que quiere revelar y sacar a la superficie la violencia subterránea que se esconde detrás del funcionamiento normal de las cosas. Se trata de llevar al todo la violencia intolerable que aqueja a una parte pero que nos compele a todos y todas por igual porque no es una violencia accidental, sino producida por las propias instituciones. Y lo que sufrió Hilary Castro es precisamente este tipo de violencia.

Por eso es totalmente absurdo considerar, como lo hace la alcaldesa, que la protesta se enmarca dentro del ciclo infernal de la venganza o de la justicia por propia mano que termina reproduciendo la violencia al infinito.

Aunque a veces sean difíciles de distinguir, la rabia no es lo mismo que la venganza o la justicia por mano propia. Quien aplica justicia por mano propia siente, por supuesto, rabia, pero su deseo es saldar una afrenta personal. La rabia de la protesta busca un cambio en las instituciones y en las relaciones entre los seres humanos. La venganza personal de la justicia por propia mano no busca transformar la forma en que nos relacionamos, la rabia de la protesta sí.

Señala la alcaldesa que los bloqueos y el daño de las estaciones y articulados no repara la afrenta producida por el abuso. Se equivoca. La protesta no busca reparar. Solo busca llamar la atención sobre el hecho de que las instituciones, que se suponen que están ahí para contener la violencia, pueden ser ellas mismas violentas. Y solo la garantía de poder mostrar la violencia muchas veces invisible pero albergada en las instituciones por medio de la protesta, es la base de una sociedad democrática.

Profesor Asistente del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Doctor en filosofía de la Universidad de Bonn. Doctor en Estudios Políticos de la Universidad Nacional de Colombia.