OPINIÓN

Tres amenazas

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En las últimas semanas, el gobierno ha empezado a usar una nueva estrategia de manipulación. Ha comenzado a amenazar e intimidar a otros poderes públicos, a la ciudadanía y a Bogotá. Con estas amenazas, el gobierno muestra, nuevamente, su arbitrariedad, y un talante cada vez menos acostumbrado a una democracia como la colombiana, basada en la separación de poderes, en la tolerancia y en la descentralización.

Ante las crecientes y más visibles objeciones a la reforma a la salud que el gobierno aún no ha presentado, el presidente tuiteó una invitación “a las fuerzas del gobierno del cambio (...) a discutir en las calles las reformas que se avecinan”. 

Las calles y las plazas públicas, que son espacios para la protesta social y las manifestaciones, no son, realmente, espacios de discusión, como el presidente pretende (o dice que pretende, más bien). Esta invitación a sus propias fuerzas es un acto de intimidación. El presidente parece convencido de que, por tener cierto apoyo popular (un apoyo que, por lo demás, no es representativo de la mayoría de la ciudadanía), puede imponerle sus ideas al resto de las instituciones.

Lo que el presidente quiere hacer con la marcha del 14 de febrero, en la que él va a hablarle a “su pueblo”, es mostrarle al Congreso que, en caso de que no aprueben sus reformas, él puede sacar a marchar a miles de personas. Para el presidente, que cree en ese tipo de democracia plebiscitaria que ve en el Estado de Derecho a un “enemigo interno” que se opone a su voluntarismo, las reglas de juego y las instituciones parecen ser buenas cuando le sirven y malas cuando limitan su poder. 

El presidente está usando las manifestaciones y el derecho fundamental a la protesta, e instrumentalizando a sus seguidores, para intimidar a un Congreso que aún no conoce la propuesta de una reforma que, sin embargo, ya tiene oposición dentro del gobierno

En otro trino, el presidente decidió igualar a las personas más ricas de Colombia (¿a la clase media? ¿Al 15% con más ingresos? ¿al 30%?) con un enemigo de la sociedad en una guerra. 

Así, el presidente dijo: “he propuesto un pacto de paz que no solo es con grupos armados, sino con esa sociedad de los privilegios para que permitan las reformas que marquen un camino de mayor justicia social. Esa es la paz. Aun la mano está tendida. Pero no piensen que este gobierno se arrodilla”. Al inventarse que una parte de la sociedad está en guerra con la otra, el presidente está experimentando con una narrativa demagógica que separa a los buenos de los malos, y que impone una división entre “nosotros” y “ellos”. Esta narrativa es, además, ofensiva en un país que sí ha tenido una guerra en la que miles de personas han muerto por la violencia ejercida por actores armados, y viniendo de un gobierno que no ha tenido un tono así de duro con esos actores y que, en cambio, ha manifestado su “simpatía política” con el ELN. 

Con esto, el presidente está diciendo que su política de paz, desordenada y probablemente inconstitucional como es, ahora también incluye una imposición a un sector de la sociedad que, aunque nunca ha estado en una guerra, deberá someterse a un Estado que le está tendiendo la mano. Esta narrativa es falsa: aunque la desigualdad y la pobreza quizás son los problemas más grandes de Colombia, no son equivalentes a una guerra.

Pero lo más grave de este trino no es la narrativa engañosa. Es, nuevamente, la amenaza. El trino termina con la advertencia de que el gobierno no se va a arrodillar. ¿Qué significa esto? En el mejor de los casos, estas amenazas, como otras manifestaciones del presidente, no significan nada. Pero puede ser que, si las reformas se caen en el Congreso o en la Corte Constitucional, el presidente convoque marchas y repita la idea de que las élites no lo han dejado hacer las reformas que el pueblo necesita.  En el peor caso, esa narrativa y ese clima van a hacer que el gobierno se cierre al diálogo y a la persuasión, y que el presidente asuma posiciones cada vez más arbitrarias en contra de las instituciones. 

El tono amenazante e intimidatorio ya ha empezado a permear el gabinete. Siguiendo su costumbre, el ministro de transporte copió el tono del presidente y dijo que, si no se modifica el contrato del metro de Bogotá para hacerlo subterráneo (una obsesión del presidente), el resto de los proyectos que el gobierno nacional financia en Bogotá “se van a tener que parar”

Esta vez, la amenaza es a la administración distrital, y, sobre todo, a Bogotá y a los y las bogotanas. El gobierno está diciendo que, si no se hace lo que quiere el presidente, y sin importar lo que las autoridades distritales hayan decidido, la nación no va a seguir financiando proyectos de infraestructura en Bogotá. La inmoralidad de la amenaza es clara, pero se agrava al recordar que más o menos una quinta parte de los colombianos viven, estudian o trabajan en la ciudad, y que Bogotá aporta un 25% del PIB de Colombia. Bogotá se volvió rehén del voluntarismo del presidente y de la ligereza de su ministro. 

Estas amenazas e intimidaciones demuestran lo incómodo que se siente este gobierno cuando alguna institución se opone legítimamente a sus propuestas. 

Aunque el presidente se posesionó prometiendo una ampliación del diálogo, en estos meses su gobierno ha demostrado que, aunque sí quiere hablar con los grupos armados ilegales, a algunos de sus ministros no les interesa hablar con los sectores que gestionan, y que, en sus interacciones con otras instituciones públicas, el gobierno ha empezado a preferir la amenaza y la intimidación. 

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