El fiscal general respondió que el presidente se está transformando
en un dictador. El fiscal se equivocó en su reacción. Se equivocó al llamar al presidente “dictador”, cuando no lo es, y cae en el mismo juego del presidente de no llamar a las cosas por su nombre.
Pero también se equivocan quienes, minimizando las palabras del presidente, han caído en la falacia de decir que un fiscal que es el mejor amigo de quien lo nombró no puede ser independiente, y por lo tanto no tiene autoridad para responderle al presidente. Confunden la institución con la persona y sus funciones con sus preferencias personales.
Aunque puede ser cierto que Francisco Barbosa
no tiene autoridad moral para criticar los desafueros del gobierno, él, como fiscal general, sí puede y debe reprender al presidente cuando este intenta atribuirse funciones que no le corresponden. Confundir la función con el funcionario es un error peligroso que nos puede llevar a caer en una
falacia infinita y que puede impedir el trabajo de instituciones que, aunque compuestas por seres humanos imperfectos (en ocasiones muy imperfectos), tienen el deber de controlarse unas a otras. Olvidan, además, que todos los presidentes han ternado personas cercanas a ellos y a sus intereses, y que esa cercanía de la Fiscalía con el presidente y con la Corte Suprema, que lo elige, aunque ha tenido consecuencias malas, también, y paradójicamente, ha conseguido lograr cierta uniformidad en la política criminal, y garantiza que, durante los primeros meses de gobierno, cuando los nuevos presidentes suelen tener una luna de miel basada en apoyo popular y en clientelismo, puedan encontrar una voz contradictoria en un fiscal puesto por un gobierno anterior.
¿Pero por qué se equivocó el fiscal? Al decir que el presidente es un dictador, el fiscal está debilitando las instituciones que dice defender. Si el presidente fuera un dictador, entonces las instituciones constitucionales no estarían funcionando: no tendríamos a un fiscal que ejerce control ni unas Cortes que regañan al presidente y que copian o se inventan figuras para controlarlo. Si el presidente fuera un dictador, entonces estaría dictándoles órdenes a su gobierno y a las otras instituciones. Aunque quiera dictar, en Colombia nadie está obedeciendo.
Habría sido mejor, y más digno, que el fiscal hubiera dicho solamente que no es cierto que el presidente es su jefe. Por ahora, llamar dictador al presidente solo sirve para alimentar ideas reaccionarias, y para justificar, por ejemplo, la marcha de militares retirados y medio uniformados: una marcha que, más que una expresión inocente del derecho a la protesta, parece una amenaza a las autoridades civiles legítimas que va a hacer que muchos de los que hemos criticado al gobierno nos pongamos de su lado, que es el lado del orden constitucional legítimo, si sigue habiendo ese tipo de intimidaciones.
Por ahora, aunque voluntarista y voluntarioso, el presidente parece estar tropezándose en las redes y las trampas que él mismo ha puesto.
Creo que el problema más serio es que el presidente vuelve a mostrar que no tiene el temperamento adecuado para ser presidente de un país con una constitución en la que hay separación de poderes.
Cuando hablo de temperamento (
William James vía
Nicolás Parra), me refiero a aquella disposición mental o psicológica que hace que una persona esté más o menos inclinada a cambiar su forma de pensar cuando los hechos y la realidad lo contradicen, o, por el contrario, a tratar de hacer que los hechos y la realidad cambien para adaptarse a su forma de pensar.
En la mejor versión de su idealismo, el presidente es progresista: ve que la realidad es injusta y quiere cambiarla para que se adecúe a su ideal de justicia o de equidad. Este idealismo es útil y es común en la mayoría de los políticos.
Pero con sus declaraciones, el presidente mostró, c
omo lo ha hecho desde su alcaldía, su voluntarismo: pretende que la realidad social, económica e institucional se adapte, por un mero acto de su voluntad, a sus caprichos. Con sus declaraciones, mostró cuatro rasgos de este voluntarismo.
En primer lugar, muestra un desprecio por la Constitución y la ley. Por medio de un silogismo
siniestro o
absurdo, terminó proponiendo la destrucción de la separación de poderes, uno de los principios fundamentales de nuestro orden constitucional.
También muestra su desprecio por la verdad. Es probable que el presidente sepa que lo que dijo no es cierto: que la conclusión es falsa. Esto muestra que su forma de persuadir —y de ser persuadido— no es observar hechos y derivar conclusiones de esos hechos, sino inventar hechos a partir de sus conclusiones. Este es un problema típico de las ideologías deductivas.
El hecho de que el presidente haya insistido en su idea, sin considerar las consecuencias negativas para el Estado y para él mismo, muestra otro rasgo: su incapacidad de leer adecuadamente la realidad, los sistemas institucionales complejos, y de anticiparse a las reacciones de otros actores. También, puede que esto muestre su incapacidad de pensar en soluciones prácticas y realistas a problemas que requieran arreglos de coordinación sofisticados.
Finalmente, la declaración del presidente muestra que prefiere la imposición a la persuasión. Esto, que sería un rasgo útil en otro tipo de régimen, es inconveniente en una república en la que el presidente, en tanto jefe de Estado, debe lograr que distintos poderes, que no dependen de él, trabajen armónicamente para cumplir los propósitos constitucionales. Para eso, se necesita respetar a las otras autoridades y tratar de convencerlas, con argumentos dichos en un lenguaje compartido (el de la ley y la constitución, el de la prudencia, el de la conveniencia política o económica), de sus posiciones.
Es cierto que el presidente no es un dictador, pero tiene un temperamento autoritario, que no es ni democrático ni republicano. Que ese temperamento no transforme la realidad y el orden constitucional depende de él, que puede aprender a ser el jefe de un estado liberal, de las personas que oye y que pueden persuadirlo, y, sobre todo, de las otras instituciones y de la ciudadanía.