Soy optimista porque el gobierno de Gustavo Petro se acabará dentro de tres años, tres meses y veintiocho días.
Por qué soy optimista

El autodenominado “primer gobierno de izquierda de la historia” será solo un remedo de gobierno, donde la improvisación, el fundamentalismo, la intransigencia, el despilfarro y la desconexión habrán sido sus características esenciales.
El daño, por supuesto, será real. La inestabilidad macroeconómica, el ataque sistemático a la empresa privada y el desestimulo a la inversión nos pasarán una gruesa factura. La tasa de cambio no se escapa de los trinos presidenciales. La inflación no cede y eso significa un empobrecimiento generalizado de la sociedad, en especial de los más vulnerables. El hambre acecha no porque falte comida sino porque no se puede pagar. La inseguridad jurídica y las excesivas cargas tributarias tienen a las empresas en estado de hibernación. Hay una fuga sigilosa de capitales. Por primera vez desde que se tiene memoria el empresariado colombiano –resiliente como pocos– está a punto de tirar la toalla. No hay posibilidad de generar más y mejores empleos sin el motor dinámico de la inversión privada.
Los contubernios non sanctos con los políticos llegarán en este gobierno a niveles nunca vistos. Cualquier reparto de mermelada del pasado será poca cosa. Las toneladas de melaza que se derramarán a borbotones sobre el congreso seguramente permitirán el trámite de algunas de las contra reformas propuestas. Las que logren pasar serán mamarrachos indescifrables, sin legitimidad alguna. Las cortes las van a eviscerar. Su implementación quedará a medias. Los nuevos Yidis y Teodolindos desfilarán por los estrados judiciales mientras que la coalición gubernamental explota en mil pedazos.
La persecución a quienes piensen diferente es probable. Los regímenes mesiánicos no suelen digerir fácilmente la crítica. Ya no solo serán las amenazas de los matones consuetudinarios a periodistas y críticos proferidas desde las cárceles y las mesas de negociación. O manifestaciones teledirigidas en contra de los medios de comunicación que osen cuestionar al régimen. Ojalá que la filtración de dossiers armados en las oficinas públicas en contra de exfuncionarios incómodos, como lo denunció Alejandro Gaviria, no se convierta en una práctica intimidatoria. Los más cercanos alfiles del presidente son los que están al mando de las palancas de la inteligencia, los impuestos y la información financiera. Las poderosas superintendencias pueden ser abusadas –el innecesario allanamiento a Ecopetrol es un mal augurio– y, más adelante, el gobierno tendrá todas las cartas en la mano para dominar los entes de control.
Eso no es todo. La “paz total” nos regresará a la guerra de mediados de los noventa. Rara vez hemos visto un caos y un desorden similar. Este proceso simultaneo de negociación con narcos y grupos insurgentes no tiene pies ni cabeza. La fuerza pública está paralizada. Las brutales purgas en la policía y el ejército han minado su moral y su capacidad operativa. En cambio, las organizaciones criminales prosperan. El número de masacres y de asesinatos de lideres sociales se ha disparado. No nos sorprendamos si volvemos a las tomas de poblaciones, los secuestros masivos, las pescas milagrosas y todas las otras calamidades que nos aquejaron en el pasado. Inclusive peor puede ser la mutación de la “Primera Línea” en un colectivo lumpen criminal que sirva de tropa de choque del régimen.
Y, sin embargo, soy optimista. Lo soy porque nuestras instituciones democráticas parecen estar aguantando con solidez su desafío más severo en décadas. La arquitectura constitucional de la democracia liberal diseñada en 1991, quizás excesiva en pesos y contrapesos, resulta engorrosa en tiempos de normalidad, pero es una garantía ahora que los que detentan el poder buscan su inspiración en lo más deleznable de la autocracia latinoamericana.
Las altas cortes y las célebres ías se cuentan con los dedos de dos manos, una exageración no solo en su cantidad sino en sus facultades. Como lo es también el sin número de acciones de carácter ciudadano que hacen de Colombia un idílico edén para los abogados: tutelas, acciones populares, acciones de grupo, acciones de cumplimiento, acciones constitucionales, consultas previas, licencias de toda clase, nulidades, recursos ordinarios y extraordinarios, etc., etc.
Esta cacofonía de entidades y de herramientas legales resulta difícilmente comprensible. Realizar un proyecto de infraestructura, por ejemplo, construir un puente o tirar una línea de energía es, normalmente, una labor de titanes. No obstante, cuando impera la lógica del balcón, la tinta y el papel sellado acaban siendo lo único que se interpone entre el ciudadano y el capricho del caudillo. La estirpe santanderista de nuestras instituciones nos sacará adelante.
Soy optimista también porque poco a poco van levantando la mano los que dicen que no. A pesar de lo que regurgita la máquina de propaganda gubernamental lo cierto es que el mandato actual es exiguo. Eso lo dicen todas las encuestas: dos terceras partes de los colombianos creen que el presidente está haciendo mal su trabajo. El proyecto hegemónico del Pacto Histórico naufragó cuando se enterró la monstruosa reforma política. Esto le ha abierto nuevas oportunidades a una oposición cada vez más segura de sí misma. En el congreso David Luna, Paloma Valencia, Julio César Triana, Humberto de la Calle, Andrés Forero, Julia Miranda, Angélica Lozano, para mencionar solo algunos, contrastan con la mediocre gestión de las docenas de activistas e influencers que nutren la coalición oficial.
En los últimos días han regresado a la arena política viejas y nuevas glorias con el ímpetu que da el segundo aire. Fajardo y Vargas Lleras, pero también Fico, Peñalosa y Alex Char calientan en la banca, para no mencionar a los hermanos Galán y a la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, que será en el futuro cercano una contrincante formidable. Las elecciones regionales de octubre no pintan bien para el gobierno.
De todas formas, el motivo más poderoso para ser optimista es que la elección de Petro como presidente borró para siempre la falsa mitología que había servido para justificar años de violencia. No existen y, en realidad, nunca existieron razones para alzarse en armas en contra de enemigos artificiales, construidos a través del prisma de ideologías anacrónicas. “Irse al monte”, siempre fue una excusa patética para matar y robar.
La democracia es Colombia ha sido –y sigue siendo– vigorosa y profunda. Sus críticos constantes, antes armados como Michín el gato bandido, haciendo desmanes en las montañas de Colombia y ahora en el poder, lo van a constatar en carne propia dentro de muy poco.