La “paz total” es un eufemismo, y, en el mejor de los casos, una ingenuidad. Sus resultados probables serán la desinstitucionalización y la dispersión de esfuerzos estatales a través de mesas de diálogo que no van a disminuir significativamente la violencia puesto que no van a acabar los inmensos incentivos que existen para explotar rentas ilegales.

El alto comisionado para la paz, Danilo Rueda, ha dicho que el modelo está basado en diálogos comunitarios y locales,  y que “nace de los territorios porque es que (sic) las comunidades que han padecido la violencia, que la siguen padeciendo, en sus diversas reingenierías y en sus diversas formas hoy, tanto en el campo como en la ciudad, son los sujetos activos de la construcción de acuerdos humanitarios de (sic) limitar a los actores armados en sus operaciones que afectan su vida, su integridad y sus libertades”. La ministra de ambiente, menos ostentosa, ha explicado que “la paz total significa crear los espacios desde las regiones y desde los actores que están en esa confrontación para buscar conjuntamente salidas”. Uno de los participantes de los primeros diálogos regionales, el líder indígena Feliciano Valencia, explicó que la paz total no se trata de diálogos bilaterales entre los grupos armados y el gobierno, sino de espacios que permitan una “participación absoluta, contundente” en la que “los protagonistas sean las comunidades”. En otra entrevista, Rueda explicó que la paz “es un poder de la ciudadanía que construye justicia social, ambiental y económica” y que la paz total va a garantizar el tránsito de Colombia a un verdadero “Estado social y ambiental de Derecho,” un modelo de estado que no está en nuestra constitución, y que el presidente y su gobierno se están inventando para adornar sus arbitrariedades. La paz total, vemos, significa muchas cosas.

El gobierno nos ha acostumbrado en estos casi dos meses a confundir, produciendo una cacofonía de mensajes, conceptos, contradicciones y charlatanería, y creando un clima en el que, a pesar de que la voluntad de cambio parece clara, los cambios por venir no han sido anunciados o planeados adecuadamente. La “paz total” es la más grande de estas ofuscaciones y la que, por ahora, parece amenazar o por lo menos desordenar en mayor medida las instituciones públicas, ya que va a usar las estrategias, el lenguaje y, sí, el romance de las negociaciones de paz y las concesiones que estas suelen implicar, para negociar con narcotraficantes y mafiosos políticas de Estado.

Aprovechando la tan útil generalización esa de que “todos los colombianos quieren la paz”, el gobierno y su coalición planean iniciar una serie de diálogos masivos en toda Colombia que no van a poder resolver las causas estructurales del conflicto y de la violencia, que se van a saltar a las instituciones que el Estado ha previsto para resolver los problemas, y que necesariamente van a generar una dispersión de esfuerzos, creando desorden, expectativas frustradas y quizás una parafernalia que puede servir para oír reclamos importantes, para prevenir algunos conflictos futuros y para tomarse fotos, pero no para disminuir la violencia. Las causas estructurales de esa violencia (la explotación de economías ilegales, en particular la de la coca, la minería ilegal, y el problema de la tierra) no se van a arreglar en esos espacios. Hablar de paz no es hacer la paz, y ponerle el nombre de paz al desarrollo social no va a terminar la violencia de la coca, del oro y del despojo en el mediano plazo, a pesar de que nos guste pensar lo contrario.

Como lo señaló Sergio Jaramillo hace unos días, el gobierno ha empezado a hacer concesiones sin exigir nada a cambio: va a suspender las extradiciones, hizo una purga de las Fuerzas Armadas y de la Policía, ha lisonjeado a las dictaduras latinoamericanas, y ha debilitado la inteligencia del Estado (necesaria, entre otras, para saber cómo funcionan, quiénes componen las bandas criminales y quiénes son colados, y cuáles de sus miembros abandonaron el acuerdo de 2016), entregándole su coordinación a personas inexpertas. Jaramillo acierta al advertir que el gobierno está haciendo pasar una política criminal (la del sometimiento de bandas criminales a la justicia) por una política de paz en la que nos va a obligar a tragarnos sapos como el hecho de que los capos se puedan quedar con el 10% de lo que han ganado cometiendo crímenes (¿quién va a hacer esos cálculos y cómo van a evitar que el Estado, y en particular la justicia, se conviertan en unas gigantescas lavadoras de activos?).

            Es preciso reconocer, sin embargo, que Colombia tiene una tradición larga de resistencia pacífica al conflicto y de negociaciones comunitarias con fines humanitarios, en las que el Estado no ha participado, o sólo lo ha hecho de forma pasiva. Los casos de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, de Morales, Bolívar, de la Asociación de Trabajadores y Campesinos del Carare, de las negociaciones facilitadas por grupos religiosos (de las que proviene el alto comisionado), o de las negociaciones que resguardos indígenas o comunidades afrocolombianas han hecho con grupos armados para garantizar ceses al fuego, corredores humanitarios, o protección, son ejemplos de esas “islas de acuerdo,” como las ha llamado la académica Gabriella Blum, que han permitido no terminar la violencia pero sí hacerla menos cruda. Estas negociaciones han sido útiles –y sólo relativamente– precisamente porque el Estado ha decido no contaminarlas con su presencia institucional, o no ha podido hacerlo, manteniendo los riesgos de la negociación relativamente bajos. Replicarlas a gran escala en las llamadas “regiones de paz”, sin metodologías claras ni líneas rojas, de hecho premiando a quienes una vez firmaron el acuerdo de 2016 decidieron volver a las armas, y permitiendo contraproducentes acuerdos parciales vinculantes (acuerdos que, según el proyecto de ley, se considerarán políticas de Estado) traerá riesgos, creará incentivos perversos, y tendrá consecuencias no previstas. Por ejemplo, el aumento de la violencia local para que algunos grupos ilegales ganen más peso en las negociaciones, el reencauche de mandos medios, la sobrestimación de algunos grupos locales, la infiltración de los grupos de ciudadanos que van a hacer parte de los diálogos para alcanzar objetivos militares o criminales, nuevas intentonas paramilitares, el aumento de las vías de hecho y de los paros, y la emergencia de una especie de estado de excepción en el que todo puede ser discutido y renegociado.

Seguramente, el presidente va a hablar de “democracia real” para justificar la desinstitucionalización que va a provocar con esos acuerdos entre su gobierno y bandas de criminales que se convertirán, incluso antes de conseguir la desmovilización de esos grupos, en políticas de Estado. Sin embargo, a él y al alto comisionado habría que recordarles que la democracia colombiana está constituida por instituciones y por procedimientos representativos que no pueden ser suplantados ni siquiera –aunque da risa decir esto en Colombia– en la búsqueda de la paz.

Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale. Ha estudiado en la Universidad de Chicago y en Oxford. Es abogado y literato de la Universidad de los Andes. Es cofundador de la Fundación para el Estado de Derecho, y ha sido miembro de la junta directiva del Teatro Libre de Bogotá y del Consejo...