OPINIÓN

Saberes ancestrales

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Está muy bien todo eso de los saberes ancestrales. Es cierto que durante milenios la humanidad ha sobrevivido porque ha aprendido de su entorno y sus antepasados. Y bueno, de algo habrán servido estas lecciones, ahora que somos cerca de ocho mil millones de individuos habitando hasta el más recóndito lugar del planeta.

Hace un millón de años dominamos el fuego y empezamos a elaborar hachuelas de piedra, hay rastros de los primeros entierros hace sesenta mil años y por esas fechas empezamos a dibujar en las cavernas nuestras primeras obras artísticas. Hace doce mil años comenzamos a cultivar comida y a construir ciudades. Domesticamos animales y desarrollamos esos conocimientos ancestrales que nos permitieron fermentar granos y frutas, conservar nuestros alimentos, encontrar refugio, descifrar el clima, defendernos de las bestias y, seguramente, curar algunas enfermedades.

Hasta hace muy poco la inmensa mayoría de los nacimientos los llevaban parteras. Sabíamos que el ajo es antibiótico, que la manzanilla alivia las molestias estomacales, que el tomillo sirve para la tos, que la amapola quita el dolor, que la caléndula cicatriza y que el hinojo expulsa los gases. Teníamos técnicas de cultivo tradicionales, desarrolladas a través de generaciones, sensibles al manejo del agua o a las condiciones del suelo. Éramos bastante cuidadosos con las poblaciones de animales porque la vida de la comunidad dependía de su existencia. No entendíamos bien los fenómenos de la naturaleza, pero adelantábamos complicados rituales para apaciguarlos. Hasta cierto punto vivíamos sosegados, las tradiciones regulaban las relaciones de la tribu, las jerarquías estaban claramente establecidas, los roles eran indiscutidos. Nuestra relación con el entorno era, quizás, armoniosa. El universo era misterioso, una fuerza divina que se debía temer y respetar.

Hay muchos de estos saberes que debemos rescatar. Y todos, así sea por simple afán archivístico, los debemos catalogar y conservar; la experiencia humana es extraordinaria. No hay idioma, ni alfabeto, ni uso, ni ritual, ni práctica, ni expresión, ni costumbre, –incluyendo leyendas, creencias, deidades, fabulas y mitos– que no merezca ser reconocido, custodiado y estudiado. La cultura y el conocimiento en todas sus formas y manifestaciones es el superpoder del homo sapiens. Es lo que nos hace diferentes a todos los otros animales de este planeta y lo que, para bien o para mal, nos ha permitido ser lo que somos.

Dicho lo anterior, la propuesta de la inefable ministra de salud, Carolina Corcho, de vincular a parteros, payés, taitas, mamos, tewalas, piachis, jaibanás, yerbateros, pulseadores, guaraleros, taakwatungua, sobanderos, sagas, curanderos, mayores y abuelos al modelo preventivo de salud actualmente en discusión es una verdadera irresponsabilidad.

La historia de la medicina moderna ha sido una de lucha frontal en contra de la superstición. Hasta mediados del siglo diecinueve, por ejemplo, en las encumbradas universidades occidentales se creía que las enfermedades eran causadas por un desequilibrio de los humores básicos: la flema, la sangre y las bilis. Un método de curación eran sangrar al paciente con sanguijuelas. O, cuando era necesario atender un mal de la cabeza, se acudía a la trepanación –que consistía en taladrar el cráneo–, a la lobotomía o los shocks eléctricos. Y así. Fue solo en el siglo veinte cuando se desarrolló la teoría de los gérmenes, la anestesia, la vacunación masiva, los antibióticos, la cardiología, el tratamiento contra el cáncer, las terapias psiquiátricas y todas las demás herramientas que hicieron que la expectativa de vida de la humanidad se doblara desde 1950 hasta la fecha.

Esto es el resultado de la ciencia médica, con énfasis en la palabra ciencia. Es decir, la investigación desarrollada utilizando el método experimental donde se prueba una hipótesis. El método científico en medicina resulta especialmente relevante porque lo que está en juego es la vida.

Sabemos que sobar un tumor no funciona, pero que la quimioterapia sirve para remitir ciertos tipos de cáncer. Sabemos que rezar una peritonitis probablemente llevará a una septicemia, pero una apendicetomía realizada a tiempo en una sala de cirugía estéril tiene un excelente pronóstico. Sabemos que la invocación de la Pachamama poco sirve para curar una infección urinaria pero que un antibiótico apropiado la puede eliminar en cuestión de días. Hemos llegado a esa convicción no porque lo diga la tradición ancestral o la voluntad revelada de una deidad, sino porque lo hemos probado científicamente.

Por esta razón incorporar este ramillete variopinto de teguas al sistema de salud es una locura. Una cosa es celebrar la gracia de una danza folclórica o la sofisticación de una lengua étnica en desaparición y otra, muy diferente, es creer que con rezos, frotes, incantaciones y menjurjes se pueden curar patologías que no sean, por lo menos, extremadamente leves.

En todo caso, no ve uno a los noruegos reviviendo la medicina vikinga para atender un derrame pleural, o a los ingleses acudiendo a los druidas para que les aconsejen la manera para tratar una fibrilación auricular, ni siquiera, creería uno, que los italianos tengan mucha intención de recurrir a la sabiduría etrusca para abordar las complejidades de una hernia discal.

Injertar el chamanismo autóctono en el sistema de salud es una violación del juramento hipocrático: hace daño y mucho. Por un lado, sirve para deslegitimar a la medicina que se enseña en las universidades y se practica en los hospitales. Tal vez esta sea una de las intenciones. El sesgo posmoderno que permea todo lo que hace este gobierno lo lleva a cuestionar cualquier institución establecida, incluyendo la misma ciencia médica.

Mas aún, se nota el afán por ensalzar el indigenismo, lo cual de por sí no tiene nada de malo, aunque sea bastante ajeno a las tradiciones culturales de la inmensa mayoría de la población colombiana. El problema es que se inviertan los escasos recursos de la salud en promocionar prácticas que en el mejor de los casos son placebos. Lo que resulta más probable, en la realidad, es que la gestión de los teguas atente activamente en contra del bienestar de los pacientes. Mientras que el jaibaná aplica los ungüentos y llama a los espíritus la infección avanza, el sistema inmunológico del enfermo se debilita y las posibilidades de recuperación se van desvaneciendo.

La controversial habilitación de los teguas como médicos generales puede que no sea uno de los aspectos más estridentes de la reforma de la señora Corcho. Hay cosas mucho peores. Sin embargo, demuestra que para este gobierno lo que importa no son los resultados de las políticas públicas sino la imposición a rejo limpio de su particular cosmovisión, donde la fidelidad a la ideología siempre estará por encima de cualquier otra consideración, incluyendo la vida humana.

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