OPINIÓN

Objetivos, medios y resultados

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Supongamos por un instante que el objetivo de este gobierno es construir en Colombia una socialdemocracia a la escandinava, con un amplio estado de bienestar y todas las demás virtudes que asociamos a este modelo político, y no, como alegarán algunos, un paraíso socialista del siglo XXI, calcado de la Venezuela chavista o la Cuba de los Castro.

O sea, educación gratuita y de calidad para todos, un sistema de salud con cobertura universal y control de costos, empleo abundante y bien remunerado, cohesión social, respeto al medio ambiente, libertades individuales amplias, eficiente infraestructura, además de igualdad y dignificación de las personas. Todo en democracia, con una buena dosis de tutela estatal y con una financiación generosa del fisco, lograda a través de un sistema tributario progresista.

Estoy seguro de que muchos de los votantes del petrismo y un número significativo de sus cuadros políticos es a lo que aspiran: a un pequeño pedazo de Dinamarca en Cundinamarca. Quizás, por qué no, eso es también algo que el mismo presidente desea: una polis ideal –la potencia mundial de la vida, de que tanto habla– que sea ejemplo planetario en materia de justicia social, paz, igualdad, ecología, servicios públicos, libertades, conocimiento y empleo.

No es una aspiración nueva. La verdad sea dicha estos mismos objetivos son lo que han tenido la mayoría de los gobiernos colombianos a lo largo de la historia, incluyendo épocas de afiebrado utopismo como las vividas a mediados del siglo XIX; o de sólido progresismo, como el que se reflejó en la Revolución en Marcha o de pragmático incrementalismo, como lo que se vivió durante el Frente Nacional o de revolcón, como lo ocurrido en 1991 con la nueva constitución.

El problema, por lo tanto, no es de objetivos. Insistir en que los gobiernos anteriores a este de “las nadies y los nadies” eran conspiraciones mafiosas de las llamadas “élites” para prolongar el atraso y el sufrimiento de los colombianos no calan porque, simplemente, no son verdad.

La dificultad histórica se centra en los medios utilizados para lograr estos objetivos, lo que los tecnócratas llamarían las políticas públicas. Esa es la parte difícil. Lo cual, sumado al endiablado problema de la implementación, explica porque los fracasos gubernamentales en reducir la pobreza o lograr la paz, por decir algo, no se deben tanto a la falta de voluntad política sino a las dificultades inherentes en su solución.

La verdadera razón por la cual el paquete de reformas propuestas por el gobierno está empantanado no es la indolencia de la oligarquía recalcitrante y sus vasallos en la prensa, como alega el petrismo. Se debe, más bien, a que los medios propuestos para afrontar los problemas nacionales no convencen. Llega un punto, por ejemplo, en el cual, cuando toca votar una reforma que destruirá un sistema sanitario que la OMS dice que está dentro de los mejores del mundo, balbucear lugares comunes no es suficiente.

La fórmula puede ser útil en las campañas políticas, donde nadie se toma muy en serio lo que dicen los candidatos. Que la salud es un derecho y no un negocio es una buena frase para un debate, o que el agua es vida o que la paz debe ser total funcionan bien como eslóganes, pero no sirven de a mucho para diseñar políticas públicas supeditadas a complejas realidades prácticas y presupuestales.

Si se mira con cuidado en ninguna de las reformas propuestas por el ejecutivo calzan bien los medios propuestos con los objetivos aspirados. Facilitar el acceso a los servicios de salud en la periferia del país, aumentar el número de especialistas y reducir trámites –todas necesidades reales del actual sistema– no se logra estatizando los servicios para regresar, como lo ha confesado el nuevo ministro de salud, al seguro social de antaño.

Lo mismo ocurre con la política energética. Cuando se tiene una de las matrices energéticas más limpias del planeta dejar de producir hidrocarburos sin preocuparse por la deforestación es una soberana idiotez, que ha sido señalada inclusive por figuras icónicas de la izquierda global como Lula da Silva. Pero en esas estamos, con el agravante de que los proyectos de energías alternativas están todos paralizados por la indiferencia gubernamental.

Podríamos seguir. Aumentar la rigidez en la contratación laboral no sirve para disminuir el desempleo; si es más caro contratar se contratará menos. Imponer aranceles a la comida importada no decrece la inflación de los alimentos, la aumenta. Cesar las acciones ofensivas de la fuerza pública en contra de las bandas criminales no facilita las negociones, las hace más difíciles, como lo han expresado públicamente numerosos negociadores de paz. Eliminar los subsidios a la vivienda popular en un entorno de altas tasas hace que se desplome la construcción, como en efecto está ocurriendo. Pretender sustituir el petróleo con turismo no es posible si se aumentan los impuestos a los tiquetes aéreos, se dejan quebrar las aerolíneas y se eliminan los incentivos a la construcción de hoteles. Incrementar el número de pensionados no se logra disminuyendo el ahorro pensional, sino eliminando las pensiones exorbitantes de unos pocos privilegiados.

La persistente incoherencia entre medios y objetivos parece explicarse por las camisas de fuerza ideológicas que atan el pensamiento presidencial. Fernando Savater, uno de los filósofos más importantes del mundo hispanohablante, dijo recientemente sobre Petro que no se podía ser “más provocativamente ignorante en historia, en ecología, en zoolatría, en economía y hasta en los usos de la cortesía diplomática”. Tiene razón. El presidente cree que sabe de todas las cosas, pero en realidad su mente vive congelada en la Zipaquirá de 1979.

Esta anacronía hace que los problemas y sus respuestas no tengan temporalidad ni consistencia. Así cualquier desafío del presente se pueden abordar con las fórmulas del pasado, sin importar si fracasaron o no. Si todavía vivimos en una sociedad esclavista, como lo afirma la vicepresidenta, ¿no sería entonces procedente decretar la liberación de los esclavos? Si el problema es la tierra improductiva ¿por qué no anunciar la desamortización de los bienes de manos muertas? ¿Devaluación de la moneda? Controles de cambio como en 1967. ¿Una banca especulativa? Nacionalizaciones como en 1982. ¿Campesinos sin tierra? Una reforma agraria, como en 1961. ¿Insuficiencia en la seguridad social? Creación de un instituto que se encargue de la salud y las pensiones, como en 1946. ¿Importaciones desbordadas? Se podría revivir el Incomex como en 1968.

Es difícil saber si las llamadas reformas del gobierno serán finalmente aprobadas. Lo que sí es seguro es que no van a darle respuesta a los problemas que se pretendían resolver.

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