Volví a El Salado después de muchos años. Una de estas noches nos reunimos cerca de 30 mujeres bajo un cielo sin luna, alumbrado apenas por relámpagos que prometían aliviar con lluvia una preocupante sequía. Estábamos sentadas en círculo en la cancha, aquel mismo lugar donde en febrero de 2000 los paramilitares aniquilaron al pueblo con la masacre y la destrucción de más de 150 años de vida comunitaria.

Las mujeres mayores hablaron de sus hijos e hijas, muchos ya profesionales, de sus preocupaciones por la calidad de la educación, de la necesidad de empleo, de la libertad y la autonomía que han conquistado al tiempo que han recorrido el camino de la verdad, de la justicia, de la reparación. Los policías caminaban por el pueblo y se mimetizaban de manera tranquila con la comunidad. Esa noche los niños y jóvenes vieron cine al aire libre, bajo un árbol de mango. Los mismos rostros en los que una década atrás se reflejaba la incertidumbre hoy transmiten confianza.  

Parece que el miedo se fue de este pequeño caserío enclavado entre las montañas de Bolívar, con el río Magdalena a sus espaldas y el mar Caribe en su horizonte. El pueblo renació de entre las ruinas. Cada vez llegan más personas a vivir en él, mitad retornados, mitad foráneas que buscan nuevas oportunidades. En las veredas hay pequeños emprendimientos: por acá cultivan flor de Jamaica, mientras más allá le dan nueva vida al ajonjolí y la miel. El tabaco se niega a morir y la ganadería se mantiene. Lejos está de ser un mundo perfecto, pero se nota una comunidad que, aunque lleva a cuestas su pasado, está mirando por fin hacia el futuro.

Sin embargo, en el resto de la región de Montes de María el monstruo de la violencia asoma de nuevo sus orejas. Primero fueron los muros pintados con las siglas de las AGC. Después los rumores de que “ya llegaron, están aquí”. Ahora los mensajes a todo el mundo: tienen que pagar cuota. No es una guerra: es extorsión masiva. Son bandas: cuadrillas de muchachos en moto, pistola al cinto, que se cuelan por allí por donde las instituciones miran para otro lado. En esta región la guerra ha quedado atrás y la gente lidia con las cicatrices, que como dijo una mujer campesina, son memoria de que allí hubo heridas, pero también, evidencia de aprendizajes. 

Estas mujeres de El Salado creen que allá no llegará de nuevo la violencia. Sienten que su protección proviene de las sentencias cuyo cumplimiento observan las cortes, en particular aquella que ordena una reparación colectiva. La justicia por fin está de su lado. Agradecen la presencia de centenares de ONG y organizaciones internacionales; reconocen que la presencia estatal no es óptima pero mejor que en casi cualquier otro lugar de condiciones similares. Sobre todo, sienten que se han fortalecido como comunidad y se cuidan unos a otros. No están solos ni solas.

El cambio que se está produciendo en este caserío de casi cuatro mil personas no es un milagro. Es el resultado de más de 20 años de trabajo por dónde han pasado no cientos sino miles de personas e instituciones que han puesto algo: bienes públicos y también aquellos bienes intangibles de la paz: fe, esperanza, tesón, conocimiento, organización, ciudadanía. Los recursos que se han invertido allí en dos décadas, si bien aún no son suficientes, fácilmente superan los 300 mil millones, contando desde los organismos de seguridad hasta la reparación individual y comunitaria. Pero El Salado es apenas uno de los más de 120 corregimientos de 16 municipios de Montes de María que sufrieron la guerra.  

Si en el acuerdo de La Habana se habla de intervenir más de 170 municipios con los programas de desarrollo territorial, PDT, y cada uno de ellos tiene veredas y corregimientos que han sufrido de manera desproporcionada, entonces el tamaño de la tarea para cerrar los ciclos de violencia es monumental. La mayoría de los municipios PDTs son más aislados y complejos en lo económico y social que El Salado. Por tanto, si se sigue pensando en la reparación de esta manera: caso a caso, pueblo a pueblo, persona a persona, en realidad no es exagerado hablar de 170 billones y 125 años, como lo hizo el presidente Petro esta semana. 

La Comisión de la Verdad llegó a la conclusión de que la paz aún no es un proyecto de Nación a pesar de que la violencia es nuestra mayor tara. Los diversos procesos de negociación han logrado desarmes parciales y bajar los indicadores de homicidios de manera importante, pero también temporal. La amenaza del reciclaje siempre está latente porque los programas de rehabilitación, reparación y reconciliación se abandonan antes de llegar a cambiar estructuralmente la realidad de la gente. Diversos gobiernos desde 1958 han prometido un plan Marshall para las regiones golpeadas por la guerra, desde Lleras Camargo hasta Santos, pero ninguno ha garantizado los recursos que se requieren. Los planes de rehabilitación han quedado al vaivén de los gobiernos de turno, en manos de instituciones frágiles, con funcionarios que se nombran y quitan según los vientos que soplen en cada cuatrenio. 

La paz territorial tiene que estar por encima de los gobiernos y requiere esfuerzos tan extraordinarios como los de toda posguerra. Es la tarea central que tienen que acometer esta y las próximas dos generaciones. Requiere mucho dinero, pero también acuerdos, trabajo, liderazgo y empeño de toda la sociedad. Todas las manos, todas las mentes, y toda la imaginación. No es una tarea opcional: de ella depende nuestra supervivencia como pueblo y nuestra existencia como Nación. 

Marta Ruiz es periodista y fue Comisionada de la Verdad en Colombia. A lo largo de su profesión ha cubierto diversas dimensiones de la guerra y la paz en su país, por el que ha recibido premios como el Rey de España, el Simón Bolívar, el premio de la SIP. Hizo parte del equipo de Revista Semana...