Ha hecho carrera el manipular descaradamente el lenguaje cuando los hechos demuestran tozudamente que las cosas no funcionan como pretenden hacernos ver quienes nos gobiernan.

Un asunto de gran importancia para todos, el de la convivencia y seguridad en las ciudades, es hoy objeto de una abierta manipulación del lenguaje. Mientras que los bogotanos y los habitantes de otras ciudades del país, sufrimos desde hace años el crecimiento de diversas formas de criminalidad urbana, los gobernantes insisten en que se trata simplemente de un problema de percepción.

El mercado del crimen urbano ha crecido exponencialmente a lo largo de los últimos años. Muchas de nuestras ciudades y pueblos se han convertido en mercados de drogas para abastecer un creciente consumo interno. La elevada informalidad laboral, el hecho de que para millones de personas la única opción sea el rebusque, crean incentivos adicionales para involucrarse en el mercado del crimen. Las posibilidades de encontrar una lucrativa fuente de ingresos, constituyen un atractivo peligroso, nefasto, pero infortunadamente real para miles de jóvenes. Al igual que las guerrillas o los paramilitares hicieron reclutamientos masivos de jóvenes, en su momento de mayor impunidad, así reclutan hoy jóvenes las redes criminales en pueblos y ciudades.

En muchos barrios de Bogotá tiene lugar un peligroso deterioro de la convivencia y seguridad ciudadanas. Centenares de jóvenes, la generación ni-ni, que ni estudian ni trabajan, son atraídos por el mercado del crimen. Empiezan algunos como miembros de pandillas, robando unos tenis, hurtando un morral, un celular, un ipod, atracando por unos pesos a quien se le atraviese. Luego dan el salto a grupos más formalizados, bandas orientadas hacia el crimen, que empiezan a ejercer control territorial en los barrios y atracan supermercados, tiendas, droguerías, asaltan camiones de reparto, atracan buses, roban residencias. También pueden ser subcontratados para realizar por outsourcing actividades criminales para grupos más grandes, sicariato, actividades extorsivas, etc. No todos los grupos dan el salto a siguiente fases. Otros se enganchan al comercio de drogas, una rentable actividad que tiene ‘ollas’ por toda la ciudad. Le prestan seguridad a los narcos urbanos, cuidan las ‘ollas’, reparten drogas a los jíbaros o se enfrentan a bala con sus competidores para asegurarse un pedazo del mercado o disputarse uno nuevo. No pretendo realizar una geografía económica del crimen y sus extensas actividades. Solo quiero destacar lo que es evidente en la realidad, pero que los gobernantes quieren ocultar, que la destrucción de la convivencia y el aumento de la criminalidad es una carga creciente que deben soportar muchos ciudadanos en las calles y en sus barrios.

Una sociedad democrática tiene el deber de proteger a sus ciudadanos de manera equitativa. En nuestras ciudades se ha escogido un camino inequitativo, si usted tiene plata o poder paga por la seguridad. De ahí la profusión de guardaespaldas, para unos pocos privilegiados, pagados con los impuestos de todos y el enorme negocio de la seguridad privada. En muchos barrios de la ciudad los habitantes estan prácticamente solos frente a los delincuentes. Un sistema que se considere democrático se vuelve tremendamente frágil cuando no puede cuidar eficaz y prontamente de la vida y los bienes de sus asociados. Y como perverso efecto puede ocurrir que tras años de desprotección, la ciudadanía reaccione acudiendo a dañinos sistemas de autodefensa, que se transforman, al poco tiempo, en tenebrosas bandas. Ahí tenemos la transformación de paramilitares en bacrim, (bandas criminales). De igual manera, una larga desprotección de los ciudadanos puede dar lugar al todo vale en materia de represión a los delincuentes y a un astuto aprovechamiento y manipulación política de la insatisfacción ciudadana.

Bogotá se encuentra en una avanzada y peligrosa fase de incubación y crecimiento de la inseguridad urbana. Eso mismo ocurrió, hace unas décadas, en ciudades que en su momento fueron consideradas como modelos a seguir, Medellín y Cali. Estamos a tiempo para reaccionar, si asumimos la realidad. Es necesario reconocer con honestidad que el consumo de drogas sigue creciendo, que a muchos jóvenes no les ofrecemos oportunidades efectivas, reales, de educación y trabajo, para que puedan resistirse a las ofertas del mercado del crimen, que la convivencia y las seguridad en los barrios populares y de clase media es tan importante como en las zonas donde viven los más poderosos e influyentes.

Estamos necesitados de un alcalde y una policía que se sientan corresponsables de que los bogotanos vivan más seguros, asi como de una fiscalía y unos jueces que comprendan que la convivencia y seguridad son cimientos muy poderosos de una auténtica justicia. Es muy dañino si los jueces y fiscales perciben que perseguir la delincuencia urbana es una tarea menor. A la vez, hay que comprender que el mercado del crimen es mucho más amplio y diverso que el mercado de las oportunidades legitimas para muchos jóvenes. Necesitamos la fuerza del estado, con apego a la ley, frente a los delincuentes, como también necesitamos de un esfuerzo conjunto del gobierno distrital y de la sociedad para impedir que el camino para muchos  jóvenes sea inevitablemente el del crimen. Debemos lograr que el mundo de la educación, del trabajo, el resplandor de las oportunidades legitimas, sea más atractivo que el mundo de la delincuencia para quienes hoy crecen en Bogotá.